La meta (4 page)

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Authors: Eliyahu M. Goldratt

Tags: #Descripción empresarial

BOOK: La meta
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Donovan no sale de su asombro. Mira alrededor y me pregunta: ¿Cómo has dado con este sitio?

—Pues mira, en esa barra que ves ahí es donde bebí mi primer trago de cerveza. Creo que fue donde está el tercer taburete de la izquierda, no estoy seguro. De esto hace ya algún tiempo.

—¿Empezaste a beber ya mayorcito o es que eres de por aquí?

—Me crié a dos manzanas de donde estamos ahora. Mi padre tenía una tienda de comestibles cerca. Ahora es mi hermano el que se encarga de llevarla.

—No sabía que fueras de Bearington.

—He tardado quince años en volver, después de un buen número de destinos.

Llegan las cervezas.

—Estas dos corren a cargo de Joe —nos dice Maxine.

La mujer señala a Joe Sednick, que está detrás del mostrador. Donovan y yo le saludamos con la mano. Con el vaso en alto, Donovan brinda:

—Esto por el pedido 41427.

—Por el pedido —respondo, haciendo sonar mi vaso contra el suyo.

Después de un par de tragos, Donovan parece más relajado. Yo no me puedo quitar de la cabeza el suplicio de esta noche.

—¿Sabes? —digo—, ese pedido nos ha costado un riñón. Hemos perdido un buen operario, tenemos una sustanciosa cuenta que abonar por la reparación de la máquina y, además, un montón de horas extras que pagar.

—Más el tiempo que perdimos mientras la NCX-10 estuvo estropeada —añade Donovan—. Pero has de admitir que en cuanto nos pusimos en movimiento la cosa marchó. Ya me gustaría a mí que funcionara así todos los días.

Me echo a reír.

—No gracias. Yo no necesito más días así.

—No, no me refiero a tener a Bill Peach todos los días en la fábrica. Lo que digo es que conseguimos servir el pedido.

—Siempre tendremos que servir pedidos, Bob, pero no en la forma en que lo hicimos hoy.

—Salió de la fábrica, ¿no?

—Desde luego que sí, pero lo que no podemos permitirnos es la forma en que lo hizo.

—Yo me limité a ver qué es lo que hacía falta, puse a todo el mundo a trabajar en ello, y… ¡al infierno con las normas!

—Bob, ¿te imaginas cómo iría nuestra productividad si hiciésemos funcionar la fábrica como lo hemos hecho hoy? No podemos dedicar la fábrica entera a un solo pedido. Las leyes económicas se irían al traste. Los costes se…, bueno, sería peor aún que ahora. No se puede llevar una fábrica a tontas y a locas.

Donovan ha conseguido por fin bajarse de la euforia que le ha producido el hecho de poder terminar el trabajo y dice, finalmente:

—Tal vez me he maleado demasiado cuando trabajaba en expediciones.

—Mira, hoy has trabajado un montón. Lo digo de verdad. Pero tenemos una planificación y unas directrices. Por algo será, digo yo. Date cuenta. Y entérate de otra cosa que no sabes. A pesar de haber embarcado ese pedido, vamos a tener a Bill Peach planeando sobre nuestras cabezas a final de mes si para entonces no hemos mejorado los rendimientos en la fábrica.

Donovan ha cambiado de actitud. Asiente despacio y pregunta:

—Y entonces, ¿qué es lo que vamos a hacer la próxima vez que ocurra esto?

Sonrío.

—Pues, probablemente, lo mismo, ¡maldita sea! Luego me vuelvo hacia Maxine.

—Maxine, sírvenos dos más, por favor. No, un momento, te vamos a ahorrar unos cuantos viajes, que sean cuatro.

Así que ésta ha sido la forma en que hemos superado la crisis de hoy. Lo hemos conseguido, sí, pero por poco. Y ahora que Donovan se ha marchado y el alcohol ha dejado de hacer efecto, no veo muy bien por qué lo estamos celebrando. Al fin y al cabo, lo que hemos hecho es enviar un pedido bastante atrasado.

