Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Durante los primeros tiempos de mi vida de casada lo pasé muy mal en este estudio diminuto que he dispuesto en la habitación de atrás. Ese espacio al que puedo denominar mío, que no está impregnado de la presencia de Henry, es tan pequeño que mis ideas también se han vuelto insignificantes. Soy como un gusano de seda en una crisálida de papel; rodeada de montones de esbozos para realizar esculturas, dibujitos que parecen polillas revoloteando contra las ventanas, batiendo las alas para escapar de ese espacio minúsculo. Diseño maquetas, esculturas reducidas que son como pruebas que servirán para crear unas esculturas inmensas. A medida que pasan los días las ideas me asaltan con mayor reticencia, como si supieran que les haré pasar hambre y les atrofiaré el crecimiento. De noche sueño con colores y que sumerjo los brazos en cubas de fibra de papel. Sueño con jardines en miniatura que no puedo hollar porque soy una giganta.
Lo más seductor del proceso artístico (o de cualquier otro proceso, supongo) es el momento en que la idea vaporosa e insustancial se convierte en una presencia sólida, en un objeto, en una sustancia inmersa en un mundo de sustancias. Circe, Nimbue, Artemisa, Atenea... las viejas hechiceras debieron de conocer esa sensación cuando transformaban hombres ordinarios en criaturas fabulosas, robaban los secretos de los magos o disponían a los ejércitos: ah, fijaos, ahí está, la nueva entidad; sea un cochino, una guerra o un laurel, pero es arte. La magia que yo puedo crear ahora, sin embargo, es magia de andar por casa, magia en diferido. Trabajo cada día, pero nada se materializa. Me siento como Penélope, tejiendo y destejiendo.
¿Qué podría decir de Henry, mi Odiseo? Henry es un artista que pertenece a otra categoría, un artista de la desaparición. Las breves ausencias de Henry amenazan nuestra vida en común en este apartamento demasiado pequeño. A veces él desaparece discretamente; a lo mejor he salido de la cocina, me dirijo al vestíbulo y descubro un montón de ropa en el suelo, o bien me levanto de la cama por la mañana y veo que sale agua de la ducha a pesar de que no hay nadie en ella. En ocasiones es aterrador. Una tarde en que estaba trabajando en el estudio oí a alguien gemir al otro lado de la puerta; la abrí y me encontré a Henry de rodillas y con las manos en el suelo, desnudo en el pasillo, sangrando abundantemente en la cabeza. Abrió entonces los ojos, me vio y desapareció. A veces me despierto por la noche y Henry no está a mi lado. Por la mañana sé que me contará adonde ha ido, del mismo modo que los demás maridos les cuentan a sus esposas los sueños que han tenido: «Estaba en la biblioteca Selzer a oscuras, en 1989». O bien: «Me perseguía un pastor alemán por el patio de una casa y tuve que subirme a un árbol». O bien: «Me he quedado bajo la lluvia, cerca del piso de mis padres, escuchando cantar a mi madre». Espero que Henry me cuente algún día que me ha visto de niña, pero hasta el momento aún no ha ocurrido. Cuando era pequeña, siempre deseaba ver a Henry. Cada una de sus visitas suponía todo un acontecimiento. Ahora, sin embargo, sus ausencias representan el vacío, una resta, una historia que tendré que oír cuando mi aventurero se materialice a mis pies, sangrando o silbando, sonriendo o temblando. Ahora tengo miedo cuando se marcha.
H
ENRY
: Cuando vives con una mujer, aprendes algo cada día. Hasta ahora he aprendido que el cabello largo atasca el desagüe de la ducha antes de que puedas pronunciar «Sidol»; que no es aconsejable recortar algo del periódico antes de que tu esposa lo haya leído, aunque el periódico en cuestión sea de hace una semana; que soy la única persona en nuestro hogar para dos que puede comer lo mismo para cenar tres noches seguidas sin que le entren náuseas; y que los cascos para escuchar música se inventaron para proteger a los cónyuges de los excesos musicales del otro. (¿Cómo es posible que Clare escuche a Cheap Trick? ¿Por qué le gustan The Eagles? Nunca sabré la razón, porque se pone a la defensiva cuando se lo pregunto. ¿Cómo puede ser que la mujer a quien amo no quiera escuchar a los Musique du Garrot et de la Farraille?) Sin embargo la lección más dura es la soledad de Clare. A veces regreso a casa y ella parece irritada; es evidente que he interrumpido el hilo de sus pensamientos, he truncado el silencio soñador de su jornada. A veces vislumbro una expresión en su rostro que es como una puerta cerrada. Clare se ha retirado entonces a ese cuarto donde habita su mente, y se queda ahí sentada, haciendo punto o cualquier otra actividad. He descubierto que a Clare le gusta estar sola. Ahora bien, cuando vuelvo de uno de mis viajes por el tiempo, siempre le alivia volver a verme.
