Peach fue el único que confió en mí y en mi futuro en la compañía, el que me presentó en las oficinas de la corporación. Ahora, en cambio, nos estamos peleando. No puedo creerlo.
A las ocho menos diez aparco mi coche en el garaje del edificio UniCo. Peach y su equipo ocupan tres plantas. Bajo y cojo el portafolios del maletero. Hoy pesa casi cinco kilos, por los informes y los impresos del ordenador. Me parece que no voy a tener un buen día. Me dirijo al ascensor con el ceño fruncido.
—Al —oigo a mis espaldas. Nathan Selwin viene hacia mí. Le espero.
—¿Cómo te va?
—Bien. Me alegro de volver a verte. —Comenzamos a andar juntos.
—Leí —digo— tu nombramiento para trabajar con el equipo de Peach. Enhorabuena.
—Gracias —responde—. Claro que no sé si es lo mejor ahora, con todo lo que está ocurriendo.
—Bueno, hasta cierto punto…, tampoco te va a tener Bill trabajando por las noches.
—No, no es eso —modera el paso y me mira—. ¿No te has enterado?
Se detiene de pronto y mira alrededor. No hay nadie cerca.
—Es sobre la división —susurra. Me encojo de hombros.
—No sé de qué me estás hablando.
—La división entera está en peligro. Quien más quien menos está muerto de miedo. Hace una semana Granby le dijo a Peach que tiene hasta fin de año para aumentar la productividad y que, si no, la división entera iba a ser traspasada. No sé si es cierto, pero dicen que Granby ha dicho que si la división desaparece, Peach lo hará con ella.
—¿Seguro?
Nathan asiente, y añade:
—Por lo visto todo esto se había decidido hace bastante. Emprendemos de nuevo el camino.
Lo primero que se me ocurre pensar cuando me recupero de la sorpresa es que ahora entiendo por qué está así de desquiciado Peach últimamente; todos sus esfuerzos se van a ir a pique si no sale de ésta. Es más, si cualquier otra corporación adquiere la división, los nuevos propietarios prescindirán de quienes no han sabido hacer bien su trabajo. ¡Peach se va a quedar en la calle!
Bueno, y ahora que lo pienso…, ¿qué va a pasar conmigo? ¡Buena pregunta! Antes de saber lo que ha contado Nathan, suponía que, en caso de cerrarse la fábrica, Peach me ofrecería algún puesto, ninguna maravilla, probablemente, pero… algo. Ahora empiezo a pensar que las amenazas de que podría encontrarme sin empleo no eran sólo amenazas. En tres meses puedo encontrarme en la puñetera calle.
—Oye, Al, si alguien te pregunta, por supuesto que yo no te he dicho nada.
Y desaparece, dejándome aturdido, solo y de pie, en medio del pasillo del piso quince. No sé lo que hago aquí, ni cómo he subido, ni por qué. Me siento estúpido. No consigo conectar con mis pensamientos anteriores. Por fin recuerdo; he venido a la reunión de Peach, debo dirigirme a la sala de conferencias.
Entro y tomo asiento. Bill ocupa el extremo opuesto de la mesa. Delante de él, un proyector. Comienza a hablar. El reloj de pared señala exactamente las ocho.
Miro a los demás, a mi alrededor. Debe haber como unos veinte. Casi todos atienden a Peach. Uno de ellos, Hilton Smyth, me observa. También él es director de fábrica. Nunca me ha caído bien; es un pretencioso que siempre anda dándoselas de genial, cuando ni siquiera pasa de ser un mediocre. Me mira fijamente. Quizá nota que estoy inquieto. ¿Sabrá algo? Le sostengo la mirada hasta que vuelve su cabeza hacia Peach.
Cuando por fin consigo centrarme en lo que se está diciendo en la sala, Peach ha cedido la palabra al interventor de la división, Ethan Frost, un hombre delgado y enjuto que, con algo de maquillaje, podría pasar por una caricatura de la muerte.
Lo que dice es tan desolador como su aspecto. Se acaba de terminar el primer trimestre, en el que le ha ido fatal a todo el mundo. La división está entrando en niveles de liquidez auténticamente peligrosos. Hay que apretarse el cinturón.
Cuando Frost acaba, Peach se levanta y nos obsequia con una dura amonestación sobre cómo debemos enfrentarnos a la situación. Intento seguirle pero, después de un par de frases, se me va el santo al cielo. Todo lo que me llega son trozos sueltos del, sin duda, aburrido discurso.
—«… es imperativo que minimicemos el riesgo relativo… aceptable en nuestra presente situación de mercado…, sin reducir los gastos estratégicos… requieren sacrificios… aumentos de productividad en cada puesto de trabajo…»
Sobre la pantalla relampaguean los gráficos proyectados por el aparato de diapositivas. Un interminable intercambio de cifras se cruzan, una y otra vez, entre Peach y los demás. Hago un esfuerzo por concentrarme. No puedo.
