La mano de Fátima (35 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

BOOK: La mano de Fátima
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—¡Madre! —exclamó Hernando buscando la empuñadura de un alfanje que ya nunca llevaría. Aisha evitó cruzar la mirada con la de su hijo—. ¡Este perro hijo de puta te abandonó en Ugíjar! —gritó.

Brahim apretó con más fuerza el brazo de Aisha. Ésta seguía sin mirar a su hijo. Fátima reaccionó por primera vez y apretó a Humam contra su pecho, como si en ello le fuera la vida.

Hernando se encaró con su padrastro. En sus ojos azules brillaba una furia descontrolada. Temblaba. El odio acumulado estalló en un aullido de rabia. Brahim sonrió y retorció el brazo de su primera esposa con tanta violencia que ella no pudo evitar un gemido.

—Tú eliges, nazareno. ¿Quieres ver cómo le parto el brazo a tu madre?

Aisha sollozaba.

—¡Basta! —gritó Fátima—. Ibn Hamid, no…

Hernando dio un paso atrás, incrédulo ante la súplica muda que veía en el semblante de la muchacha, y respiró hondo para sosegar los latidos de su corazón.

Con los ojos entornados, el joven recordó el consejo de Hamid. «Usa tu inteligencia», le había dicho el alfaquí. No era el momento de dejarse llevar por las emociones… Sin decir nada, Hernando dio media vuelta y se alejó, luchando por contener las ansias de venganza.

23

Mayo de 1570

—Misericordia, señor. Misericordia nos conceda vuestra alteza en nombre de Su Majestad, y perdón por nuestras culpas que conocemos haber sido graves. —Tales fueron las palabras que el Habaquí, postrado ante don Juan de Austria, pronunció en el momento de su rendición—. Estas armas y bandera rindo a Su Majestad en nombre de Aben Aboo y de todos los insurrectos cuyos poderes tengo —finalizó al tiempo que don Juan de Soto lanzaba a tierra la bandera.

Antes de que el Habaquí entrase en la tienda, el estandarte colorado de Aben Aboo con su lema bordado, «No pude desear más ni contentarme con menos», fue rendido a las compañías de infantería y caballería debidamente formadas en el campamento. Una larga salva de arcabucería acompañó los gritos de caballeros y soldados antes de las oraciones de los sacerdotes.

El Habaquí consiguió del rey el perdón para turcos y berberiscos, que quedarían en libertad para volver a sus tierras. Felipe II cedió, puesto que le urgía poner fin al conflicto para encabezar la Santa Liga propuesta por el Papa, amén del temor de que la llegada de la primavera proveyese de alimentos a los moriscos y éstos retomasen el levantamiento.

Don Juan de Austria nombró comisarios y los envió a lo largo de las Alpujarras para obtener la total rendición de los moriscos del reino de Granada. El Habaquí se encargó de lo necesario a fin de embarcar a los turcos y berberiscos en los puertos designados por el príncipe, para lo que Felipe II dispuso multitud de navíos redondos y de remos. La pacificación definitiva se señaló para el día de San Juan de 1570, fecha en que deberían haber partido todos los turcos y berberiscos de tierras del reino de Granada.

A 15 de junio se contabilizaban treinta mil moriscos rendidos. El Habaquí logró embarcar con destino a Argel a casi todos los turcos y corsarios, pero la mayoría de los berberiscos decidieron continuar luchando. Ante ello, Aben Aboo cambió de parecer y se retractó de la rendición: asesinó al Habaquí y volvió a hacerse fuerte en las sierras al mando de cerca de tres mil hombres.

Hoy ha sido el último envío de ellos y con la mayor lástima del mundo, porque al tiempo de la salida, cargó tanta agua, viento y nieve que ciertos se quejaban por el camino a la madre la hija, y a la mujer su marido y a la viuda su criatura, y desta suerte; y yo de todos los saqué dos millas mal padeciendo: no se niegue que ver la despoblación de un reino es la mayor compasión que se puede imaginar. Al fin, Señor, esto está hecho.

