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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

La meta (2 page)

BOOK: La meta
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—Bien, ¿dónde está Bill Peach? —pregunto.

—En su despacho —dice Dempsey.

—Muy bien. ¿Quiere, por favor, decirle que en un minuto estaré con él?

Dempsey corre hacia las oficinas mientras yo intento hacerme con la situación aclarando las cosas con Martínez —el enlace sindical— y con el operario que es, precisamente, el que ha tenido el problema con Peach. Les digo que sólo hay un malentendido y un cierto nerviosismo mal expresado y les prometo que no habrá despidos ni suspensiones de sueldo ni nada de nada. Aunque más calmados, ni Martínez ni el operario parecen satisfechos del todo y llegan a pedir una disculpa de Peach, pretensión que, naturalmente, yo no acepto. Sé que ninguno de ellos puede declarar una huelga por sí mismo y que todo esto no va a pasar de una protesta del sindicato, que no me preocupa. Como ellos también lo saben, aceptan volver a la fábrica.

—Que vuelvan al trabajo — le digo a Ray.

—De acuerdo, pero… ¿a qué trabajo, al que teníamos preparado o al que quiere Peach?

—Al de Peach.

—Bueno, pero vamos a desperdiciar el tiempo que hemos utilizado para preparar la máquina.

Ray y yo estamos seguros de que los dos sabemos el principio y el final de esta conversación, pero la mantenemos para estar seguros de que lo sabemos. Nos estamos ofreciendo nuestra mutua solidaridad.

—Pues se desperdicia. Ray, no sé cuál es la situación, pero si interviene Bill es porque existe una urgencia especial que no podemos ignorar, ¿no te parece?

—Claro, claro. Sólo quería saber lo que tengo que hacer.

—Sé que te han pillado en medio de todo este lío — le digo, mostrándole una cierta complicidad para que se sienta mejor—, pero ahora vamos a ver si preparamos la máquina y hacemos la parte que falta del pedido.

—Muy bien.

Al dejar a Ray me cruzo con Dempsey, que camina deprisa. Parece querer salir rápidamente de la zona de oficinas para recuperar su «cordura cotidiana» volviendo a su zona de trabajo. Me hace un gesto negativo con la cabeza y esboza un «buena suerte» que apenas puedo leer en la comisura de sus labios.

Tengo unos segundos para prepararme psicológicamente antes de ver a Peach. Sé que me está esperando y que hará gala de toda la provocación de la que sea capaz. Y no puedo estar más en lo cierto. El numerito de aparcar el Mercedes en mi sitio lo repite ahora avasallando mi mesa y mi sillón, que ha tomado como propios, dejando las puertas del despacho bien abiertas para que todos vean quién es en realidad el que manda en la fábrica. Bill es un hombre rechoncho, de tórax prominente, pelo espeso, de color gris acero y ojos del mismo tono. «Te estás jugando el cuello», parece decirme con la mirada, mientras yo, sin darme por enterado, dejo tranquilamente el portafolios.

—Muy bien, Bill, ¿qué sucede?

—Siéntate. Tenemos que hablar.

—Me gustaría, pero estás en mi sitio. Justamente esto es lo que no debería haber dicho.

—¿Quieres saber por qué estoy aquí? Para salvar tu cabeza.

—Pues a juzgar por la bienvenida que acabo de tener, yo diría que estás aquí para destrozar los nervios de mis empleados.

Me mira intensamente.

—Si eres incapaz de hacer que las cosas funcionen aquí, no tendrás que ocuparte más de tus empleados, porque no tendrás empleados que dirigir, ni fábrica que llevar. De hecho, es posible que no tengas que ocuparte ni siquiera de tu trabajo, Rogo.

—Oye, espera…, no te acalores. Vamos a hablar con tranquilidad, ¿qué problema hay con ese pedido?

Primero me cuenta que ayer, a eso de las diez de la noche, el bueno de Bucky Burnside, presidente de la compañía que es nuestra mejor cliente, le llamó a casa y le echó una bronca espectacular. Según parece, Bucky había apadrinado el pedido 41427, imponiéndose sobre los que querían dárselo a nuestra competencia, y ayer mismo se enteró de que llevaba siete semanas de retraso. Por si fuera poco, había tenido que aguantar, además, una cena de negocios con algunos clientes que le reprocharon no poder cumplir sus compromisos por culpa de no haber recibido el 41427; es decir, por nuestra culpa. En resumidas cuentas, Bucky estaba furioso. Peach consiguió calmarle prometiéndole ocuparse personalmente del pedido y asegurándole que estaría servido al día siguiente sin falta, aunque tuviera que remover el cielo y la tierra.

