Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Quizá sería buena idea que hoy fuera al banco de sangre a hacer una donación para ti.
Henry y yo somos del tipo O. Asiento, y luego vomito. Somos ávidos donantes de sangre; él ha necesitado transfusiones dos veces, y yo tres, en una de ellas hizo falta bastante cantidad. Me siento durante un minuto y luego me levanto tambaleándome. Henry me ayuda a mantener el equilibrio. Me seco los labios y me lavo los dientes. Henry baja a preparar el desayuno. De repente me embarga un deseo irrefrenable de tomar avena.
—¡Avena! —grito desde arriba.
—¡De acuerdo!
Empiezo a cepillarme el pelo. El reflejo en el espejo me devuelve una imagen de mí misma sonrosada e hinchada. Yo creía que las embarazadas resplandecían; pero yo no resplandezco en absoluto. En fin, todavía sigo embarazada, y eso es lo que cuenta.
Jueves 19 de abril de 2001
Henry tiene 31 años, y Clare 29
H
ENRY
: Nos encontramos en la consulta de Amit Montague para realizar una ecografía. Clare y yo estamos ansiosos, a la par que reticentes, por someternos a esta prueba. Nos hemos negado a realizar una amniocentesis, porque estamos seguros de que perderemos al bebé si lo pinchamos con una larga aguja. Clare está en la decimoctava semana de gestación. A mitad de camino; sí pudiéramos doblar el tiempo ahora mismo como en un test de Rorschach, estaríamos en la arruga del medio. Vivimos aguantando la respiración, temerosos de exhalar por miedo a expulsar el bebé demasiado pronto.
Nos sentamos en la sala de espera con otras parejas que esperan y madres con cochecitos y niños pequeños que corren por ahí, golpeándose contra los objetos. La consulta de la doctora Montague siempre me deprime, porque hemos pasado mucho tiempo en este lugar, angustiados y recibiendo malas noticias. Sin embargo hoy es distinto. Hoy todo saldrá bien.
Una enfermera pronuncia nuestros nombres. Entramos en una sala de consulta. Clare se desnuda y se sube a la camilla para que le extiendan una gelatina y le hagan una ecografía. El técnico mira el monitor. Amit Montague, que es alta, majestuosa y marroquí francófona, observa el monitor. Clare y yo nos damos la mano. También observamos el monitor. Poco a poco la imagen se va formando, a pedacitos.
Sobre la pantalla aparece un mapamundi del tiempo, o bien una galaxia, un torbellino de estrellas. Quizá sea un bebé.
—
Bien joué, une fille
—exclama la doctora Montague—. Se está chupando el pulgar. Es muy bonita y muy grande.
Clare y yo suspiramos. Sobre la pantalla una galaxia hermosísima se está chupando el pulgar. Mientras seguimos mirándola, ella se saca la mano de la boca.
—Está sonriendo —precisa la doctora Montague.
Nosotros también.
Lunes 20 de agosto de 2001
Clare tiene 30 años, y Henry 38
C
LARE
: El bebé tiene que llegar dentro de dos semanas y todavía no hemos decidido su nombre. De hecho, apenas lo hemos hablado; hemos evitado el tema por pura superstición, como si encontrar un nombre para el bebé pudiera llamar la atención de las Furias y provocar que vinieran a atormentarlo. Al final, Henry trae a casa un libro titulado
Diccionario de nombres propios.
Estamos en la cama. Solo son las ocho y media y ya estoy para el arrastre. Me he echado de costado, porque mi vientre es una península, de cara a Henry, quien también yace en la misma posición, frente a mí, con la cabeza apoyada en el brazo y el libro sobre la cama, entre los dos. Nos miramos y sonreímos nerviosos.
—¿Alguna idea? —pregunta, hojeando el libro.
—Jane.
—¿Jane? —exclama, haciendo una mueca de disgusto.
—Siempre llamaba Jane a todas mis muñecas y animales de peluche. A todos ellos sin excepción.
—Significa «regalo de Dios» —aclara Henry levantando los ojos.
—Eso ya vale para mí.
—Pongámosle algo más original. ¿Qué te parece Irette? ¿Y Jodotha? —propone pasando página—. Este es bueno: Loololuluah. Significa «perla» en árabe.
—Y Perla, ¿qué tal? —Me imagino al bebé como una bolita blanca, suave e iridiscente.
Henry recorre con el dedo las columnas.
—Veamos: «(latín) Una probable variante de perula, en referencia a la forma más valiosa de este producto de una enfermedad».
—Puajjj... ¿Qué pretenden con este libro? —Se lo arrebato y, para divertirme, busco «Henry»: «(teutónico) Gobernante del hogar: jefe de la morada».
Henry se ríe.
—Busquemos «Clare».
—Es otra forma de «Clara: (latín) Ilustre, brillante».
—Eso está bien.
Paso las páginas del libro al azar.
—¿Filomele?
—Me gusta, pero ¿qué me dices de los horripilantes diminutivos que se desprenden? ¿Filo? ¿Mel?