Carta de don Juan de Austria a Rui Gómez,

5 de noviembre de 1570

En noviembre de 1570, Felipe II ordenó la expulsión tierras adentro de todos los moriscos del reino de Granada. Los establecidos en la vega, entre ellos Hernando, Brahim y sus familias, fueron encomendados a don Francisco de Zapata de Cisneros, señor de Barajas y corregidor de Córdoba, que debía llevarlos a dicha ciudad para después repartirlos por tierras de Castilla y Galicia.

La vega de Granada se hallaba compuesta por multitud de alquerías al oeste de la ciudad. Se trataba de una zona llana y fértil, debido a que contaba con un ordenado y complejo sistema de distribución de agua a través de acequias construidas en época romana, que luego fue desarrollado y perfeccionado por los musulmanes. Tras la rendición de Granada ante los Reyes Católicos, la atávica distribución de la tierra en huertos y pequeñas parcelas pasó a tomar la forma de los cortijos: grandes extensiones de cultivos propiedad de nobles, principales cristianos y órdenes religiosas, como la de los cartujos, que se benefició de grandes superficies que dedicó al cultivo extensivo de la vid.

Allí, durante siete meses, vivieron desplazados miles de moriscos. Añoraban la fragosidad de las montañas, cañadas y barrancos de las Alpujarras, en unas tierras que se extendían sin obstáculos ante sus ojos, cultivadas y vigiladas por los cristianos, y constantemente cruzadas por frailes y sacerdotes que les recriminaban sus actos hicieran lo que hiciesen.

Conforme a las órdenes del príncipe, Hernando y Fátima contrajeron matrimonio cristiano en la iglesia del Padul. El día anterior al de la ceremonia, en el interior del templo, ambos fueron examinados de la doctrina cristiana por los mismos sacerdotes que les acosaron nada más llegar al pueblo, con el sacristán Andrés presente.

Hernando superó el examen sin dificultad.

—Ahora tú —indicó uno de los sacerdotes a Fátima—, reza el Padrenuestro.

La muchacha no contestó. Al cabo de unos instantes, los dos sacerdotes y el sacristán mostraron su impaciencia.

Fátima permanecía absorta en su desgracia. Esa misma noche, Brahim, a la vista de Hernando, de Aisha y de centenares de moriscos que se amontonaban en el suelo tratando de dormir, la había poseído sin el menor pudor, como si quisiera demostrar a todos ellos que continuaba siendo su dueño. Hernando, rabioso, tuvo que alejarse de los gemidos de placer de su padrastro. Salió al exterior buscando aire, sin poder evitar que a sus ojos asomaran ardientes lágrimas de impotencia.

—¿No sabes el Padrenuestro? —inquirió Andrés entrecerrando los ojos.

Hernando la empujó suavemente con el antebrazo y la muchacha reaccionó. Recitó con voz trémula el Padrenuestro y también el Avemaría, pero fue incapaz de acertar con el Credo, la Salve y los Mandamientos.

Uno de los sacerdotes le ordenó que todos los viernes, durante tres años, acudiese a su parroquia hasta aprender correctamente el catecismo; así lo hizo constar en su cédula. Luego, como era preceptivo, les obligaron a confesar.

—¿Eso es todo? —bramó el cura que confesaba a Fátima cuando ésta dio por terminada la declaración de sus pecados. Hernando, que esperaba su turno, de pie junto al confesionario, se encogió—. Don Juan puede haber ordenado vuestro matrimonio, pero el enlace no se llevará a cabo si no confiesas correctamente y te arrepientes de tus pecados. ¿Qué hay de tu adulterio? ¡Vives en pecado! Vuestros esponsales moros carecen de eficacia. ¿Qué hay de la sublevación? ¿De los insultos y blasfemias, de los asesinatos y sacrilegios que has cometido?

