Authors: Ildefonso Falcones
¿Acaso eran necios aquellos cristianos? Entonces le habló de la
fatwa
dictada por el muftí de Orán cuando se produjo la conversión forzosa de los musulmanes españoles:
—Y si os forzaran a beber el vino, pues bebedlo, no con voluntad de hacer vicio de él —recitó tras explicarle el sentido del dictamen de aquel jurisconsulto a sus hermanos de al-Andalus, al que todos los moriscos se habían aferrado—, y si os forzaran sobre comer el puerco, comedlo denegantes a él y certificantes de ser vedado. Eso significa que si te obligan por la fuerza —trató de convencerle al poner fin a la
fatwa—
, en realidad no estás renegando… siempre que cumplas con tu Dios.
—Reconoces tu herejía —insistió Gonzalico.
Con un suspiro, Hernando desvió su atención hacia la Vieja, siempre cerca de él. La mula dormitaba en pie.
—Te matarán —sentenció al cabo de un rato.
—Moriré por Cristo —exclamó el niño con un estremecimiento que ni la oscuridad ni la manta pudieron ocultar.
Ambos guardaron silencio. Hernando escuchaba el llanto sofocado de Gonzalico, acurrucado en la manta. «Moriré por Cristo.» ¡No era más que un niño! Buscó otra manta con la que taparlo y aun sabiéndolo despierto, se acercó a su lado.
—Gracias —sorbió Gonzalico.
¿Gracias?, se repetía sorprendido en el momento en que por entre las mantas, notó cómo el niño buscaba su mano y se aferraba a ella. Le permitió hacerlo y los sollozos fueron disminuyendo hasta llegar a convertirse en una respiración acompasada. Durante lo que restaba de la noche permaneció junto al niño mientras dormía, sin atreverse a soltarse de su mano por no despertarle.
Habían despertado antes de que llegara el monfí del Seniz. Gonzalico le sonrió. Hernando observó su sonrisa infantil y trató de responderle de igual forma, pero su intento se quedó en una mueca. ¿Cómo podía sonreír Gonzalico? «Sólo es un niño inocente», se dijo. La noche, la discusión, el peligro, los varios dioses, todo había quedado atrás, y ahora respondía como el niño que era. ¿Acaso no era un nuevo día? ¿Acaso no volvía a brillar el sol como siempre? Hernando no se había atrevido a insistir en la apostasía y, esta vez sí, le había sonreído abiertamente.
No tenían nada que comer.
—Ya comeremos después —aceptó Gonzalico con voz aniñada.
¡Después! Hernando se obligó a asentir.
Ninguno de los cristianos cautivos había apostatado. «Moriré por Cristo.» El compromiso tornó al recuerdo de Hernando, ya en el centro de Cuxurio, al ver cómo el monfí lanzaba al niño contra el numeroso grupo de cristianos que se apiñaban, todos desnudos, junto a la iglesia. Los «yu-yús» de las moriscas se entremezclaban con los llantos de las cristianas, obligadas a contemplar a sus padres, maridos, hermanos o hijos, desde una cierta distancia. Si alguna bajaba la vista o cerraba los ojos, era inmediatamente apaleada hasta que volvía a clavarlos en los hombres. Allí estaban todos los cristianos de Alcútar, Narila y Cuxurio de Bérchules; más de ochenta hombres y niños de diez años para arriba. El Seniz y el Partal gritaban y gesticulaban frente al alfaquí que había permanecido con los cristianos durante esa noche. El Seniz fue el primero: sin mediar palabra se dirigió hacia los cristianos. En pie ante ellos, encendió una mecha de su viejo arcabuz con incrustaciones doradas y la fijó en el serpentín.
El silencio se hizo en el pueblo; las miradas estaban fijas en aquella trenza de lino empapada en salitre que chisporroteaba lentamente.
El Seniz apoyó la culata del arma en el suelo, introdujo la pólvora en el cañón; metió un taco de trapo para atacar el conjunto a golpes de baqueta. El monfí no miraba más que a su arcabuz. Luego introdujo una pelota de plomo y volvió a atacar el cañón con la baqueta. Entonces alzó el arma y apuntó.