—«Pyrene: (griego) Pelirroja.»
—¿Y si no lo es? —Henry coge el libro, empuña mi pelo y se mete las puntas en la boca. Estiro para quedar libre de él y me aparto el pelo hacia atrás.
—Creía que ya sabíamos todo lo que hay que saber de esta criatura. Supongo que Kendrick hizo la prueba de si era pelirroja.
Henry me coge el libro de nuevo.
—¿Isolda? ¿Zoe? Me gusta Zoe. Zoe tiene posibilidades.
—¿Qué significa?
—Vida.
—Sí, está muy bien. Anótalo.
—Eliza —propone Henry.
—Elizabeth.
Henry me mira y vacila.
—Annette.
—Lucy.
—No —responde Henry con firmeza.
—Tienes razón, no.
—Lo que necesitamos es comenzar de cero. Hacer borrón y cuenta nueva. Llamémosla Tabula Rasa.
—Llamémosla Blanco Titanio.
—Blanche, Blanca, Bianca...
—Alba —sugiero yo.
—¿Como la duquesa de...?
—Alba DeTamble —pronuncio regodeándome.
—Suena bien, con todos esos yambos encadenados... —Henry va pasando las hojas del libro—. «Alba: (latin) Blanco; (provenzal) Alborada del día.» Hummm.
Baja de la cama con esfuerzo. Lo oigo revolver en la sala de estar; regresa al cabo de unos minutos con el primer volumen del
Diccionario de Inglés de Oxford
, el
Gran Diccionario Random House
y mi vieja y decrépita
Enciclopedia Americana
, vol. I, A — Anuarios.
—«Canción de la alborada de los poetas provenzales... en honor a sus amantes.
Réveillés, á l'aurore, par le cri du guetteur, deux
amants qui viennent de passer la nuit ensemble se séparent en maudissant lejour qui vient trop tôt; tel est le théme, non moins invariable que celui de la pastourelle, d'un gente dont le nom est emprunté au mot alba, qui figure parfois au debut de la piéce. Et réguliérement a la fin de chaqué couplet, oü il forme refrain
.» ¡Qué triste! Probemos con Random House. Parece que mejora la cosa. «Una ciudad blanca situada en una colina. Fortaleza.» —Tira fuera de la cama el diccionario y abre la enciclopedia—. Alarcón, alarife, Alaska... vale, sí, aquí viene Alba. —Lee en diagonal la entrada—. «Grupo de ciudades desaparecidas de la antigua Italia / Duque de Alba.»
Suspiro y me vuelvo de espaldas. El bebé se mueve. Debía de estar dormido. Henry sigue con el tema y ahora hojea el
Diccionario de Inglés de Oxford
.
—Albaire. Albana. Aquitano. Arambel. Jesús, la de cosas que publican estos días en los manuales de consulta.
Henry desliza la mano bajo mi camisón y acaricia despacio mi estómago tensado. El bebé da patadas, con fuerza, justo donde nota la mano, y él se sorprende y me mira, asombrado. Sus manos avanzan errantes, buscando su camino en terrenos conocidos e ignotos.
—¿Cuántos DeTambles te caben ahí dentro?
—Oh, siempre hay espacio para uno más.
—Alba —dice él bajito.
—Una ciudad blanca. Una fortaleza inexpugnable sobre una colina blanca.
—Le gustará.
Henry me baja las braguitas y me las quita por los tobillos. Luego las lanza fuera de la cama y me mira.
—Con cuidado... —le digo.
—Con muchísimo cuidado —accede él, mientras se quita la ropa.
Me siento inmensa, como un continente en un mar de almohadas y mantas. Henry se dobla sobre mí desde atrás, se mueve encima de mi cuerpo, como un explorador que dibujara el mapa de mi piel con la lengua.
—Despacio, despacio...—Tengo miedo.
—Una canción que entonan los trobadores de madrugada... —susurra Henry a mi oído mientras me penetra.
—... a sus amantes —le contesto yo. Tengo los ojos cerrados y oigo a Henry como si estuviera en la habitación contigua.
—Así... Sí. ¡Sí!
Miércoles 16 de noviembre de 2011
Henry tiene 38 años, y Clare 40
H
ENRY
: Me encuentro en la sala de los surrealistas del Instituto de Arte de Chicago, en el futuro. No voy precisamente bien vestido; lo mejor que he podido conseguir es un largo abrigo negro de invierno del guardarropía y unos pantalones de la taquilla de uno de los vigilantes. Es cierto que he logrado hacerme con unos zapatos, que siempre es lo más difícil de encontrar. Por consiguiente, me imagino que robaré alguna cartera, me compraré una camiseta en la tienda del museo, comeré, veré la exposición y luego saldré pitando del edificio para adentrarme en un mundo poblado por tiendas y habitaciones de hotel. No tengo ni idea de en qué momento me encuentro. Supongo que no debo de hallarme en una época muy distante de la mía, porque la ropa y los peinados no son muy diferentes de los de 2001. Me siento excitado a la par que molesto por esta breve estancia, dado que en mi presente Clare está a punto de tener a Alba en cualquier momento, y si hay algo que decididamente deseo es estar ahí; por otro lado, sin embargo, este viaje a través del tiempo futuro es un regalo de insospechada calidad. Me siento fuerte, y enclavado en el presente, me encuentro muy bien. En estos momentos estoy de pie y en silencio en una sala oscura, llena de pajareras de Joseph Cornell iluminadas con focos, contemplando un grupo escolar que sigue a un guía y arrastra las sillitas sobre las que se acomodan los alumnos obedientes cuando la maestra se lo indica.
