Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Viernes 3 de febrero de 1995
Clare tiene 23 años, y Henry 31 y 39
C
LARE
: Gómez, Charisse, Henry y yo estamos sentados alrededor de la mesa de nuestro comedor, jugando a la Jodienda Mental del Capitalismo Moderno. Es un juego que Gómez y Charisse se han inventado. Se juega con el tablero del Monopoly y consiste en contestar preguntas, conseguir puntos, acumular dinero y explotar a los demás jugadores. Le toca el turno a Gómez. Mueve los dados, saca un seis, aterriza en la Caja Comunitaria y coge una tarjeta.
—Muy bien, atentos todos. ¿Qué invento tecnológico contemporáneo enterraríais bajo dos metros de tierra por el bien de la sociedad?
—La televisión —digo yo.
—El suavizante —dice Charisse.
—Los detectores de movimiento —dice Henry con vehemencia.
—Pues yo digo la pólvora.
—Eso no es precisamente moderno —intervengo yo.
—De acuerdo. La cadena de montaje.
—No vale dar dos respuestas —dice Henry.
—Claro que vale. Además, ¿qué gilipollez es esa de contestar «los detectores de movimiento»?
—Los detectores de movimiento de las estanterías de Newberry no paran de vibrar cuando me perciben. Esta semana he terminado dos veces en las estanterías cuando ya habían cerrado, y tan pronto me materializo, el guarda sube para comprobar que todo esté en orden. Me estoy volviendo loco.
—No creo que al proletariado le afecte demasiado la desinvención de los sensores de movimiento. Clare y yo ganamos diez puntos cada uno por dar una respuesta acertada, Charisse consigue cinco en concepto de creatividad, y Henry retrocede tres casillas por valorar las necesidades del individuo por encima del bien común.
—Eso me sitúa en la Salida. Dame doscientos dólares, banquera.
Charisse entrega a Henry su dinero.
—Uauuu —exclama Gómez.
Le sonrío. Ahora me toca a mí. Saco un cuatro.
—Park Place. Compro. —Para poder comprar, sin embargo, tengo que responder correctamente a una pregunta.
Henry saca una tarjeta del montón de la Suerte.
—¿Con quién preferirías cenar y por qué: Adam Smith, Karl Marx, Rosa Luxemburgo o Alan Greenspan?
—Con Rosa.
—¿Por qué?
—Su muerte fue la más interesante de todas.
Henry, Charisse y Gómez consultan y luego coinciden en que puedo comprar Park Place. Le entrego a Charisse el dinero y ella me da la escritura. Henry hace sonar los dados y va a parar a Impuestos sobre la Renta, cajita que consta de unas tarjetas especiales. La aprensión hace que nos pongamos en guardia, y finalmente Henry lee la tarjeta.
—Un gran salto hacia delante.
—Maldita sea.
Todos le entregamos a Charisse nuestras propiedades inmobiliarias, y ella las guarda en la cartera del banco, junto con las suyas.
—Bueno, se acabó lo de Park Place.
—Lo siento. —Henry avanza la mitad del tablero, y se sitúa en Saint James—. Compro.
—Mi pobre Saint James —se lamenta Charisse.
Saco una tarjeta del montón del Aparcamiento Gratis.
—¿A cuánto está al cambio el yen japonés respecto al dólar en el día de hoy?
—No tengo ni idea. ¿A quién le debemos esa pregunta?
—A mí —responde Charisse sonriendo.
—¿Cuál es la respuesta?
—Un dólar son noventa y nueve con ocho yenes.
—De acuerdo. Me quedo sin Saint James. Tu turno. —Henry tiende los dados a Charisse, quien saca un cuatro y cae en la Cárcel. Elige una tarjeta que le dice cuál ha sido su delito: abuso de información privilegiada.
Todos reímos a carcajadas.
—Eso iría más bien por vosotros, tíos —dice Gómez.
Henry y yo sonreímos con humildad. Últimamente estamos devastando el mercado de valores. Para salir de la Cárcel Charisse tiene que responder a tres preguntas.
—Primera pregunta —dice Gómez, eligiendo una tarjeta del montón de la Suerte—. Nombra dos artistas famosos a los que Trotsky conoció en México.
—Diego Rivera y Frida Kahlo.
—Bien. Segunda pregunta: ¿cuánto paga Nike al día a los obreros vietnamitas para fabricar esas zapatillas deportivas tan ridiculamente caras?
—¡Vaya! Pues no lo sé... ¿Tres dólares? ¿Diez centavos?
—¿Qué respondes?
En ese momento se oye un estruendo colosal en la cocina. Todos nos levantamos de un salto, y Henry dice «¡Sentaos!» con tanta vehemencia que todos le hacemos caso. Corre hacia la cocina. Charisse y Gómez me miran atónitos. Por mi parte, hago un gesto de negación con la cabeza.
—No tengo ni idea. —De hecho, sí que la tengo.
Se oye un murmullo apagado de voces y un quejido. Charisse y Gómez se han quedado helados, y escuchan. Me levanto y sigo a Henry con timidez.
