Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Miércoles 26 de noviembre de 1998
Clare tiene 27 años, y Henry 35
C
LARE
: El dormitorio de mi madre es blanco y tiene muy pocos muebles. Toda la parafernalia médica ha desaparecido. La cama desnuda deja a la vista el colchón, que está manchado y presenta un aspecto asqueroso en medio de esta habitación tan limpia. Estoy de pie delante del escritorio de mi madre, un mueble de fórmica blanco, moderno y extraño, en un cuarto por otro lado femenino y delicado, lleno de muebles franceses antiguos. Su escritorio se encuentra situado en un pequeño saliente, las ventanas lo abrazan, la luz matutina limpia su superficie vacía. Está cerrado con llave. He pasado una hora buscando, sin suerte alguna, la llave que le corresponde. Apoyo los codos en el respaldo dela silla giratoria de mi madre y me quedo contemplando el mueble. Al final, me voy abajo. La sala de estar y el comedor están vacíos. Oigo risas en la cocina, y empujo la puerta para entrar. Henry y Nell se apiñan sobre un montón de cuencos, una porción de masa extendida y un rodillo.
—¡Tranquilo, muchacho, tranquilo! Vas a endurecerlos si les das de ese modo. Tienes que tocarlos con más suavidad, Henry, o tendrán la textura del chicle.
—Lo siento, lo siento, de verdad que lo siento. Seré cuidadoso, pero no me atosigues. —Henry se vuelve sonriendo y veo que está cubierto de harina.
—¿Qué estás haciendo?
—Cruasanes. He jurado dominar el arte de modelar la masa pastelera o perecer en el intento.
—Descansa en paz, hijo —remeda Nell con una mueca de alegría.
—¿Qué pasa? —pregunta Henry mientras Nell enrolla con eficiencia una pelota de masa, la dobla, la corta y la envuelve en papel de cera.
—Necesito que me prestes a Henry un par de minutos, Nell.
Nell asiente y le dice a Henry, señalándolo con el rodillo de amasar:
—Regresa dentro de quince minutos y empezaremos la maceración.
—Sí, señora.
Henry sube las escaleras detrás de mí y entra en el dormitorio de mi madre, donde está el escritorio.
—Quiero abrirlo y no consigo encontrar las llaves.
—Ah. —Me lanza una mirada tan rápida que no logro interpretarla—. Bueno, eso es sencillo.
Henry se marcha del cuarto y regresa al cabo de unos minutos. Se sienta en el suelo delante del escritorio y endereza dos clips grandes. Empieza a hurgar en el cajón inferior izquierdo, explorando con cuidado y dando la vuelta a uno de los clips, y a continuación clava el otro.
—
Voilà
—dice, tirando del cajón, que rebosa de papeles.
Henry abre sin esfuerzo los cuatro cajones que faltan, y en pocos minutos están todos con la boca abierta y el contenido al descubierto: cuadernos, papeles sueltos, catálogos de jardinería, bolsitas de semillas, bolígrafos y lápices cortos, un talonario de cheques, una barrita de caramelo Hershey’s y numerosos objetos diminutos que ahora parecen abandonados y tímidos a la luz del día. Henry no ha tocado nada de los cajones. Me mira; desvío los ojos hacia la puerta casi de un modo involuntario y él capta la indirecta. Luego me sitúo frente al escritorio de mi madre.
Los papeles no siguen ningún orden preestablecido. Me siento en el suelo y amontono el contenido de un cajón delante de mí. Aliso y apilo todo lo que lleva su letra manuscrita a mi izquierda. Hay listas, y notas dirigidas a ella misma: «No le preguntes a P sobre S»; o bien: «Recuerda a Etta cena de B viernes». Hay páginas y más páginas de garabatos, espirales y rayotes, círculos negros, marcas como huellas de pajaritos. Algunas contienen una frase o un grupo de palabras. «Trazarle la raya con un cuchillo. No he podido hacerlo. Si me quedo en silencio, pasará de lado.» Algunas hojas son poemas tan marcados y tachados que queda bien poco de ellos, como los fragmentos de Safo:
Como carne anciana,
relajada y tiernasin aire
XXXXXXX
ella dijo que sídijo ella
XXXXXXXXXXXXXXX
O bien:
Su mano
XXXXXXXXXXXXXXXXXXXX
de poseer,XXXXXXXXXXXXXXX
en extremo
XXXXXXXXXX
Había escrito algunos poemas a máquina:
En el presente
toda esperanza es débil
y parca.
La música y la belleza
son la sal de mi pesar;
un vacío blanco rasga y penetra en mi hielo.
¿Quién pudo haber dicho
que el ángel del sexo
era tan triste?
O que el deseo conocido
fundiría esta vasta
noche invernal en
un caudal de oscuridad.
23/01/79
El jardín en primavera:
un barco de verano
nadando entre
mi visión invernal.