Un alarido surgió del grupo de cristianas. Una mujer cayó de rodillas, con los dedos de las manos entrelazados, suplicantes, y un morisco le tiró del cabello hasta obligarla a levantar la vista. El Seniz ni siquiera giró el rostro y cebó con pólvora fina la cazoleta. Luego, sin más preámbulo, disparó al pecho de un cristiano.
—¡Alá es grande! —gritó. El eco del disparo aún retumbaba en el aire—. ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!
Monfíes, gandules y hombres llanos se abalanzaron sobre los cristianos con arcabuces, lanzas, espadas, dagas o simples aperos de labranza. El griterío volvió a ensordecer Cuxurio. Las cristianas, retenidas por las moriscas y un grupo de gandules, fueron obligadas a presenciar la matanza. Desnudos, rodeados por una turba enloquecida, sus hombres nada podían hacer para defenderse. Algunos se arrodillaron santiguándose, otros trataron de proteger a sus hijos entre sus brazos. Hernando contemplaba la escena junto al grupo de las cristianas. Una enorme morisca puso en su mano una daga y le empujó para que se sumase a la carnicería. La hoja del arma destelló en su palma y la mujer volvió a empujarle. Hernando se adelantó hacia los cristianos. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a matar a alguien? A medio camino, Isabel, la hermana de Gonzalico, escapó del grupo, corrió hacia él y le agarró de la mano.
—Sálvalo —suplicó.
¿Salvarlo? ¡Tenía que ir a matarlo! La enorme morisca estaba pendiente de él y…
Agarró a Isabel de un brazo, se colocó a su espalda y amenazándola con la daga en el cuello, la obligó a presenciar la matanza igual que otros hombres hacían con el resto de las mujeres. La morisca pareció satisfecha con eso.
—Sálvalo —escuchó que le repetía Isabel entre sollozos, sin hacer nada por escapar.
Sus ruegos le laceraban el pecho.
La obligó a mirar y, por encima de ella, él también lo hizo: Ubaid se dirigía a Gonzalico. Por un instante, el arriero se volvió hacia donde se encontraban Hernando e Isabel para después agarrar del cabello al niño y torcerle la cabeza hasta que éste le presentó la garganta. La criatura no se opuso. Lo degolló de un solo tajo, acallando la oración que surgía de sus labios. Isabel detuvo sus súplicas y su respiración, igual que Hernando. Ubaid dejó caer el cadáver hacia delante y se arrodilló para hincarle la daga en la espalda y rebuscar en su interior hasta alcanzar el corazón. Extrajo el corazón sanguinolento de Gonzalico y lo alzó con un aullido triunfal. Luego se dirigió hacia donde estaban ellos y lo arrojó a sus pies.
Hernando ya no ejercía fuerza alguna sobre la niña y sin embargo ésta permanecía pegada a él. Ninguno de los dos bajó la vista al corazón. La matanza continuaba, y Ubaid volvió a sumarse a ella: al beneficiado Montoya le vaciaron un ojo con un puñal antes de ensañarse con él a cuchilladas; a otros dos sacerdotes los martirizaron disparándoles una saeta tras otra hasta que en sus cuerpos ya no cupieron más flechas; otros fueron lentamente descuartizados antes de morir. Un hombre se ensañaba con una azada en lo que ya no era más que una masa sanguinolenta irreconocible, pero él seguía golpeando y golpeando. Un morisco se acercó al grupo de cristianas con una cabeza clavada en una pica y bailó acercándola a sus rostros. Al fin, los gritos fueron tornándose en cánticos que festejaban el salvaje fin de los cristianos. «Moriré por Cristo.» Hernando fijó la mirada en el cadáver destrozado de Gonzalico: su cuerpo era uno más de los que se amontonaban junto a la iglesia en un inmenso charco de sangre. Con gran esfuerzo, el joven reprimió las lágrimas. Algunos monfíes andaban por encima de los cadáveres en busca de moribundos a quienes rematar; la mayoría reía y charlaba. Alguien hizo sonar una dulzaina, y hombres y mujeres empezaron a danzar. Nadie vigilaba ya a las cristianas sometidas. La misma enorme morisca que le había entregado la daga, le arrebató a Isabel y la empujó con el resto. Luego le exigió que le devolviera el arma.