Intento decirle a Bill que, efectivamente, nos hemos equivocado al traspapelar ese pedido, pero eso no le da derecho a poner la fábrica patas arriba. Soslaya el tema para preguntarme dónde me encontraba anoche cuando intentó hablar conmigo. Yo no puedo responderle. No puedo explicarle ahora que no contesté al teléfono las dos primeras veces porque en esos momentos discutía con mi mujer que, una vez más, protestaba de que se sentía poco atendida. Y que la tercera vez tampoco pude contestar porque nos estábamos reconciliando. De modo que decido mentirle diciendo que llegué tarde a casa. No insiste. Ahora se centra en saber cómo he llegado a perder el control de la fábrica. Dice que está cansado y harto de escuchar quejas sobre continuos retrasos en los pedidos y no entiende qué es lo que sucede. Me siento atrapado. Rápidamente reacciono y lanzo un reproche, mientras ordeno y preparo mi retaguardia:

—Una cosa sí sé — le digo— y es que tenemos suerte cuando acabamos algo a tiempo, después de la segunda tanda de despidos que nos impusiste hace seis meses y del veinte por ciento de reducción de jornada.

—Al —me dice con voz tranquila y ensayada—, sácame la producción adelante, ¿me entiendes?

—Entonces, ¡dame la gente que necesito!

—Tienes suficiente. ¡Por Dios, fíjate en tus rendimientos! Te queda margen para aumentarlos. No me vengas pidiendo más gente hasta que no me demuestres que sabes utilizar eficazmente la que tienes.

Estoy a punto de decir algo, cuando Peach me señala con un gesto que me calle. Se levanta, cierra la puerta y me dice:

—Siéntate.

He estado de pie todo el tiempo. Me siento en una silla enfrente de la mesa, como un visitante en mi propio despacho. Peach vuelve a sentarse tras el escritorio.

Mira, Al, es una pérdida de tiempo que discutamos sobre este tema. Todo está muy claro en el último informe sobre producción.

—De acuerdo, tienes razón, la cuestión es tener listo el pedido de Burnside.

Peach estalla.

—¡Maldita sea! La cuestión no es el pedido de Burnside. Esto es solo un síntoma de lo que pasa aquí. ¿Piensas que he venido para acelerar un pedido retrasado? ¿Crees que no tengo nada más que hacer? He venido para ver si reaccionas, para ver si reaccionáis todos en esta planta. El problema no está en los pedidos, sino en que tu fábrica está perdiendo dinero.

Sabiéndose dominador de la situación, se detiene un momento y espera que sus palabras penetren profundamente en mí. De repente, rompe la calma golpeando con un puño sobre la mesa y señalándome con el dedo:

—Si no eres capaz de sacar los pedidos adelante, entonces tendré que enseñarte yo. Y si no aprendes, entonces ni tú ni esta fábrica me sois necesarios.

—Oye, Bill, aguarda un momento.

—¡Maldita sea! — ruge—, no tengo ni un solo minuto para escuchar excusas. Y tampoco necesito una explicación. Lo que quiero son resultados, pedidos servidos y ganancias.

—Ya lo sé, Bill.

—Entonces puede que ya sepas que esta división está teniendo las mayores pérdidas de su historia. Estamos cayendo en un agujero del que tal vez no podamos salir, y tu fábrica es la piedra que tira de nosotros hacia abajo.

Me siento agotado y le pregunto cansadamente:

—Muy bien, ¿qué quieres de mí? Llevo aquí seis meses. Tengo que admitir que en todo este tiempo las cosas han ido a peor y no mejoran. Pero hago todo lo que puedo.

—Al, tienes tres meses para cambiar la situación.

—Y ¿suponiendo que no consiga nada en ese tiempo?

—En ese caso recomendaré al comité de dirección que cierre la fábrica.

Me quedo sin habla. La situación es mucho peor de lo que me había imaginado, si bien es cierto que tampoco puedo calificarla de sorprendente. Miro distraídamente por la ventana. El aparcamiento se va llenando con los coches del primer turno.

Peach se ha incorporado y viene a sentarse a mi lado, dejando libre mi sitio. Se inclina suavemente, conciliadoramente, hacia mí e inicia una charla tranquilizadora, con palabras de ánimo.

—Al, sé que la situación en la que recibiste todo esto no fue, precisamente, la más boyante. Y quiero decirte que si te elegí para el puesto fue porque pensé que eras la persona adecuada, el hombre capaz de transformar las pérdidas de esta fábrica en…, bueno, al menos en una pequeña ganancia. Y aún lo creo. Pero si quieres subir en esta compañía tienes que presentar resultados.

—Necesito tiempo, Bill.

—Lo siento. Tienes tres meses. Menos, incluso, si las cosas se ponen todavía más feas.

No sé qué decir ni qué hacer. Bill mira su reloj y se levanta mecánicamente, dando por finalizada la conversación.

—Si salgo ahora — dice de forma natural— sólo perderé la primera reunión.

Me levanto, siguiéndole con la mirada. Con la mano en el picaporte, dice:

—Ahora que te he ayudado a despabilar a alguno de los borricos que tienes por empleados, confío en que no tengas problemas para cumplir el pedido de Bucky hoy mismo, ¿no?

—Lo haremos, Bill.

—Estupendo — y se marcha con un guiño.

