Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Ah, eres tú —me dice, y se vuelve—. Creía que estabas en el cine con Gómez.
Clare parece estar a la defensiva, sentirse algo culpable, como si la hubiera cogido haciendo algo ilícito.
—Probablemente ahí estoy. Se supone que en realidad ahora yo tendría que estar trabajando. En 2002.
Clare sonríe. Parece cansada, hago un cómputo mental y me doy cuenta de que nuestro quinto aborto fue hace tres semanas. Titubeo, y entonces la rodeo con mis brazos. Para mi alivio, Clare se relaja en el abrazo, y apoya la cabeza en mi hombro.
—¿Cómo estás?
—Fatal —me responde bajito—. Cansada.
Me acuerdo. Estuvo en cama durante semanas.
—Henry, voy a abandonar —me dice observándome; intenta calibrar mi reacción, sopesando el peso de sus palabras con mi conocimiento del tema—. Voy a dejarlo correr. No sucederá, de todos modos.
¿Hay algo que me impida darle lo que necesita? No se me ocurre ni una sola razón para no contárselo. Permanezco en pie, devanándome los sesos por hallar cualquier motivo que impida que lo sepa. Lo único que me viene a la mente es su seguridad, que ahora estoy a punto de forjarle.
—Persevera, Clare.
—¿Qué?
—Sigue así. En mi presente, tenemos un bebé.
Clare cierra los ojos y suspira.
—Gracias.
No sé si me lo dice a mí o a Dios. Tampoco importa demasiado.
—Gracias —vuelve a decir, mirándome, hablándome, y yo me siento como si fuera el ángel de alguna versión demenciada de la Anunciación.
Me inclino sobre ella y la beso; noto la determinación, la alegría y el propósito abriéndose paso a través de Clare. Recuerdo la cabeza diminuta, coronada de cabello negro y apuntando entre las piernas de Clare, y me maravillo de que este momento haya creado ese milagro, y viceversa. Gracias. Gracias.
—¿Lo sabías? —me pregunta Clare.
—No.
Parece decepcionada.
—No solo no lo sabía, sino que hice todo lo posible para impedir que volvieras a quedar embarazada.
—Fantástico —ríe Clare—. Es decir, que pase lo que pase, solo tengo que quedarme calladita y dejar que todo siga su curso, ¿no?
—Sí.
Clare me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa. Hay que dejar que todo siga su curso.
Sábado 3 de junio de 2000
Clare tiene 29 años, y Henry 36
C
LARE
: Estoy sentada a la mesa de la cocina, hojeando ociosa el
Chicago Tribune
y observando a Henry mientras desempaqueta la compra. Las bolsas de papel marrón se encuentran alineadas perfectamente sobre el mármol, y Henry va sacando de ellas ketchup, pollo y queso gouda, como si fuera un mago. Casi espero ver aparecer el conejo y los pañuelos de seda. Sin embargo, ante mi vista desfilan champiñones, judías pintas, tallarines, lechuga, una piña, leche descremada, café, rábanos, nabos, colinabo, avena, mantequilla, queso tierno, pan de centeno, mayonesa, huevos, cuchillas de afeitar, desodorante, manzanas Granny Smith, mezcla de nata y leche, rosquillas de pan, gambas langostineras, queso para untar, Frosted MiniWheats, salsa napolitana, zumo de naranja helado, zanahorias, condones, boniatos... ¿condones? Me levanto y me acerco al mármol, cojo la caja azul y la sacudo delante de Henry.
—¿Qué? ¿Estás teniendo una aventura?
Henry levanta los ojos y me mira con expresión desafiante mientras revuelve en el congelador.
—No, en realidad, me ha asaltado una revelación. Estaba de pie, en el pasillo de la pasta dentífrica, cuando me ha sucedido. ¿Quieres que te cuente la historia?
—No.
Henry se levanta y se vuelve hacia mí. Su expresión es de resignación.
—Bueno, te la contaré de todos modos: no podemos seguir intentando lo del bebé.
Traidor.
—Pero estábamos de acuerdo en que...
—En seguir intentándolo. Creo que con cinco abortos hay más que suficiente. Pienso que ya lo hemos intentado.
—¡No! Quiero decir... ¿Por qué no volvemos a intentarlo? —Procuro que mi voz no trasluzca ningún deje de súplica, que la rabia que se me acumula en la garganta no se vierta en mis palabras.
Henry se aleja del mármol y se sitúa frente a mí, pero no me toca, sabe que no puede tocarme.
—Clare, la próxima vez que tengas otro aborto, eso te matará; y no estoy dispuesto a seguir haciendo algo que te llevará a la muerte. Cinco embarazos... Sé que quieres volver a intentarlo, pero yo no puedo. No puedo soportarlo más, Clare. Lo siento.
Salgo por la puerta trasera y me quedo bajo el sol, cerca del arbusto de moras. A nuestros hijos, muertos y envueltos en suave papel de seda de fibras naturales de gampi, en sus cajitas de madera, cual cunitas diminutas, les da la sombra ahora, al caer la tarde, junto a las rosas. Noto el calor del sol en la piel y tiemblo por ellos, que yacen en lo más profundo del jardín, fríos en este templado día de junio. «Ayúdame —le digo a nuestro futuro hijo sin hablar—. Él no sabe nada, así que no puedo decírselo. Ven pronto.»