06/04/79
1979 fue el año en que mi madre perdió el bebé e intentó suicidarse. Me duele el estómago y tengo la vista borrosa. Ahora sé lo que le sucedió entonces. Recojo todos esos papeles y los aparto sin leer ni una sola línea más. En otro cajón encuentro poemas más recientes; y entonces descubro uno dedicado a mí:
E
L
J
ARDÍN
B
AJO
L
A
N
IEVEPara Clare
Ahora el jardín está sepultado por la nieve
una página en blanco en la que escriben nuestras huellas
Clare, que jamás fue mía
sino que siempre se perteneció a sí misma
Bella Durmiente
un manto cristalino
ella espera
Esta es su primavera
este es su sueño/despertar
ella espera
todo está esperando
un beso
las formas improbables de las
tuberosas
raícesNunca creí
mi niña
su casi rostro
un jardín, aguardando.
H
ENRY
: Es casi la hora de cenar y empiezo a estorbar a Nell, así que cuando me insinúa: «¿No deberías ir a ver lo que está haciendo tu mujer?», me parece una buena idea ir a averiguarlo.
Clare está sentada en el suelo, delante del escritorio de su madre, rodeada de papeles blancos y amarillos. La lámpara de la mesita despide un estanque de luz alrededor de su persona, pero su rostro está oculto por las sombras; su pelo es un aura cobriza que llamea. Levanta los ojos, me tiende un papel y me dice:
—Fíjate, Henry, me escribió un poema.
Me siento al lado de Clare y lo leo, y entonces perdono a Lucille, un poco, por su colosal egoísmo y su monstruosa muerte, y miró a Clare a los ojos.
—Es precioso —le digo, y ella asiente, satisfecha, durante unos instantes, porque su madre la amaba en realidad.
Pienso en mi madre cantando
lieder
después de comer una tarde de verano, sonriendo ante nuestro reflejo en un escaparate, girando con su vestido azul y trazando pasos de baile por el vestidor. Me amaba. Jamás cuestioné su amor. Lucille, en cambio, era mudable como el viento. El poema que Clare sostiene es una prueba, inmutable, innegable, la instantánea de una emoción. Echo un vistazo al lago de papeles que hay en el suelo y me siento aliviado de que, en medio de todo ese caos, algo haya salido a la superficie para convertirse en el bote salvavidas de Clare.
—Me escribió un poema —repite Clare, maravillada.
Las lágrimas le surcan las mejillas. La rodeo con mis brazos, y constato finalmente que mi esposa ha vuelto, sana y salva, a la orilla tras el naufragio, llorando como una niña pequeña, cuya madre la saluda desde la cubierta del barco que se va a pique.
Viernes 31 de diciembre de 1999; 23.55 horas
Henry tiene 36 años, y Clare 28
H
ENRY
: Clare y yo nos encontramos en un terrado de Wicker Park con una multitud de recias almas como nosotros, esperando el cambio del llamado fin de milenio. La noche es clara, y no hace tanto frío como cabría esperar; veo mi aliento, y tengo las orejas y la nariz algo insensibles. Clare va embutida en su enorme bufanda negra, y su rostro es sorprendentemente blanco bajo la luz de la luna y las farolas. El terrado pertenece a una pareja de artistas, amigos de Clare. Gómez y Charisse andan cerca, bailando un lento con sus parkas y guantes de lana, siguiendo una música que solo ellos son capaces de oír. La gente que nos rodea bromea, ebria, sobre los víveres enlatados que han amontonado y las medidas heroicas que han tomado para impedir que sus ordenadores se fundan. Sonrío para mis adentros, a sabiendas de que todas estas tonterías sobre el milenio se olvidarán por completo cuando los árboles de Navidad hayan desaparecido de los bordillos de las calles por obra y gracia de la recogida del Departamento de Medio Ambiente.
Estamos esperando que den comienzo los fuegos artificiales. Clare y yo nos apoyamos contra la falsa fachada principal del edificio, que nos llega a la cintura, y vigilamos la ciudad de Chicago. Miramos hacia el este, en dirección al lago Michigan.
—Hola a todos —dice Clare, saludando con su guante al lago, en dirección a South Haven, en Michigan—. Es curioso. Casi ha llegado el Año Nuevo y estoy segura de que todos están en la cama.
Nos encontramos a seis pisos de altura, y me sorprende constatar cuántas cosas puedo ver desde aquí. Nuestra casa, en la plaza Lincoln, se encuentra en algún punto situado hacia el noroeste; nuestro vecindario está oscuro y en silencio. El centro, en cambio, hacia el sudeste, está resplandeciente. Han decorado algunos de los edificios más grandes con motivos navideños, y han engalanado las ventanas con luces verdes y rojas. Sears y Hancock se contemplan mutuamente como robots gigantes por encima de las cabezas de los rascacielos más pequeños. Casi puedo ver el edificio donde yo vivía cuando conocí a Clare, en North Dearborn, aunque permanezca oculto tras aquel otro edificio más alto y espantoso que le colocaron al lado hace unos años. Chicago posee una arquitectura tan hermosa, que de vez en cuando se sienten obligados a destruir algunos de sus mejores exponentes arquitectónicos y erigir edificios terroríficos tan solo para que sepamos apreciar cuáles son los buenos. No hay demasiado tráfico; la gente quiere estar en algún lugar concreto a medianoche, y no en la carretera. Oigo explosiones aisladas de petardos, amenizadas en ocasiones por disparos de esos tarados que parecen olvidar que las pistolas pueden causar algo más que un gran ruido.
