Authors: Ildefonso Falcones
»Acordaos siempre de dónde está esperándonos y, si no es en vida vuestra, transmitid este mensaje a vuestros hijos para que ellos lo hagan con los suyos. Nunca desfallezcáis en la lucha por el único Dios. ¡Juradlo por Alá!
—Lo juro —contestó Amin con seriedad.
—Lo juro —le imitó Muqla.
Durante el camino de vuelta a Viñas, Hernando pensó en lo que acababa de hacer jurar a sus hijos. Había trabajado para acercar a las dos religiones, para lograr que los cristianos aceptasen su presencia, para que les permitiesen hablar en árabe…, y sin embargo había atizado a sus hijos contra ellos, en busca ¿de qué? Estaba confundido. Con las imágenes de miles de moriscos sometidos, amontonados y tratados como animales en el Arenal de Sevilla, recordó el día en que Hamid le entregó el alfanje; entonces luchaban por su supervivencia, dispuestos a dar la vida por sus leyes y sus costumbres. ¡Qué diferencia con esta humillante expulsión de España! Sólo quedaban ellos y probablemente algunos moriscos más escondidos en los campos y las ciudades. ¿Dónde estaba el entendimiento por el que había apostado? En la noche, andando hacia las sierras, pasó los brazos por encima de los hombros de sus hijos y los atrajo hacia sí. Ellos mantendrían encendida la llama de la esperanza para un pueblo maltratado; un débil fuego, ciertamente, pero ¿no empezaban los grandes incendios por la más nimia de las chispas?
Miguel volvió a las Alpujarras al cabo de casi veinte días, montado en una nueva mula y acompañado por don Pedro de Granada Venegas, a caballo, solo, sin la compañía de criado alguno. Podían refugiarse, les ofreció el noble, en las tierras que señoreaba en Campotéjar, en el límite del reino de Granada y el Santo Reino de Jaén, pero debían hacerlo como cristianos trasladados desde la capital granadina. Don Pedro consiguió que le falsificaran documentos que los acreditaban como vecinos de la ciudad, supuestamente cristianos viejos. Hernando se llamaba ahora Santiago Pastor; Rafaela, Consolación Almenar. Nadie se extrañaría de su traslado. La expulsión de los moriscos había dejado los campos vacíos, sin manos que los trabajaran, principalmente los del reino de Valencia, pero también los de otros lugares, y el señorío de los Granada Venegas no era una excepción. También le entregó dos cartas: una dirigida al criado que se ocupaba de los asuntos de su señorío y otra de presentación para el párroco de Campotéjar, amigo suyo, en la que encomiaba la religiosidad de quienes presentaba como sus más leales servidores y a los que garantizaba como personas temerosas de Dios. Miguel aparecía en los papeles como un familiar más. Si no cometían errores, nadie les molestaría, les aseguró don Pedro.
—¿Qué se sabe de los plúmbeos? —le preguntó Hernando en un aparte, antes de que el noble montase en su caballo para volver a la ciudad.
—El arzobispo continúa reteniendo los libros e interviniendo personalmente en su traducción. No permite la más mínima referencia a doctrinas musulmanas. Se está construyendo una colegiata en el Sacromonte en la que se veneran las reliquias, y un colegio para impartir estudios religiosos y de derecho. Hemos fracasado.
—Quizá algún día… —dijo Hernando, con la voz teñida de esperanza.
Don Pedro lo miró y negó con la cabeza.
—Aunque lo consiguiéramos, aunque el sultán o cualquier otro rey árabe diera a conocer el evangelio de Bernabé, ya no quedan musulmanes en España. Carecería de importancia.
Hernando fue a replicar, pero se contuvo. ¿Acaso don Pedro no otorgaba importancia al hecho de que saliera a la luz la verdad, con independencia de los moriscos españoles? Los nobles conversos habían logrado salvarse de la expulsión. Don Pedro había encontrado sus raíces cristianas a través de la aparición de Jesucristo que alguien había contado en un libro para su mayor grandeza. Los ayudaba, sí, pero ¿seguía creyendo en el único Dios?
—Os deseo una larga vida —añadió el noble al tiempo que echaba un pie al estribo de la montura—. Si tenéis algún problema, hacédmelo saber.
Luego partió al galope.