Viernes 9 de junio de 2000; 19 de noviembre de 1986
Henry tiene 36 años, y Clare 15
H
ENRY
: Son las nueve menos cuarto de la mañana de un viernes, y estoy sentado en la sala de espera de un tal doctor Robert González. Clare no sabe que estoy aquí. He decidido someterme a una vasectomía.
La consulta del doctor González se encuentra en la carretera Sheridan, cerca de Diversey, en un centro médico de pijos que hay un poco más arriba del Conservatorio del Parque Lincoln. La decoración de la sala de espera es en tonos marrón y verde caqui, y se prodiga en panelados y grabados enmarcados de los ganadores del Derby desde la década de 1880. Muy masculino. Te vienen ganas de llevar una chaqueta de esmoquin y asir un enorme cigarro entre los dientes. Necesito un trago.
Una mujer muy agradable de Planificación Familiar me aseguró con su voz dulce y experta que apenas me dolería. Hay otros cinco tipos sentados a mi lado. Me pregunto si tendrán gonorrea o si la próstata les está dando guerra. Puede que algunos se encuentren en mi caso, sentados en esta sala de espera, aguardando para finalizar sus trayectorias profesionales como padres en potencia. Me siento algo solidario con estos desconocidos, sentados todos juntos en esta sala de cuero y madera marrón, en una mañana gris, esperando para entrar en la sala de consulta y bajarse los pantalones. Un hombre muy viejo está sentado hacia delante, con las manos agarradas al bastón y los ojos cerrados bajo unas gruesas gafas que magnifican sus párpados. No creo que haya venido a que le den un tijeretazo. El adolescente, que está hojeando un número antiguo de
Esquire
, finge indiferencia. Cierro los ojos e imagino que estoy en un bar, y que la camarera me da la espalda mientras mezcla un buen scotch de malta con un dedito de agua tibia. Quizá se trata de un pub inglés. Sí, eso explicaría la decoración. El hombre que está sentado a mi izquierda tose, con una profunda tos que arranca de los pulmones y lo sacude entero. Abro los ojos, y veo que todavía sigo sentado en la sala de espera del médico. Miro furtivamente el reloj del individuo que tengo a la derecha. Lleva uno de esos inmensos relojes deportivos que se utilizan para cronometrar los sprints o bien anunciar la llegada del buque nodriza. Son las 9.58. Mi cita es dentro de dos minutos. De todos modos parece que el doctor lleva retraso.
—Señor Listón —llama la recepcionista.
El adolescente se levanta con brusquedad y cruza la puerta profusamente panelada que conduce al despacho del médico. El resto de nosotros nos miramos, a hurtadillas, como si estuviéramos en el metro y alguien intentara vendernos
Streetwise.
La tensión me ha puesto rígido, y me digo que lo que voy a hacer es algo bueno y necesario. No soy un traidor. En absoluto soy un traidor, sino que estoy ahorrándole a Clare momentos de terror y sufrimiento. Ella jamás lo sabrá. No me dolerá. Bueno, a lo mejor me duele un poquito. De todos modos, algún día se lo contaré y ella se dará cuenta de que tan solo cumplí con mi obligación. Lo hemos intentado. No me quedaba otra alternativa. No soy un traidor. Aun cuando duela, habrá valido la pena. Hago esto porque la amo. Pienso en Clare y la veo sentada en nuestra cama, cubierta de sangre, llorando, y me entran náuseas.
—Señor DeTamble.
Me levanto, y ahora sí que me siento mareado de verdad. Las rodillas me flaquean. Me da vueltas la cabeza y me doblo hacia delante, vomitando. Estoy a cuatro patas, el suelo está frío y cubierto de briznas de hierba muerta. No tengo nada en el estómago, y escupo mucosidades. Hace frío. Levanto los ojos. Me hallo en el claro del prado. Los árboles no tienen hojas, y en el cielo unas nubes planas auguran un anochecer temprano. Estoy solo.
Me levanto y encuentro la caja de ropa. En poco tiempo me visto con una camiseta de Gang of Four, un jersey y unos tejanos, unos calcetines gruesos y unas botas negras de militar, un abrigo de lana negro y unos guantes enormes, color azul cielo. Algo ha conseguido colarse dentro de la caja y ha construido ahí su nido. La ropa indica que debemos de encontrarnos a mediados de los ochenta. Clare tendrá unos quince o dieciséis años. Me pregunto si será mejor esperarla paseando o marcharme. No sé si en este preciso instante podré enfrentarme a la exuberancia juvenil de Clare. Me vuelvo y camino hacia el huerto.
Parece que estemos a finales de noviembre. El prado es marrón, y emite un sonido vibrante bajo el viento. Unos cuervos están luchando por unas manzanas que el viento ha hecho caer al borde del huerto. Mientras me acerco a ellos oigo que alguien jadea y viene corriendo hacia mí por detrás. Me vuelvo y veo a Clare.
—Henry...