Hernando continuó con la daga en la mano, sus ojos azules parecían incapaces de desviarse del montón de cadáveres.
—Dame la daga —le apremió la mujer.
El muchacho no se movió.
La mujer le zarandeó.
—¡La daga! —Hernando se la entregó maquinalmente—. ¿Cómo te llamas?
La mujer sólo obtuvo un balbuceo por contestación y volvió a zarandearlo.
—¿Cómo te llamas?
—Hamid —contestó Hernando, volviendo en sí—. Ibn Hamid.
El mismo día de la matanza de Cuxurio de Bérchules, el Seniz, el Partal y sus monfíes recibieron órdenes de Farax, el tintorero del Albaicín de Granada y cabecilla de la revuelta, de acudir con el botín y las cautivas cristianas al castillo de Juviles. El día de Navidad, en Béznar, un pueblo situado en la entrada occidental de las Alpujarras, los moriscos proclamaron rey de Granada y de Córdoba a don Fernando de Válor.
El nuevo rey descendía, al igual que Hamid, de la nobleza musulmana granadina; si bien, y a diferencia del afalquí de Juviles, sostenía que su linaje entroncaba con los califas cordobeses de la dinastía de los Omeyas. Su familia, al contrario que la de Hamid, se había integrado con los cristianos tras la toma de Granada. Su padre alcanzó el grado de caballero veinticuatro de la ciudad —formando parte del grupo de nobles que dominaban y regían el cabildo—, pero fue condenado a galeras por un crimen. La veinticuatría la heredó su hijo, que también fue encausado por asesinar a quien denunció a su padre, así como a varios testigos del crimen. Entonces, don Fernando de Válor vendió su veinticuatría a otro morisco que había salido como fiador suyo en el proceso criminal; pero éste, que no confiaba demasiado en la palabra de don Fernando y temía perder la fianza, lo arregló para que en el momento del pago por la compra del cargo las autoridades embargasen también el dinero del precio de la compra. El 24 de diciembre de 1568, informado de la revuelta que agitaba las Alpujarras, don Fernando de Válor y de Córdoba se fugó de Granada sin veinticuatría y sin dineros, con una amante y un esclavo negro por toda compañía, para unirse a quienes, según él, constituían su verdadero pueblo.
El rey de Granada y de Córdoba tenía veintidós años y una piel morena verdinegra; era un hombre cejijunto y de grandes ojos negros. Gentil y distinguido, contaba con el aprecio y respeto de todos los moriscos, tanto por su cargo en Granada como por la sangre real que acreditaba. Con el apoyo de su familia, los Valorís, fue nombrado rey en Béznar, bajo un olivo y en presencia de multitud de moriscos, a pesar de la violenta oposición de Farax, que reclamaba la corona para él y a quien acalló nombrándole alguacil mayor. Al final, el tintorero besó la tierra que pisaba el nuevo rey después de que éste, vestido de púrpura, rezara sobre cuatro banderas extendidas a los cuatro puntos cardinales y jurara morir en su reino y en la ley y fe de Mahoma. Don Fernando fue investido rey con una corona de plata robada a la imagen de una Virgen y recibió el nombre de Muhammad ibn Umayya, que los cristianos transformaron en Aben Humeya, entre los vítores de todos los presentes.