Hanse quedado muchos, particularmente donde hay bandos y son favorecidos…
El conde de Salazar al duque
de Lerma, septiembre de 1612
Campotéjar, 1612
Habían transcurrido cerca de dos años desde aquella conversación y, efectivamente, no habían tenido ningún problema para establecerse en una apartada alquería del señorío de los Granada Venegas, bajo la protección de don Pedro, como antiguos criados suyos. Su forma de vida cambió. Hernando ya no poseía libros en los que refugiarse, ni siquiera papel o tinta con la que escribir. Tampoco caballos. El escaso dinero del que disponían no lo podía destinar a tales menesteres pero, de haberlo tenido, tampoco hubiera podido dedicarse a la caligrafía; la convivencia entre las familias que habitaban aquel lugar perdido en los campos era tan íntima y cerrada que sus vecinos se habrían dado cuenta y habrían desconfiado. Las puertas de las casas estaban permanentemente abiertas y las mujeres rezaban rosarios en un constante murmullo que llegó a convertirse en una cantinela propia del lugar. En alguna ocasión, no obstante, solos en los campos, con alguna ramita en la mano, casi inconscientemente, trazaba letras árabes sobre la tierra, que Rafaela o sus hijos borraban rápidamente con los pies. Sólo Muqla, que cada vez más tenía que atender al nombre de Lázaro, ya con siete años, fijaba sus ojos azules en aquellos grafismos, como tratando de retenerlos. Era al único de sus hijos al que Hernando continuaba enseñando la doctrina musulmana, siempre con el recuerdo del Corán que había escondido en el
mihrab
de la mezquita de Córdoba para que algún día él lo recuperase.
Salvo la excepción que hacía con Muqla, evitaba hablar de religión; ni siquiera enseñaba a los demás niños por miedo a que los descubriesen. Las gentes estaban revueltas y las denuncias contra los moriscos que habían logrado burlar la expulsión y esconderse eran constantes. Muerte, esclavitud, galeras o trabajo en las minas de Almadén, tales eran las penas que se imponían a los moriscos capturados. ¡No podía arriesgar la vida de sus hijos! Pero Muqla era diferente. Mostraba el mismo color de sus ojos, el legado del cristiano que violentó a su madre, el símbolo de la misma injusticia que impelió a los alpujarreños a alzarse en armas.
Hernando resopló, apoyó la larga vara en el suelo y se detuvo. Inconscientemente, fue a llevarse una mano a sus doloridos riñones, pero se dio cuenta a tiempo de que Rafaela le observaba y se reprimió.
—Descansa un rato —le aconsejó su esposa por enésima vez, sin dejar de doblar la espalda para recoger las aceitunas del suelo e introducirlas en un gran cesto.
Hernando apretó los labios y negó con la cabeza, pero se permitió observar a sus hijos durante unos instantes: Amin, que para el pueblo volvía a ser Juan, saltaba de una rama a otra del olivo. Reptaba por los troncos torcidos de los árboles para alcanzar aquellas aceitunas que se resistían a los golpes de la vara, igual que de niño hacía él con el viejo olivo que resistía al frío en uno de los bancales de Juviles; los otros cuatro ayudaban a su madre recogiendo la aceituna ya madura caída, o la que caía como resultado del vareo. Su hijo mayor tenía ya quince años y manejaba el largo palo con habilidad, pero si era Amin quien vareaba el árbol para que se desprendieran las aceitunas tardías, ¿qué le quedaba a él? No podía subirse al árbol con casi sesenta años.
Volvió a alzar la vara para golpear las ramas del olivo. Rafaela lo vio y negó con la cabeza.
—¡Terco! —gritó.
Hernando sonrió para sí tras dar un nuevo golpe. ¡Lo era! Pero debían recoger la aceituna. Igual que a muchas otras familias de aquellas tierras, les esperaban decenas de árboles alineados en lo que se les presentaba como una extensión interminable, y cuanto antes se llevase la aceituna a la almazara, mejor aceite se obtendría y mayores jornales ganarían ellos.
Al atardecer, agotados, se dirigieron a su hogar, un ruinoso y minúsculo edificio de dos plantas, que junto a otros cinco igual de destartalados, componían la pequeña alquería alejada del pueblo de Campotéjar.
Allí vivían desde que se habían trasladado, y trabajaban los campos por míseros jornales que les daban para alimentar a sus cinco hijos a duras penas. A menudo pasaban hambre, como todos los que se dedicaban a la tierra, pero estaban juntos, y eso les daba fuerzas.
Los domingos y fiestas de guardar acudían a misa en Campotéjar, donde se mostraban más piadosos que cualquiera de los vecinos. Desde 1610, el arzobispo de Castro, exacerbado defensor de los plomos del Sacromonte, había dejado la sede granadina para ocupar la hispalense. Desde Sevilla, a costa de su enorme patrimonio personal, continuaba con su labor de traducción de láminas y plomos y con la construcción de la colegiata sobre las cuevas, pero también se convirtió en el mayor impulsor del concepcionismo, haciendo de la pureza de la Virgen María la bandera de su episcopado. Las doctrinas acerca de la Inmaculada Concepción se transmitieron por toda España llegando a los rincones más recónditos y a las parroquias más pequeñas, como la de Campotéjar. Hernando y Rafaela escuchaban las apasionadas homilías sobre María, la misma Maryam a la que el Profeta había señalado como la mujer más importante en los cielos y a la que el Corán y la Suna reconocían idénticas virtudes que las que ahora se ensalzaban en las iglesias cristianas. Hernando y Rafaela, cada cual desde su propia fe, se unían alrededor de ella, él con respeto, ella con devoción.