Le falta el aliento, y su voz suena acatarrada. Dejo que se recupere; boquea durante un minuto. No puedo hablar con ella. Clare sigue plantada ante mí, respirando, y su aliento se condensa ante su rostro y forma nubes blancas; su pelo, de un rojo vívido, contrasta con el gris y el marrón, y su piel es rosada y pálida.
Me vuelvo y camino hacia el huerto.
—Henry... —Clare me sigue, me coge por el brazo—. ¿Qué? Dime qué he hecho. ¿Por qué no quieres hablar conmigo?
Por el amor de Dios.
—Estaba intentando hacer algo por ti, algo importante, y no salió bien. Me puse nervioso, y terminé viniendo aquí.
—¿Qué era?
—No puedo decírtelo. Ni siquiera iba a contártelo en el presente. No te gustaría.
—Entonces, ¿por qué querías hacerlo? —Clare tiembla contra el viento.
—Era el único modo. No conseguía que me escucharas. Creí que dejaríamos de pelearnos si lo hacía —le confieso suspirando. Volveré a intentarlo y, si es necesario, una y otra vez.
—¿Por qué nos peleamos? —me pregunta Clare, mirándome a los ojos, tensa y angustiada. Le destila la nariz.
—¿Estás resfriada?
—Sí. ¿Por qué nos peleamos?
—Todo empezó cuando la esposa de tu embajador abofeteó a la amante de mi primer ministro en una velada que se celebraba en la embajada, incidente que influyó en la tarifa de la avena, lo cual provocó un alto índice de desempleo y los consiguientes tumultos...
—¡Henry!
—¿Qué?
—Solo por una vez, te pido que solo por una sola vez dejes de burlarte de mí y respondas a mi pregunta.
—No puedo.
Sin premeditación Clare me propina una buena bofetada. Doy un paso atrás, sorprendido, contento.
—Vuelve a golpearme.
Clare está confundida, y hace un gesto de negación.
—Por favor, Clare.
—No. ¿Por qué quieres que te pegue? Yo quería herirte.
—Deseo que me hieras. Por favor —le suplico, bajando la cabeza.
—Pero ¿qué demonios te ocurre?
—Todo esto es horrible; es como si yo fuera insensible.
—¿El qué es horrible? ¿Qué sucede?
—No me lo preguntes.
Clare se acerca a mí, muchísimo, y me coge la mano. Me saca los ridículos guantes azules, se lleva mi palma a su boca y la muerde. El dolor es insoportable. Luego se detiene, y yo me miro la mano. La sangre aflora despacio, en diminutas gotas, por la señal del mordisco. Seguramente se me infectará, pero de momento no me importa.
—Cuéntamelo.
Su rostro está a unos centímetros del mío. La beso de manera violenta. Se resiste. La dejo ir, y ella se vuelve de espaldas.
—Eso no ha sido demasiado bonito —se queja con un hilo de voz.
¿Qué me está pasando? Clare, a los quince años, no es la misma persona que hace meses que me tortura, que se niega a abandonar el tema de los hijos, que arriesga su vida y su equilibrio mental, convirtiendo el sexo en un campo de batalla, donde van quedando diseminados cadáveres de niños. Descanso mis manos encima de sus hombros.
—Lo siento. Lo siento muchísimo, Clare. No se trataba de ti. Por favor.
Ella se vuelve. Está llorando, y tiene un aspecto terrible. Encuentro de milagro un pañuelo de papel en el bolsillo del abrigo. Le seco la cara, y ella coge el pañuelo de mi mano y se suena la nariz.
—Nunca me habías besado.
Oh, no. Debo de tener una expresión cómica, porque Clare se ríe. No puedo creerlo. ¡Qué idiota soy!
—Oh, Clare. Intenta... Olvídalo, ¿quieres? Bórralo de tu mente. Es algo que no ha pasado nunca. Ven aquí. ¿Quieres otro? ¿De verdad, Clare?
Clare se acerca a mí con aire dubitativo. La rodeo con mis brazos, mirándola. Tiene los ojos enrojecidos, la nariz hinchada y, sin duda, un resfriado de ordago. Coloco las manos sobre sus orejas y le inclino la cabeza hacia atrás. La beso, e intento poner mi corazón en ello, por mi bien, por si vuelvo a perderlo.
Viernes 9 de junio de 2000
Clare tiene 29 años, y Henry 36
C
LARE
: Henry ha estado terriblemente callado, distraído y pensativo toda la noche. Durante la cena parecía estar rebuscando mentalmente en estanterías imaginarias algún ejemplar que debía de haber leído por lo menos en 1942. Además, lleva la mano derecha vendada. Después de cenar se ha ido al dormitorio y se ha echado en la cama, de bruces, con la cabeza colgando de los pies del lecho y los pies sobre mi almohada. Yo me he ido al estudio a rascar moldes, barbas de papel y tomarme el café, pero no he disfrutado, porque no lograba imaginarme cuál podría ser el problema de Henry. Al final, entro en la casa. Él sigue echado en la misma posición. A oscuras.
Me tumbo en el suelo. La espalda me cruje ruidosamente cuando me estiro.