Fátima tartamudeó.

—¡No puedo absolverte! No veo en ti contrición ni arrepentimiento, ni propósito de enmienda.

La muchacha, arrodillada, no pudo observar la mueca de satisfacción del cura en el interior del confesionario, pero Hernando sí que percibió las sonrisas de Andrés y del otro sacerdote, pendientes de la confesión. ¿A qué esas sonrisas? Si no los casaban… ¡la Inquisición! Vivían en pecado. Ni siquiera el príncipe podía detener a la Suprema.

—¡Confieso! —gritó el muchacho hincándose de rodillas en el suelo—. Confieso vivir en pecado y me arrepiento por ello. Confieso haber presenciado el sacrilegio en las iglesias…

Fátima empezó a repetir, mecánicamente, las palabras de Hernando.

Ambos confesaron los mil pecados que los sacerdotes deseaban oír, se arrepintieron y prometieron vivir en lo sucesivo en la virtud cristiana. Esa noche la sufrieron como penitencia en el interior de la iglesia: Hernando rezó en voz alta, intentando esconder con sus palabras el pertinaz silencio en que permanecía Fátima, arrodillada a su lado.

A la mañana siguiente, con la sola presencia de Brahim, vigilante, amenazador, y algunos cristianos viejos del pueblo expresamente llamados para actuar como testigos, la pareja contrajo matrimonio. Volvieron a comulgar. Hernando percibió cómo Brahim se removía inquieto ante la formalidad de la ceremonia y permitió que «la torta» se deshiciese lentamente en su boca. ¡Le estaban casando con Fátima! ¿Qué importaba lo que sucediera después? Brahim volvería a reclamar a Fátima y dentro de la comunidad morisca ella seguiría siendo su segunda esposa, pero nada podía hacer ahora el arriero, salvo controlar sus impulsos ante la solemnidad con la que afrontaban su fingido matrimonio. El sacerdote los declaró marido y mujer, y Hernando, en silencio, imploró la ayuda de Alá.

La boda les costó la mula. Hernando tuvo la tentación de oponerse y alegar que el precio máximo por las bodas era el de dos reales para el cura, medio para el sacristán y una ofrenda humilde, pero no disponía de dinero; sólo tenía aquella mula que tampoco era suya. La última advertencia que recibieron los recién casados antes de abandonar el templo fue la de que no debían cohabitar ni mantener relaciones durante los siguientes cuarenta días.

En la vega de Granada, los moriscos vivían a la intemperie y casi sin fuego, al no poder conseguir la madera de los árboles frutales que dominaban el paisaje. Malbarataron cuanto habían podido conservar para obtener trigo, y hasta el agua, que con tanta abundancia se repartía entre los cultivos conforme a estrictas reglas ancestrales, se convirtió para ellos en un bien escaso. Andrajosos, vivían a centenares allí donde encontraban un pedazo de tierra yermo; las casas de los moriscos de la vega, expulsados con anterioridad a su llegada, estaban ahora ocupadas por cristianos. Compartían lo poco de lo que disponían, a la espera del anunciado éxodo. Tras la boda, Brahim volvió a reclamar a Fátima. Luego, ya en la vega, Hernando se vio obligado a acompañarle mientras recorrían aquellos vergeles prohibidos en busca de algo con lo que alimentarse; Brahim vigilaba en todo momento que su hijastro no se encontrara a solas con Fátima y cuando, por una u otra razón, eso sucedía, la muchacha le rehuía.

—No insistas —le aconsejó un día su madre—. Lo hace por Humam… y por mí. Brahim podría matar al pequeño si se enterase de que habla contigo. ¡La ha amenazado con ello! Lo siento, hijo.