Está arrodillado en el suelo, presionando un trapo de cocina contra la cabeza del hombre desnudo que yace en el linóleo, quien, por supuesto, es Henry. El armarito de madera que aguanta los platos está tumbado; el cristal se ha roto y todos los platos se han desparramado y estrellado contra el suelo. Henry yace en medio de todo ese barullo, sangrando y recubierto de cristales. Los dos Henry me miran, uno con tristeza y el otro con apremio. Me arrodillo al lado de uno, sobre el otro Henry.
—¿De dónde sale tanta sangre? —susurro.
—Creo que del cuero cabelludo —me contesta Henry bajito.
—Llamemos a una ambulancia —propongo, y empiezo a sacarle los cristales del pecho a Henry.
—No —dice él, cerrando los ojos.
Me quedo inmóvil.
—Por todos los demonios... —Gómez está en la puerta.
Veo a Charisse, de pie tras él y de puntillas, intentando atisbar por encima de su hombro.
—Uauuu —exclama, empujando a Gómez y acercándose a nosotros.
Henry lanza otro trapo sobre los genitales duplicados de su decúbito prono.
—Oh, Henry. No te preocupes, he dibujado un trillón de modelos que...
—Intento preservar un poco mi intimidad —le suelta Henry.
Charisse retrocede como si le hubiera propinado una bofetada.
—Escucha, Henry... —retumba la voz de Gómez.
No puedo pensar con todo lo que está sucediendo.
—Por favor, callaos todos —exijo, irritada. Para mi sorpresa, me hacen caso—. ¿Qué pasa? —le pregunto entonces a Henry, que sigue echado en el suelo, haciendo muecas de dolor e intentando no moverse.
Henry abre los ojos y me mira fijamente durante un momento antes de responder.
—Me marcharé dentro de unos minutos —dice al final, con la voz queda; entonces se dirige a Henry—. Quiero una copa.
Henry se incorpora de un salto y regresa con un vaso de zumo lleno de Jack Daniels. Le aguanto la cabeza a Henry y él consigue tragar un tercio del vaso.
—¿Eso es prudente? —pregunta Gómez.
—Ni lo sé, ni me importa —le asegura Henry desde el suelo—. Esto duele a parir. ¡Atrás! —exclama, con un grito ahogado—. Cerrad los ojos...
—¿Por qué...? —empieza a decir Gómez.
Henry empieza a tener convulsiones, como si le descargaran corriente eléctrica. Sacude la cabeza con violencia y grita:
—¡Clare!
Cierro los ojos. Oigo un ruido como el de una sábana rasgada, pero mucho más fuerte, y en ese preciso instante se genera una cascada de cristal y porcelana que sale despedida en todas direcciones. Henry ha desaparecido.
—¡Dios mío! —exclama Charisse.
Henry y yo nos miramos. «Eso ha sido distinto, Henry ha sido violento y asqueroso. ¿Qué te está sucediendo?» Su pálido rostro me indica que él tampoco lo sabe. Inspecciona el whisky, por si hay algún fragmento de cristal, y luego se lo bebe de golpe.
—¿Qué ha pasado con todo ese cristal? —exige saber Gómez, sacudiéndoselo de encima con rapidez.
Henry se levanta y me ofrece su mano. Está cubierto de una fina vaporización de sangre y de trocitos de loza y cristal. Yo también me levanto y miro a Charisse. Tiene un corte profundo en la cara; la sangre le baja por la mejilla como si fuera una lágrima.
—Todo lo que no forma parte de mi cuerpo lo dejo atrás —explica Henry. Les muestra asimismo el hueco donde le extrajeron una muela porque no paraba de perder el empaste—. Digamos que al menos, en el lugar adonde he regresado, toda traza de cristal ha desaparecido, y no tendrán que sacármelo con pinzas.
—No, eso ya lo haremos nosotros —dice Gómez, quitándole cristalitos con cuidado a Charisse del pelo. No le falta razón.
Miércoles 8 de marzo de 1995
Henry tiene 31 años
H
ENRY
: Matt y yo estamos jugando al escondite entre las estanterías de Colecciones Selectas. Intenta atraparme porque tenemos que dar una ponencia sobre caligrafía a uno de los jefes de la Newberry y su Club Femenino de las Letras. Si me oculto es porque intento ponerme todas las prendas antes de que me encuentre.
—Venga ya, Henry; nos están esperando.
Matt alza la voz desde algún punto cercano a las Recopilaciones de la Literatura Antigua Norteamericana. Yo, en cambio, me estoy poniendo los pantalones en
Livres d'Artistes Français
del siglo XX.
—Un minuto; estoy buscando una cosa.
Tomo nota mentalmente de aprender ventrilocuismo para momentos como este. La voz de Matt se acerca.
—Te diré que la señora Connelly está como loca, así que olvídalo y salgamos ahí fuera. —Matt asoma la cabeza por la hilera donde me encuentro, mientras todavía estoy abrochándome la camisa—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Cómo dices?
—Has vuelto a corretear desnudo por las estanterías, ¿verdad?
—Hummm, puede. —Intento que mi tono de voz suene despreocupado.