Observo el grupo. La guía se ajusta al consabido patrón: una mujer arreglada, de unos cincuenta años, con un pelo de un rubio imposible y el rostro tenso. La maestra, una joven de aspecto risueño que lleva pintalabios azul claro, está de pie tras el grupo de estudiantes, lista para controlar a cualquiera que pueda armar alboroto. Son los estudiantes, sin embargo, los que me interesan. Tienen unos diez años aproximadamente, y cursan quinto, supongo. La escuela es católica, porque todos los alumnos van vestidos de modo idéntico, las muchachas a cuadros verdes y los chicos de azul marino. Prestan atención y son educados, pero no se muestran inquietos. Es una pena; yo diría que Cornell es perfecto para los niños. La guía parece tomarlos por más jóvenes de lo que son, y les habla como si fueran pequeños. Hay una chiquilla en la última fila que parece más interesada que el resto. No puedo verle la cara. Tiene el pelo largo, negro y rizado, y lleva un vestido azul pavo real que la distingue de sus compañeros. Cada vez que la guía formula una pregunta, la niña levanta la mano, pero la mujer nunca le concede la palabra. Advierto que se está hartando.
La conferencia es sobre las pajareras de Cornell. Cada una de ellas es lóbrega, y posee un interior pintado de blanco con los mismos palos y agujeros que tendría una jaula; algunas incluso tienen pájaros dibujados dentro. Son las piezas más inhóspitas y austeras del autor, desprovistas del capricho del
Conjunto de Burbujas de Jabón
o el romanticismo de las
Pajareras de Hotel.
—¿Por qué creéis que el señor Cornell ideó estas pajareras? —pregunta la guía; observa con vivacidad a los niños para que le respondan, pero sin embargo ignoran a la niña de azul pavo real, que mueve la mano como si fuera presa del baile de San Vito. Un niño sentado delante interviene con timidez; dice que al artista debieron de gustarle mucho los pájaros. Eso es demasiado para la muchachita, que se levanta con la mano todavía alzada hasta que la guía se ve obligada a pedirle su opinión.
—Creo que construyó las pajareras porque se sentía solo. No tenía a nadie a quien amar, y construyó las pajareras para que pudieran amarlo, de ese modo la gente sabría de su existencia, y también porque los pájaros son libres y las pajareras son escondites para que las aves se sientan seguras, y él quería sentirse libre y a salvo. Las pajareras son para él, para que él pueda ser un pájaro.
Tras su discurso la niña se sienta. Su respuesta me ha dejado asombrado. Ante mí tengo a una muchachita de diez años capaz de sintonizar con Joseph Cornell. Ni la guía, ni la clase saben exactamente qué interpretación dar a sus palabras, pero la profesora, que sin duda alguna está acostumbrada a ella le dice:
—Gracias, Alba. Es un comentario muy perspicaz.
La niña se vuelve y sonríe agradecida a la profesora, y entonces le veo la cara, y me doy cuenta de que estoy mirando a mi hija. Doy unos pasos desde la galería contigua para verla mejor, para admirarla, y ella se percata de mi presencia y se le ilumina el rostro. Sale disparada de su sitio, derriba su sillita plegable y casi antes de que me dé cuenta tengo a Alba en brazos, estoy abrazándola con todas mis fuerzas, arrodillado ante ella y apretándola contra mi pecho, mientras ella no para de llamarme «papá».
Todos nos observan con la boca abierta. La profesora corre hacia nosotros.
—Alba, ¿qué significa esto? Haga el favor de decirme quién es usted, señor.
—Soy Henry DeTamble, el padre de Alba.
—¡Él es mi papá!
La maestra prácticamente se retuerce las manos.
—Mire... El padre de Alba está muerto.
Me quedo sin habla, pero Alba, digna hija de su padre, sabe controlar la situación.
—Está muerto, pero su muerte no es continua.
—Es algo difícil de explicar... —empiezo a contarle, recuperándome del impacto.
—Es una PCD —informa Alba—, igual que yo.
La explicación parece satisfacer plenamente a la profesora, aunque para mí no signifique nada. La joven está algo pálida bajo el maquillaje, pero su mirada es compasiva. Alba me estrecha la mano con fuerza. Di algo, quiere decir con su gesto.
—Ah, señora...
—Cooper.
—Señora Cooper, ¿habría alguna posibilidad de que Alba y yo pudiéramos disponer de unos minutos para hablar? No nos vemos demasiado...