Paso un rato, no sabría decir cuánto tiempo, en la ventana. Veo cómo Bill se sube en el Mercedes y atraviesa la verja. Tres meses, tres meses, tres meses… Eso es todo lo que mi cabeza piensa, perdiendo el control del tiempo. De pronto, me descubro sentado en mi sillón, con el vacío como horizonte. Me sobresalto y eso me hace reaccionar. Decido que es mejor que vaya a ver qué ocurre en la fábrica. Antes de salir cojo el casco y las gafas de protección. Distraídamente, le digo a mi secretaria:

—Fran, voy a estar un rato en la planta.

Ella levanta la vista de la máquina de escribir y, ajena a mis problemas, sonríe.

—Por cierto, ¿qué hacía el coche del señor Peach en su aparcamiento?

—Sí, era el de Peach — contesto distraídamente.

—Muy bonito — no ha parado de sonreír—. Por un momento pensé que sería suyo.

Yo también río. Ella se inclina sobre su mesa.

—¿Cuánto podrá costar un coche así?

—Exactamente, no lo sé…, unos treinta mil dólares. Fran aguanta la respiración.

—Me está tomando el pelo… ¿Tanto? No tenía ni idea de que un coche pudiese costar eso. Creo que, por el momento, no voy a cambiar el mío.

Su sonrisa se hace más abierta, más espontánea, y vuelve a la máquina de escribir.

Fran es una mujer perfecta. ¿Qué edad tendrá? Seguramente estará en los cuarenta. Con dos hijos adolescentes a su cargo y un ex marido alcohólico, del que se divorció hace tiempo. Desde entonces, no ha querido saber nada de hombres; bueno, casi nada. Fran me hizo todas esas confidencias al segundo día de estar en la fábrica.

Me cae bien, y me gusta como trabaja. También es cierto que se le paga bien… al menos de momento. A ella también le quedan tres meses de plazo.

Entrar en la fábrica es como llegar a donde ángeles y demonios se hubiesen puesto de acuerdo y el resultado fuese como un encantamiento a medias. Siempre que entro allí tengo la sensación de estar en un lugar mágico, donde lo mundano y lo milagroso se entremezclan. Creo que no a todo el mundo le sucede lo mismo. Para mí una instalación industrial es, en sí misma, un espectáculo fascinante.

Más allá de las puertas dobles que separan la oficina de la fábrica, el mundo se transforma bajo la luz cálida y anaranjada de las luces de diodo que cuelgan del armazón del techo. Hay como una gran pared metálica con filas de anaqueles llenos de cajas que contienen las piezas de todo aquello que fabricamos. Un hombre conduce la grúa que corre, a lo largo de una guía suspendida del techo, por el estrecho pasillo entre dos filas de material almacenado. En el suelo, una inmensa y brillante bobina de acero se va desenrollando lentamente para ser engullida por una enorme máquina cuyos bocados restallan, cada pocos segundos, en el aire denso de la nave.

Máquinas. Al fin y al cabo, la fábrica no es más que una inmensa nave con cientos de metros cuadrados de suelo cubierto de máquinas, perfectamente distribuidas y ordenadas. Las hay naranjas, púrpuras, amarillas, azules. En las más nuevas se pueden ver números de color rubí sobre los indicadores digitales. Los brazos de los robots han sido programados para ejecutar una curiosa danza mecánica.

Más allá, casi ocultos por las máquinas, trabajan los hombres. Levantan la cabeza cuando paso a su lado. Algunos me saludan y yo les devuelvo el saludo. Las mujeres apenas levantan la cabeza del alambre multicolor que manejan afanosamente. Un individuo lleno de mugre y con un amplio mono se ajusta la mascarilla antes de encender el soplete. Una pelirroja rolliza aprieta las teclas de un terminal de ordenador.

Y dominándolo todo, el ruido; un ruido ensordecedor y rítmico compuesto de mil innumerables sonidos; el aleteo de los ventiladores, el zumbido del aire acondicionado, los motores, la sirena que avisa del paso de una grúa aérea, los relés, las alarmas…; el conjunto suena como un suspiro interminable. De vez en cuando, la voz incorpórea de la megafonía se alza, intermitente e incomprensible, como un dios impersonal y metálico.

A pesar del estruendo que produce la fábrica en marcha, llega hasta mí un silbido. Es Bob Donovan, que camina hacia donde estoy yo con la dudosa ligereza que le permiten sus casi 120 kilos repartidos, de manera muy irregular por cierto, a lo largo de sus más de dos metros de estatura.

Bob no es precisamente un individuo agraciado. A lo tosco de su figura, de la que destaca una inmensa barriga lograda a base de jarras de cerveza, hay que añadir la escasa brillantez con la que logra expresarse.

Su cabeza parece, a primera vista, rapada en un cuartel. Salvando estos detalles, que le hacen parecer un tanto desagradable, Bob es una magnífica persona. Lleva nueve años de jefe de producción y es tremendamente servicial y efectivo.

Tardamos un minuto en acortar la distancia que nos separa. Su cara no denota alegría, precisamente.

—Buenos días — dice.

—¿Qué tienen de buenos? ¿No has oído hablar de la visita de esta mañana?

—Aquí no se habla de otra cosa.

—Entonces, ya sabes lo urgente que es enviar el pedido 41427.

BOOK: La meta
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