Hernando se refugió en la comunión vivida en la iglesia del Padul; en ese instante en que se sintió esposo de Fátima. ¡Irónico! ¡En una iglesia cristiana! Quizá algún día…

En la vega, a la espera de la decisión del príncipe, los moriscos vivieron el desconsuelo por la derrota que entonces, desarmados y sometidos, encarcelados en las que fueran sus tierras, percibieron en toda su magnitud. ¿Adónde los desterrarían? ¿De qué vivirían? La preocupación acerca de su futuro en lejanos reinos hostiles, dominados por unos cristianos que no escondían su odio hacia los vencidos, los atenazaba en todo momento. Si alguien todavía confiaba en la revuelta de Aben Aboo, las noticias no invitaban al optimismo: el comendador mayor de Castilla y el duque de Arcos combatían con eficacia a las escasas fuerzas del rey de al-Andalus.

El primero de noviembre, cuando arreciaba el mal tiempo y la subsistencia se planteaba imposible para aquel pueblo hundido en la miseria, don Juan de Austria ordenó por fin su expulsión. A los moriscos de la vega de Granada les dieron orden de reunirse junto al Hospital Real de Granada, en un gran descampado extramuros de la ciudad. El hospital, la vieja puerta de Elvira que daba acceso al Albaicín y a la medina musulmana, el convento de la Merced, la iglesia mudéjar de San Ildefonso y grandes y numerosas huertas valladas rodeaban el lugar.

Miles de moriscos se acumularon en el llano, frente al Hospital Real, custodiados por los soldados del corregidor don Francisco de Zapata, a la espera de que los contadores y escribanos dispuestos en su interior los censasen y tomasen escrupulosa nota de sus lugares de destino.

El 5 de noviembre, en medio de una tempestad, harapientos, famélicos y enfermos, tres mil quinientos moriscos, los Ruiz de Juviles entre ellos, abandonaron Granada por el camino de la Cartuja. Durante siete días recorrieron escoltados las más de treinta leguas que separaban Granada de Córdoba, acomodando las etapas de su viaje al bienestar del corregidor y sus oficiales, que buscaban detenerse en aquellos lugares en los que podían hacer noche sin prescindir de cama y comida.

Durante la primera etapa caminaron hasta Pinos, en la vega, a cerca de tres leguas de Granada. Don Francisco de Zapata se acomodó en el pueblo, pero los moriscos tuvieron que aguantar la noche bajo la lluvia, en las afueras, protegiéndose unos a otros. El reparto de comida fue escaso. Los lugareños se mostraron reacios a alimentar a quienes habían denostado de la cristiandad. Al amanecer iniciaron el ascenso a Moclín, lugar en el que se alzaba una imponente fortaleza que protegía el acceso a la vega y a la ciudad de Granada. La distancia que recorrieron fue la misma que la de la primera jornada, pero en este caso ascendiendo y sintiendo cómo el frío de la sierra se enredaba en las ropas empapadas por la lluvia para colarse hasta los mismos huesos. No podían quedar moriscos en el camino, por lo que todos los hombres hábiles fueron obligados a ayudar a los enfermos o incluso a transportar los cadáveres. No había carro alguno. Hernando, lejos de Fátima y Aisha, que caminaban por delante, cargó durante la ascensión con un anciano escuálido incapaz de sostenerse en pie, con una tos seca que a medida que transcurrió la jornada se convirtió en un sordo estertor que machacaba los oídos del muchacho. Falleció esa misma noche, como setenta moriscos más. El único consuelo para los deportados fue que, tras cargar con sus muertos hasta la siguiente parada, la falta de ataúdes les permitía enterrarlos en tierra virgen.

Algunos, desesperados, optaron por la huida, pero el príncipe había dispuesto que todo morisco que intentara huir pasaría a ser esclavo del soldado que le detuviese, por lo que la falta de cualquier hombre, mujer o niño daba paso a una ávida cacería por parte de los cristianos, quienes después herraban al fuego a sus nuevos esclavos, en la frente o en los carrillos, mientras los aullidos de dolor corrían por las filas de deportados. Ningún morisco alcanzó la libertad.

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