—«… durante el primer trimestre las ventas cayeron más de un veinte por ciento sobre las cifras del pasado año…, incremento notable del coste de las materias primas…, los ratios de horas de mano de obra directa empleadas en producción respecto a las horas pagadas… y ahora, si observan el número de horas utilizadas en producción, en relación con los estándares, estamos más del doce por ciento por debajo…»
Me digo a mí mismo que tengo que controlarme y prestar atención. Busco un bolígrafo en mi chaqueta para tomar notas.
—«… y la respuesta es evidente —continúa Peach—, el futuro de este negocio depende de nuestra habilidad para aumentar la productividad.»
Me es imposible encontrar el bolígrafo. Miro en el otro bolsillo. Saco un cigarro puro y me quedo pensando de dónde narices ha salido el puro.
Entonces me acuerdo.
Estoy en el aeropuerto O'Hare, esperando la salida de un avión. Llevo el mismo traje que ahora. Hace de esto sólo dos semanas y, sin embargo, mi actitud y estado de ánimo son muy diferentes. Me siento feliz, lleno de energía y con la sensación de que todo marcha o, al menos, puede marchar algo mejor, tan sólo con un poco de esfuerzo. Me sobra tiempo, así que aprovecho para ir al bar. Está abarrotado de directivos como yo. Busco un asiento. Mi vista se pasea por los tresillos a rayas del local, las manos gesticulantes de los que hablan, los trajes de perfecto corte, las lámparas bajas que intentan dar un toque íntimo a un sitio tan de paso… Mi vista se detiene sobre la cabeza de un hombre. Está sentado al lado de una lámpara, leyendo, con el libro en una mano y el puro en la otra. A su lado hay un sitio vacío. Me abro camino hacia allí. Cuando me dispongo a sentarme, caigo en la cuenta de que le conozco de algo.
Encontrarte a alguien que crees reconocer en uno de los aeropuertos con mayor tráfico del mundo te produce un cierto sobresalto. Al principio no estoy muy seguro de si es él o no, pero se parece demasiado a Jonah, un profesor de Física que tuve. Cuando me siento, levanta la vista del libro y veo que está pensando lo mismo que yo. «¿De qué conoceré yo a éste?»
—¿Jonah?
—¿Sí?
—Soy Alex Rogo. ¿Me recuerda? Su gesto me dice que no mucho.
—Es que hace bastante tiempo… Yo era estudiante y tenía una beca para aprender unos modelos matemáticos sobre los que usted estaba trabajando entonces. ¿No se acuerda? Yo llevaba barba —le digo gesticulando con las manos alrededor de la cara.
Por fin cae e inicia un pensativo y largo:
—Por supueeesto. Ya le recuerdo, se llama Alex, ¿no?
—¡Exacto! —asiento.
Una camarera me pregunta que qué quiero tomar. Encargo un whisky con soda e invito a Jonah a que tome también algo. Me responde que no, que los altavoces están a punto de anunciar su vuelo.
—Bueno, ¿cómo le va?
—Pues bien, pero con demasiado trabajo. ¿Y usted?
—Me temo que también estoy demasiado ocupado. Ahora voy a Houston. ¿A dónde va usted?
—A Nueva York.
Esta charla intrascendente parece aburrirle y da la impresión de querer terminar cuanto antes. Hay un momento de embarazoso silencio entre los dos. Para bien o para mal, no puedo soportar los silencios cuando ya se ha iniciado una conversación. Siempre me sorprendo rellenándolos a toda prisa con mi propio monólogo. Esto es algo que todavía no he aprendido a controlar.
—Es curioso —digo—, después de tantos proyectos como hice para dedicarme a la investigación, he terminado en la gestión industrial. Ahora dirijo una fábrica de la UniCo.
Jonah asiente. Parece más interesado. Da una chupada a su puro, mientras yo continúo hablando, cosa para la que no necesito que me animen mucho.
—De hecho —sigo—, esa es la razón por la que me dirijo a Houston; pertenecemos a una asociación de fabricantes que celebra su convención anual y ha invitado a UniCo a dar unas charlas sobre robótica. Yo voy porque mi fábrica tiene una gran experiencia en robots.
—Comprendo. Se trata de discusiones técnicas.
—Con un enfoque más bien comercial, no exactamente técnico —le digo, abriendo el portafolios, del que extraigo el programa que nos ha enviado la asociación.
—Aquí está —y le leo el enunciado—. «Robótica: la solución de los ochenta para la crisis productiva americana…» Un grupo de usuarios —añado— y expertos, analiza el inminente impacto de los robots en la industria americana.
Cuando levanto la vista del programa, Jonah no parece muy impresionado. Supongo que, como buen investigador, desconoce por completo el mundo de los negocios.
—¿Me dice que su fábrica utiliza robots?
—Sí. En varias secciones.
—Y, realmente, ¿han conseguido aumentar su productividad?
—Por supuesto. Tuvimos un aumento… —digo mirando al techo, para concentrarme mejor—, creo que fue del treinta y seis por ciento.