A menudo, en aquellas ocasiones, se buscaban con la mirada, hombres y mujeres separados en el interior de la iglesia, y cuando lograban encontrarse se hablaban en silencio. La Virgen María se alzaba como el punto de unión en sus respectivas creencias, tal y como sugerían aquellos plomos que tan pobres resultados habían dado. ¿Cómo, si no fue por su intercesión —había llegado a comentar ella en la intimidad de las noches—, podían haber escapado un morisco y una cristiana de Sevilla? ¿Cómo, si no era gracias a la intercesión de María ante Dios, podía Él permitir la felicidad de un matrimonio entre un seguidor del Profeta y una devota cristiana?
Porque en esos días de asueto en el pueblo, cuando Hernando veía algún caballo, por rucio que pudiera ser, Rafaela se estremecía al comprobar que entornaba los párpados con nostalgia. Entonces la mujer se preguntaba si habría hecho bien en tomar la decisión de huir con él, si no le habría condenado a una vida estéril y simple, alejada de sus estudios y proyectos, aburrida y miserable.
Sin embargo, indefectiblemente, en aquellos días de fiesta obligada, su esposo le demostraba que no había errado en su decisión. Jugaba con los pequeños Musa y Salma, los abrazaba y los besaba con ternura. A escondidas, en el campo, trataba de enseñarles los números y la aritmética y todo cuanto se podía sin papel o tablillas. Pero ellos se cansaban pronto de unas lecciones que de nada podían servirles y le exigían sentarse para escuchar alguna historia de boca de Miguel. Luego, por la noche, en casa, los dos esposos charlaban de sus hijos, del futuro de Amin y Laila, que ya eran casi adultos, de los campos, de la vida y de mil cosas más, antes de entrar en el pequeño cuarto que compartían donde, con ternura y cariño, hacían el amor.
En una de las jornadas de duro trabajo se levantaron al alba para continuar con la recogida de la aceituna. Hernando tuvo que zarandear a sus hijos, que dormían juntos y encogidos en uno de los jergones, para que despertasen. Después de un desayuno frugal, partieron al campo, en brumas, a la espera de que el calor del sol las levantase. Trabajaron en silencio. Rafaela estaba preocupada: a pesar de sus deseos, su cuerpo le indicaba que había vuelto a quedar encinta. ¿Cómo iba a traer a otro hijo a aquel mundo de pobreza y sufrimiento?
A media mañana hicieron un alto para almorzar. Fue entonces cuando Román, un anciano impedido que siempre quedaba en la alquería, apareció en la distancia, andando lentamente con la ayuda de su tosco bastón. Desde allí, con él, señaló a Hernando y su familia a dos caballeros que le seguían.
—Don Pedro —anunció Miguel, sorprendido, con la mirada puesta en los caballeros.
—¿Quién le acompaña? —preguntó Rafaela con la inquietud en el rostro.
—Tranquilízate, don Pedro no nos jugaría una mala pasada —dijo su esposo, pero en su voz había una nota de temor.
Los dos caballeros se dirigían hacia ellos a medio galope.
Hernando se levantó y, por si acaso, se adelantó unos pasos para recibirlos. La sonrisa que vislumbró en los labios del noble le tranquilizó; entonces hizo un gesto a Rafaela para que también se acercase.
—Buen día —saludó don Pedro saltando del caballo.
—La paz —contestó Hernando observando al acompañante del noble, de mediana edad, bien vestido aunque no al uso español, de barba cuidadosamente recortada y mirada penetrante—. ¿Vienes a vigilar tus tierras? —Sonrió alargando la mano hacia don Pedro de Granada.
—No —contestó éste aceptando el saludo y apretando con fuerza. La sonrisa con la que había llegado se amplió. Rafaela se arrimó a su esposo mientras Miguel trataba de mantener a los niños alejados—. Traigo buenas noticias.
Don Pedro rebuscó entre sus ropas y extrajo un documento que le entregó con solemnidad.
—¿No lo abres? —inquirió al comprobar que su amigo permanecía con él en la mano.
Hernando miró el documento. Estaba lacrado. Examinó el sello. Se trataba del escudo real. Dudó. Tembló. ¿De qué se trataría?