—Me estoy congelando —dice Clare, consultando el reloj—. Faltan dos minutos.
Manifestaciones de alegría en el barrio indican que los relojes de algunos van adelantados.
Pienso en Chicago durante este próximo siglo. Habrá más gente, mucha más. Un tráfico ridículo, pero menos antros. Tendremos un edificio horrendo que parece una lata de Coca-Cola explotando en el parque Grant; el oeste de la ciudad irá saliendo de la pobreza lentamente, pero el sur seguirá inmerso en la decadencia. Al final, echarán abajo el estadio Wrigley y construirán un megaestadio feísimo, pero por ahora sigue en pie, ardiendo de luz al noroeste.
Gómez empieza la cuenta atrás.
—Diez, nueve, ocho...
Todos nos apuntamos.
—Siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Feliz año nuevo!
Los tapones de champán salen disparados, los fuegos artificiales entran en ignición y surcan el firmamento, y Clare y yo nos fundimos en un abrazo. El tiempo permanece inmóvil, y espero que el futuro nos depare lo mejor.
Sábado 13 de marzo de 1999
Henry tiene 35 años, y Clare 27
H
ENRY
: Charisse y Gómez acaban de tener su tercer hijo; es una niña, Rosa Evangeline Gomolinski. Dejamos que transcurra una semana y luego nos presentamos en su casa con regalos y comida.
Gómez nos abre la puerta. Lleva a Maximilian, su hijo de tres años, colgado de las piernas, y esconde la cara tras la rodilla de su padre cuando lo saludamos. Joseph, más extravertido de entrada, echa a correr hacia Clare farfullando: «ba, ba, ba», y eructa estentóreamente cuando ella lo coge en brazos. Gómez pone los ojos en blanco y Clare ríe, Joe también ríe e incluso yo tengo que reír ante ese caos tan rotundo. Su casa parece como si un glaciar, con un departamento de Toys"R"Us instalado en su interior, hubiera avanzado, dejando charcas de Legos y ositos de peluche abandonados.
—No miréis —dice Gómez—. Todo esto no es real. Estamos probando uno de los juegos de realidad virtual de Charisse. Lo llamamos «La paternidad».
—¿Gómez? —dice la voz de Charisse elevándose desde el dormitorio—. ¿Son Clare y Henry?
Nos encaminamos en tropel por el pasillo y entramos en su dormitorio. Echo un vistazo a la cocina al pasar por delante. Una mujer de mediana edad está de pie, ante el fregadero, lavando los platos.
Charisse está acostada en la cama con el bebé en brazos. La niña está dormida. Es pequeñita, tiene el pelo negro y un cierto aire azteca. Max y Joe, sin embargo, tienen el pelo claro. Charisse tiene un aspecto horrible (para mí; más tarde Clare insistirá en que se la veía «maravillosa»). Ha aumentado mucho de peso y parece agotada y enferma. Le han practicado una cesárea. Me siento en la butaca. Clare y Gómez se acomodan sobre la cama. Max trepa hasta su madre y se acurruca bajo su brazo libre. Me mira fijamente y se lleva el pulgar a la boca. Joe está sentado en el regazo de Gómez.
—Es preciosa —dice Clare.
Charisse sonríe.
—Y tú estás fantástica.
—Me encuentro fatal —dice Charisse—, pero se acabó, tenemos a la niña.
Charisse acaricia la carita de la pequeña, y Rosa bosteza y levanta una manita. Sus ojos son ranuras oscuras.
—Rosa Evangeline —le dice Clare al bebé, haciéndole un mimito—. Es precioso.
—Gómez quería llamarla Miércoles, pero le he dicho que de eso nada —comenta Charisse.
—Bueno, la verdad es que nació un jueves —explica Gómez.
—¿Quieres cogerla?
Clare asiente, y Charisse deposita con cuidado a su hija en sus brazos. Al ver a Clare con un bebé, la realidad de nuestros abortos me coge por sorpresa durante unos instantes y me entran náuseas. Espero no estar a punto de iniciar uno de mis viajes a través del tiempo. No obstante, la sensación desaparece, pero no logro mitigar mi desazón ante la cruda realidad que vivimos: nos hemos dedicado a perder niños. ¿Dónde están ahora esos niños perdidos, que vagan, dando vueltas, confusos?