Lo cierto es que tengo una fábrica que está en la picota. Peach le ha dado tres meses de plazo antes de echar el cierre. Lo cual significa que tengo dos, quizá tres, informes mensuales, para hacerle cambiar de opinión. Si a Peach no le gustan, los presentará ante la dirección de la compañía. Todos en la sala de juntas mirarán a Granby. Granby hará un par de preguntas, repasará las cuentas una vez más y asentirá con la cabeza. La cuestión quedará zanjada de un plumazo y será irrevocable.

Nos dará, eso sí, tiempo para recoger nuestras cosas. Después seiscientas personas irán a engrosar las listas de desempleo, donde se reunirán con otros seiscientos compañeros que ya fueron despedidos en su día.

Y así, la División UniWare abandonará un mercado más en el que no puede competir. Lo que viene a querer decir que el mundo dejará de comprar algunos de los estupendos productos que nosotros no somos capaces de fabricar lo suficientemente baratos, o buenos, o con la rapidez necesaria, o lo que sea, para poder superar a los japoneses, o a la mayoría del resto de la competencia. Pero esto es, al fin y al cabo, lo que nos hace ser una más de las divisiones de la gran familia UniCo, y será también lo que nos haga convertirnos en otra hermosa compañía más de
Quién Sabe Qué Gran Corporación
, cuando los hombres importantes decidan, desde sus despachos, las fusiones que consideren más convenientes. Esto es lo que parece ser el futuro de las empresas, hoy en día.

Pero, ¿qué es lo que nos está pasando? Cada seis meses aparece un equipo de la compañía con un «nuevo proyecto» que parece la panacea universal, con el que nuestros males serán superados sin más. El caso es que alguno de estos proyectos parece hasta bueno, pero pasa el tiempo, vamos tirando y, al final, nos quedamos incluso peor de lo que estamos

Bueno, Rogo, basta de lamentos. Intenta calmarte. Procura pensar racionalmente en todo esto. Ya no queda nadie. Es tarde. Por fin estás solo…, aquí en tu querida oficina, en el trono de tu imperio, sea el que sea. Nadie te interrumpe. El teléfono permanece a tu lado sin sonar ni una sola vez. Intenta analizar la situación. ¿Por qué no podemos sacar los productos con la calidad, plazo, costes y regularidad necesarios para vencer a la competencia?

Hay algo que no funciona. No sé lo que es, pero tiene que tratarse de algo elemental, y, sin embargo, se me escapa.

Dirijo lo que se supone que es una buena fábrica. Qué demonios, es una buena fábrica. Tenemos las mejores máquinas, la tecnología. Estamos automatizados y tan informatizados que nuestros ordenadores pueden hacer solos prácticamente de todo. Bueno, de todo, menos una taza de buen café. Contamos con suficiente gente, gente buena en su trabajo. No nos vendrían mal unos cuantos trabajadores más, pero tampoco nos hace lo que se dice mucha falta. Los sindicatos tampoco son tanto problema; además, también los sufre la competencia. La verdad es que a veces te incordian, pero, en general, me los trabajo bien. El último convenio es aceptable.

Tengo las máquinas, la gente y los materiales que necesito. Sé que ahí fuera hay más mercado, el que me está haciendo falta para avanzar y, es más, sé que mi propio mercado está en peligro. La competencia vende cada día más. ¡Eso es! La maldita competencia. Eso es lo que nos está acabando.

Desde que los japoneses invadieron nuestros mercados, la competencia ha sido salvaje. Hace tres años nos estaban hundiendo con su calidad y su diseño. Les acabamos de igualar en una y otro. Pero es que ahora nos están venciendo en precio y servicio… ¡Ojalá conociera su secreto!