—Por el amor de Dios, Henry. Dame el carrito.
Matt agarra el carrito cargado de libros y empieza a empujarlo hacia la sala de lectura. La pesada puerta metálica se abre y se cierra. Me pongo los calcetines y los zapatos, me anudo la corbata, sacudo la chaqueta y me la pongo. Luego me dirijo a la sala de lectura y me sitúo frente a Matt, al otro lado de la larga mesa escolar, alrededor de la cual se han colocado unas señoras ricas y de mediana edad. Empiezo mi discurso sobre las diversas letras que aparecen en los libros del genio de las letras Rudolf Koch. Matt despliega los fieltros, abre carpetas y va intercalando comentarios inteligentes sobre Koch; cuando ya llevamos casi una hora, tengo la sensación de que por el momento no va a matarme. Las felices señoras se marchan a almorzar con sus andares titubeantes. Matt y yo nos desplazamos por la mesa, devolviendo los libros a sus cajas y poniéndolos en el carrito.
—Siento haber llegado tarde —le digo.
—Si no fueras brillante, te habríamos curtido y te usaríamos para encuadernar
Das Manifest der Nacktkultur.
—Ese libro no existe.
—¿Qué te apuestas?
—Nada.
Regresamos con el carrito a las estanterías y devolvemos las carpetas y los libros a sus estantes. Invito a Matt a almorzar al Beau Thai y todo queda perdonado, aunque no olvidado.
Martes 11 de abril de 1995
Henry tiene 31 años
H
ENRY
: Hay una escalera en la biblioteca Newberry que me da miedo. Se ubica en el extremo oriental del largo pasadizo que recorre cada una de las cuatro plantas y bisecciona las salas de lectura de las estanterías. No posee la magnificencia de la escalera principal, con los peldaños de mármol y las balaustradas esculpidas. Carece de ventanas. Hay fluorescentes, paredes de bloques de hormigón ligero y escaleras de cemento armado señalizadas con unas bandas de seguridad amarillas. Las puertas de cada planta son metálicas, y no tienen mirilla. Sin embargo, eso no es lo que me asusta. Lo que no me gusta de esta escalera es la jaula.
La jaula mide cuatro pisos de altura y ocupa el hueco de la escalera. A primera vista parece la caja de un ascensor, salvo que no hay ningún ascensor, ni nunca lo ha habido. Nadie en Newberry parece saber para qué sirve la jaula o por qué razón fue instalada. Me imagino que la colocaron para impedir que la gente se tirara desde lo alto de las escaleras y aterrizara en el suelo con una cadera rota. La jaula es de color beis y está construida con acero.
El día que me incorporé a la plantilla de la Newberry, Catherine me organizó una visita guiada por todos los recovecos de la institución. Me mostró con orgullo las estanterías, el cuarto de los artefactos, la habitación que no se utiliza en el nexo oriental, donde Matt practica el canto, el cuchitril sorprendentemente desordenado de McAllister, los cubículos de los colegas y la sala donde almuerza el personal. Cuando Catherine abrió la puerta que da a la escalera para subir al departamento de Conservación, sentí un arrebato de pánico. Eché un vistazo al alambre en diagonal de la jaula y rehusé continuar, como un caballo asustado.
—¿Qué es eso? —le pregunté a Catherine.
—Ah, eso es la jaula —me contestó ella con gran naturalidad.
—¿Es un ascensor?
—No, solo una jaula. No creo que sirva para nada.
—Ah. —Me acerqué y miré dentro—. ¿Hay alguna puerta ahí abajo?
—No. No se puede acceder al interior.
—Ya.
Subimos las escaleras y continuamos la visita guiada. A partir de ese momento he evitado utilizar esta escalera. Intento no pensar en la jaula. No quiero ponerme melodramático, pero si algún día terminara ahí dentro, la verdad es que no podría salir.
Viernes 9 de junio de 1995
Henry tiene 31 años
H
ENRY
: Me materializo en el suelo del servicio de caballeros del personal que hay en la cuarta planta de la Newberry. Hace días que desaparecí. Estuve perdido por la Indiana rural de 1973, y estoy cansado, hambriento y voy sin afeitar; peor aún, tengo un ojo morado y no consigo encontrar mi ropa. Me levanto y me encierro en un váter, me siento y pienso. Mientras reflexiono entra alguien, se desabrocha la bragueta y se planta frente al urinario. Al terminar, vuelve a abrocharse la bragueta, se queda quieto durante unos segundos y justo entonces estornudo.
—¿Quién anda ahí?
Permanezco sentado en silencio. En el espacio que media entre la puerta y el váter veo que Roberto se agacha lentamente hasta descubrir mis pies.
—¿Eres tú, Henry? Le diré a Matt que te traiga la ropa. Por favor, vístete y ven a mi despacho.
Entro con sigilo en el despacho de Roberto y me siento delante de él. Está al teléfono, y mientras tanto miro a hurtadillas el calendario. Es viernes. El reloj que hay sobre su escritorio marca las 14.17. He estado fuera poco más de veintidós horas. Roberto cuelga con suavidad el teléfono y se vuelve para mirarme.