—¿Así que su compañía ha aumentado beneficios en un treinta y seis por ciento con la instalación de algunos robots? ¡Increíble!
Me resulta imposible esbozar una sonrisa.
—Bueno, no exactamente. Ojalá fuese así de fácil, pero es algo más complicado que eso; en realidad sólo fue en una sección donde conseguímos el incremento del treinta y seis por ciento.
Jonah mira su puro y lo
apaga
contra el cenicero.
—Entonces, ustedes no aumentaron en realidad su productividad.
Jonah se inclina hacia mí en ademán de complicidad y me dice en tono bajo, pero seguro:
—Permítame que le pregunte algo, pero que quede entre nosotros.. . ¿Ha sido su fábrica capaz de terminar un solo producto más al día, por el mero hecho y consecuencia de los cambios producidos con la instalación de los robots?
—Bueno… tendría que repasar las cifras —respondo pensativo.
—¿Despidieron a alguien?
Me echo hacia atrás, y le observo con una cierta inquietud. ¿A dónde querrá ir a parar?
—¿Quiere usted decir que a cuántas personas despedimos por instalar los robots? Si es eso lo que desea saber, le diré que a nadie; tenemos un acuerdo con el sindicato de no despedir a ningún trabajador por razones de aumento de la productividad, así es que lo único que hacemos es que los reciclamos. Por supuesto que cuando se produce una caída en las ventas ponemos a gente en la calle.
—O sea, que los robots no redujeron los costes de personal.
—No —tengo que admitir.
—Entonces, dígame, ¿redujeron sus inventarios? Me río, nervioso…
—Bueno, Jonah, ¿qué significa todo esto?
—Contésteme —insiste—, ¿se redujeron sus inventarios?
—Sinceramente, creo que no, pero tendría que confirmar los datos.
—Compruebe sus datos si quiere…, pero si sus inventarios no se han reducido, ni han bajado los gastos de personal… Y si su compañía tampoco ha logrado vender más, lo que es obvio porque no ha conseguido servir más pedidos, entonces no puede usted decirme que esos robots hayan aumentado la productividad de su planta.
Siento una peculiar sensación en la boca del estómago, algo así como si viajara en ascensor y de repente se hubiera descolgado del cable.
—Sí, entiendo. Pero hemos aumentado los rendimientos y disminuido los costes.
—¿De verdad? —pregunta Jonah, cerrando el libro.
—Por supuesto. De hecho, los rendimientos superan por término medio el noventa por ciento. Y los costes por unidad han disminuido considerablemente. Permítame decirle que para seguir siendo competitivo hoy en día hay que aumentar como sea los rendimientos y disminuir los costes.
Mi bebida acaba de llegar. La camarera la coloca sobre la mesa. Le entrego un billete y espero el cambio.
—Con esas cifras de rendimientos tendrán que mantener constantemente en funcionamiento sus robots, ¿no?
—Desde luego. Si no perderíamos todo lo que conseguimos ahorrar por unidad. El rendimiento también bajaría. Pero eso no ocurre sólo con los robots, sino con cualquier otro recurso de producción. Tenemos que seguir produciendo para ser eficientes y tener costes ventajosos.
—¿De verdad?
—Claro. ¡Hombre, eso no quiere decir que no tengamos problemas!
—Ya veo —afirma Jonah sonriendo—. Vamos, sea sincero. Sus inventarios se encuentran por las nubes, ¿verdad?
Me quedo mirándole. ¿Cómo lo habrá averiguado?
—Si se refiere al material en curso.
—Sus inventarios completos.
—Bueno, depende. En algunas partes sí he de admitir que son altos.
—Y siempre hay retrasos. Son incapaces de servir los pedidos a tiempo.
—Reconozco que ése es uno de nuestros mayores problemas; nos las vemos y nos las deseamos para cumplir nuestros compromisos.
Jonah asiente, como si lo hubiese predicho.
—Un momento…, ¿cómo sabe estas cosas? Sonríe.
—Una corazonada. Además, he observado los mismos problemas en un montón de fábricas. No son ustedes los únicos.
—¿Pero usted no es físico?
—Soy un científico. Además, justamente ahora puede decirse que estoy haciendo estudios científicos sobre organizaciones, organizaciones de fabricación, especialmente.
—No sabía que existiesen esos estudios.
—Son nuevos.
—Bueno, sea por lo que sea, usted acaba de poner el dedo en la llaga de uno de mis mayores problemas. Estoy sorprendido…
Dejo la frase en el aire porque Jonah exclama algo en hebreo. Se mete una mano en el bolsillo, de donde saca un viejo reloj.
—Tendrá que perdonarme, Alex, pero pierdo el avión si no me doy prisa.
Se levanta y coge su abrigo.
—¡Qué pena! Estoy intrigado por un par de cosas que ha dicho.
Jonah se detiene.
—Pues mire, si es usted capaz de darle vueltas a lo que hemos hablado sacará a su fábrica del atolladero.
—Bueno, a lo mejor le he dado una falsa impresión. En realidad, yo no creo que estemos en un atolladero.