¿Qué puedo hacer para ser más competitivo? He reducido costes. Ningún otro director de esta división los ha reducido como yo. Poco puedo hacer ya en esa dirección. Y, por mucho que diga Peach, mis rendimientos son bastante elevados. Sé que él tiene que soportar fábricas menos eficientes. Pero ni las mejores de ellas tienen la competencia que yo tengo. A lo mejor podría mejorar mis rendimientos de alguna manera, pero…, no sé. Es como fustigar a un caballo que galopa al límite de sus fuerzas.

Lo que sí urge es solucionar los retrasos en el servicio al cliente. De esta fábrica todo sale por la vía de urgencias. El caso es que tenemos un montón de materias primas almacenadas ahí fuera. El material entra en la planta dentro de programa, pero lo cierto es que todo sale con retraso. La verdad es que el caso de esta fábrica no es único. En Norteamérica, cualquier fábrica de nuestro tamaño tiene problemas, y ésta no es de las peores que yo he visto, de hecho, es mejor que muchas. A pesar de eso, perdemos dinero.

¡Si pudiéramos ponernos al día con los atrasos! Pero es que, a veces, parece que hay duendes. Es como si, cuando todo parece que funciona bien, se colaran entre los turnos, cuando nadie los puede ver, y todo se viene abajo. No lo entiendo.

Desde luego, se supone que ocupo este puesto porque soy capaz de desempeñarlo. De no ser así, Peach no me habría elegido a mí. Hace tiempo que dejé de ser un tierno ingeniero, con su flamante MBA y con ínfulas de saberlo todo. Entonces pensaba que trabajando mucho se podía conseguir cualquier cosa. Y lo cierto es que siempre he sido muy trabajador; desde los doce años en que empecé a ayudar a mi padre en la tienda, a la salida del colegio, no he parado. Cuando fui un poco mayor venía a los talleres de esta zona durante las vacaciones de verano.

Para mi hermano las cosas han sido más fáciles; al ser el primogénito se ha quedado con la tienda de mi padre. Pero lo que yo tengo, me lo he conseguido a base de esfuerzo. Y… ¿qué es lo que he logrado a base de tanto sacrificio? Un empleo en una gran compañía. Sí, también he conseguido ser un perfecto extraño para mi mujer y mis hijos… Acepté toda la porquería que la UniCo quiso darme y dije: «¡No es suficiente, dadme más!», y aquí estoy, contento de haberlo hecho. Con treinta y ocho años y director de una fábrica que no vale para nada. ¿No es maravilloso? Me dan ganas de reír.

Ya es hora de que me largue de aquí. Ya me he divertido bastante por hoy.

3

Cuando me despierto tengo a Julie encima de mí. Por desgracia, no es que esté cariñosa, sino que se ha estirado para alcanzar el despertador que está sobre la mesilla de noche. Son las seis y media de la mañana. El despertador ha estado sonando durante tres minutos. Julie aplasta literalmente el botón del stop. Con un suspiro de alivio se aparta de mí. Poco después oigo cómo su respiración se vuelve nuevamente regular, se ha dormido. ¡A ver qué nos trae el nuevo día!

Unos cuarenta y cinco minutos después salgo con el Buick del garaje. Aún es de noche, pero unos cuantos kilómetros más allá empieza a clarear. A medio camino de la ciudad sale el sol, pero estoy tan ensimismado en mis pensamientos que tardo en darme cuenta; miro hacia un lado y lo veo allí fuera, flotando entre los árboles.

A veces me pongo furioso al pensar que las prisas diarias, las que, supongo, sufre la mayoría de la gente, me impiden tener tiempo para saborear todos esos milagros cotidianos que se producen a mi alrededor. En lugar de dejar mis ojos embebidos en el alba, tengo que fijarlos con atención en la carretera y… pensar en Peach. Ha convocado una reunión en las oficinas principales. Debemos asistir todos los que tenemos trato personal con él, concretamente, su equipo staff y los directores de fábrica. Lo curioso de esta reunión es que Peach no ha dicho sobre qué va a tratar. Es un secreto. Y lo típico, mucho rumor que si hay una guerra de por medio y cosas así. Hemos recibido instrucciones de presentarnos a las ocho y llevar informes y datos que nos permitan dar un profundo repaso a las actividades que hacemos cada uno de nosotros.