La primera disposición adoptada por Aben Humeya fue la de enviar a Farax a recorrer las Alpujarras al mando de un ejército compuesto por trescientos curtidos monfíes, para recoger todo el botín capturado a fin de trocarlo a los berberiscos por armas, razón por la cual Hernando volvía a arrear su recua de mulas cargadas, desde Cuxurio al castillo de Juviles. Sus relaciones con Ubaid se habían vuelto más tensas: Hernando no conseguía borrar de su memoria el semblante salvaje que le había mostrado el arriero, y no dejaba de dar vueltas a sus comentarios sobre la posible pérdida accidental de parte del botín.
—Tengo que vigilar a la Vieja. Siempre se retrasa —le dijo a Ubaid para cerrar la marcha. Prefería no tenerlo a sus espaldas.
—Una mula vieja come igual que una joven —le espetó éste—. Mátala. —Hernando no contestó—. ¿Acaso quieres que también lo haga yo? —añadió el arriero al tiempo que llevaba la mano a la daga que le colgaba del cinto.
—Esta mula conoce los caminos de las Alpujarras mejor que tú —se le escapó al muchacho.
Ambos se miraron; los ojos de Ubaid rezumaban odio. Entre dientes, el arriero de Narila murmuraba algo cuando un grito de Brahim le hizo volver la cabeza. El grupo de cautivas cristianas se marchaba ya, y las mulas todavía no se movían tras las mujeres. Ubaid frunció el entrecejo, contestó con otro grito a Brahim y se sumó a la comitiva, no sin antes atravesar con la mirada a Hernando.
Fue en ese momento cuando Ubaid decidió que debía deshacerse de aquel muchacho: representaba a Brahim, el arriero de Juviles con el que había tenido mil problemas en los caminos de las Alpujarras… como con la mayoría de los otros arrieros. El oro y las riquezas que transportaban en las recuas había excitado la ambición del de Narila. ¿Quién iba a enterarse si faltaba algo? Nadie llevaba el control de lo que cargaban en los animales. Sí, la lucha de su pueblo era importante, pero algún día terminaría y entonces… ¿seguiría siendo un vulgar arriero obligado a recorrer las sierras nevadas para ganar una miseria? Ubaid no estaba dispuesto a ello. En nada peligraría la victoria de los suyos porque su tesoro se viera algo mermado. Había intentado recabar la ayuda de Hernando, ganarse su amistad apelando a las malas relaciones que ambos tenían con Brahim, pero aquel necio no le había seguido el juego. ¡Bien! ¡Peor para él! Ése era el momento, en los inicios del levantamiento, con la gente desorganizada. Después… después quién sabía cuántos arrieros se sumarían o qué disposiciones adoptaría el nuevo rey. Además, le constaba que nadie, ni siquiera su padrastro, iba a echar mucho de menos a ese muchacho al que trataban de nazareno.
Ubaid conocía bien aquella ruta. Eligió el recodo de un estrecho y sinuoso camino que discurría por la pared de una de las sierras. Los salientes de cada revuelta del camino impedían ver a quienes iban por delante o por detrás a más allá de unos pocos pasos de distancia; nadie podía volver atrás dada la estrechez de la cortada; nadie podía sorprenderle. Las mulas cerraban la marcha y por detrás de ellas, tras la Vieja, iba Hernando. Sería sencillo: se apostaría tras el recodo, cortaría el cuello del muchacho en cuanto éste pasase, lo montaría en una mula bien cargada, y escondería cadáver y animal en una cueva de aquel mismo tramo, sin detener la marcha siquiera. Todos pensarían que Hernando había huido con parte del botín. La culpa sería de Brahim por haber confiado en un nazareno bastardo; él sólo tendría que regresar por la noche y esconder bien su parte del botín hasta que llegase el final de la guerra.
Así lo hizo. Arreó a sus animales para que continuasen la marcha, cosa que hicieron acostumbrados como estaban a aquellos caminos. Empuñó su cuchillo y lo alzó cuando las primeras mulas de la recua de Hernando doblaron el recodo. Las fue contando; eran doce. Las mulas le rozaban y Ubaid las azuzaba en silencio con la mano libre para que continuaran. La undécima superó el recodo y Ubaid se irguió en tensión; el muchacho tenía que ser el siguiente, después de que pasara el último animal.