Por supuesto, todos sabemos de qué va la reunión. Por lo menos tenemos una idea aproximada. Se rumorea que Peach va a aprovechar el encuentro para comunicarnos los malos resultados obtenidos durante el primer trimestre. Luego nos va a presionar para que aumentemos la productividad, fijando nuevos objetivos para cada fábrica, más compromisos… y, en fin, todo lo que ya sabemos. Supongo que ésa es la razón de convocarnos a las ocho en punto, con las cuentas preparadas. Peach debe de haber pensado que la intempestiva hora pone una nota de disciplina y urgencia al asunto.

Lo malo es que, para cumplir la orden de llegar a las ocho, muchos de los que van a la reunión habrán tenido que coger el avión ayer por la noche. Esto representa más gastos en minutas y en facturas de hotel. O sea, que para anunciarnos lo mal que lo estamos haciendo, Peach obliga a gastar a la empresa mucho más dinero, y todo por no empezar la misteriosa reunión dos horas después.

Creo que Peach está empezando a perder los papeles. No, no es que piense que va derecho al fracaso, es que me parece que está teniendo una reacción exagerada. Parece un general que hubiese descuidado las posiciones estratégicas en su afán por ganar una batalla que intuye perdida.

Hace un par de años era muy diferente. Se mostraba confiado, te dejaba hacer, mientras le llevases resultados. Delegaba responsabilidades … Hasta intentó ser el empresario ilustrado que se abre a nuevas ideas; cuando un asesor le decía que para que los obreros produjeran debían sentirse a gusto, prestaba atención al tema. Claro que las ventas iban bien y los beneficios se amontonaban. Pero, ¿qué dice ahora?

—Me importa un rábano que se sientan a gusto si eso me cuesta un pavo más.

Esa fue la respuesta que dio a un director que intentó vender a Peach la idea de montar un gimnasio para los empleados, en donde pudieran ponerse en forma. El director en cuestión le planteaba que un empleado «a punto» era un empleado feliz… Peach casi le echa de su oficina.

Yo ya he tenido un par de encontronazos con él, aunque el más serio fue, desde luego, el de ayer. Lo que más me molesta de toda esta historia con Bill es que antes solía llevarme bien con él. Hasta llegué a pensar que éramos amigos. Cuando pertenecía a su equipo, solíamos quedarnos charlando horas y horas en su despacho, después del trabajo. Incluso, de vez en cuando, salíamos a tomar una copa juntos. Todos pensaban que le hacía la pelota. Yo creo que lo que Peach agradecía más era, precisamente, que no se la hiciera. Simplemente, yo me limitaba a cumplir con mi trabajo y, al margen de él, me entendía bien con Bill.

Recuerdo que una vez pasamos una noche loca en Atlanta, donde se celebraba la convención anual de ventas. Peach y yo, junto con un grupo de chalados de la sección de márketing, robamos el piano del bar del hotel y dimos un recital en el ascensor. Todavía tengo grabada en la memoria las caras de los clientes del hotel, al abrirse el ascensor y ver a Peach sentado ante el teclado —Peach es un magnífico pianista— y a nosotros coreando el estribillo de una canción de taberna irlandesa. El administrador del hotel logró dar con nosotros una hora después; para entonces el auditorio había aumentado tanto que tuvimos que abandonar la cabina del ascensor y trasladarnos a la azotea, desde donde ofrecíamos nuestro arte a la ciudad entera… Tuve que arrastrar literalmente a Bill para que abandonara la pelea con dos matones que el administrador había enviado para que «solucionaran» lo de nuestra fiesta espontánea. ¡Qué noche! Bill y yo acabamos brindando con zumo de naranja, al amanecer, en un tugurio del barrio más tirado de la ciudad.

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