Cuando la mujer con quien convives es una artista, cada día te depara una sorpresa. Clare ha convertido el segundo dormitorio en un armario de sorpresas, y lo ha llenado de esculturas diminutas y de dibujos que ha colgado a lo largo de la pared, sin dejar ni un resquicio libre. Hay bobinas de alambre y rollos de papel embutidos en estanterías y cajones. Las esculturas me recuerdan a las cometas, o bien a maquetas de aeroplanos. Una noche se lo comento, de pie, en el umbral de su estudio, vestido con traje y corbata, recién llegado del trabajo y antes de ponerme a preparar la cena, y entonces ella me lanza una de sus creaciones. Sorprendentemente vuela muy bien y, de repente, nos colocamos en ambos extremos del pasillo y empezamos a lanzarnos diminutas esculturas para comprobar su aerodinámica. Al día siguiente, cuando llego a casa, descubro que Clare ha creado una bandada de pájaros de papel y alambre que cuelgan del techo de la sala de estar. Una semana después las ventanas de nuestro dormitorio desaparecen tras unas formas abstractas, azules y translúcidas, que el sol catapulta contra las paredes del cuarto, que hace las veces de firmamento para las siluetas de las aves que Clare ha pintado en esa superficie. Es precioso.
La noche siguiente contemplo a Clare desde el umbral de su estudio, observo cómo termina de dibujar un puñado de líneas negras alrededor de un pajarillo rojo cuando, de súbito, la veo, en su cuartito, cercada por todas sus cosas, y me doy cuenta de que intenta decirme algo. Entonces sé lo que debo hacer.
Miércoles 13 de abril de 1994
Clare tiene 22 años, y Henry 30
C
LARE
: Oigo la llave de Henry en la puerta principal y salgo del estudio para recibirlo. Para mi sorpresa, lleva un televisor. En casa no vemos la televisión porque Henry no puede y a mí no me interesa perder el tiempo viéndola sola. El televisor es un aparato viejo, pequeño y polvoriento, que sintoniza las cadenas en blanco y negro y tiene la antena rota.
—Hola, cariño. Ya he llegado a casa —dice Henry, dejando el televisor en la mesita de la sala de estar.
—Ecs, está asqueroso. ¿Lo has encontrado en el callejón?
Henry parece ofendido.
—Lo he comprado en el Unique. Diez dólares.
—¿Por qué?
—Hoy dan un programa que creo que deberíamos ver.
—Pero... —No logro imaginar qué clase de espectáculo le compensaría el riesgo de tener que viajar a través del tiempo.
—No pasa nada, yo no me sentaré a mirarlo, pero quiero que tú lo veas.
—Ah, ¿el qué? —Estoy tan desconectada de todo lo que ponen por la tele...
—Es una sorpresa. Lo dan a las ocho.
El televisor se queda en el suelo de la sala de estar mientras cenamos. Henry se niega a contestar cualquier pregunta sobre el tema y se empeña en tomarme el pelo preguntándome qué haría si pudiera disponer de un estudio inmenso.
—¿Y qué más da? Ya tengo mi armarito. A lo mejor me dedico al
origami.
—Venga ya, te lo digo en serio.
—No lo sé. —Enrollo lingüini con el tenedor—. Haría las maquetas cien veces mayores. Dibujaría sobre piezas de papel de pulpa de algodón de tres metros por tres. Llevaría patines para ir de un extremo a otro del estudio. Instalaría unas cubas enormes, un sistema de secado japonés, una batidora Reina de cinco kilos... —Me cautiva la imagen mental que acabo de formarme de ese estudio imaginario, pero entonces recuerdo mi estudio actual y me encojo de hombros—. En fin, dejémoslo. A lo mejor algún día...
Salimos adelante con el sueldo de Henry y los intereses que nos da mi fondo de inversión, pero para costearnos un estudio de verdad tendría que buscar un empleo, y entonces me faltaría tiempo para trabajar en el estudio. Es
La Trampa 22.
Todos mis amigos artistas se mueren por conseguir dinero, tiempo o ambas cosas a la vez. Charisse se dedica a diseñar programas informáticos durante el día y a crear su arte por la noche. Ella y Gómez se casarán el mes que viene.
—¿Qué podríamos comprarles a los Gómez como regalo de boda? —le pregunto a Henry.
—¿Eh? Pues no sé... ¿No podríamos darles todas esas cafeteras exprés que nos regalaron?
—Las cambiamos por el microondas y la máquina de hacer pan.
—Ah, sí. Oye, son casi las ocho. Coge el café y vamos a sentarnos en la sala de estar.
Henry retira su silla y levanta el televisor, y yo cojo las dos tazas de café y las llevo a la salita. Él coloca el aparato sobre la mesita de en medio y después de desenredar un cable larguísimo y manipular unos botones, nos sentamos en el sofá y vemos un anuncio sobre una cama de agua que ponen en el Canal 9. Parece como si estuviera nevando en el plato, donde han instalado la cama.
—Maldita sea —dice Henry, atisbando hacia la pantalla—. En el Unique funcionaba mejor. —El logo de la lotería de Illinois parpadea en la pantalla. Henry rebusca en el bolsillo de sus pantalones y me entrega un papelito blanco—. Aguanta esto.
Veo que es un billete de lotería.
—¡Por Dios! No habrás...
—Chitón. Tú mira.
Con gran ceremonia los encargados de la lotería, unos hombres muy serios vestidos con traje y corbata, anuncian los números que aparecen en unas pelotas de ping-pong, escogidas al azar, y que van saliendo una a una y se colocan en posición en la pantalla. 43, 2, 26, 51, 10, 11. Por supuesto, concuerdan con los números del billete que tengo entre las manos. Los encargados de la lotería nos felicitan. Acabamos de ganar ocho millones de dólares.
Henry apaga el televisor y me sonríe.
—Buena jugada, ¿eh?
—No sé qué decir.
Henry se da cuenta de que no doy saltos de alegría.
—Di: «Gracias, cariño, por conseguir los dólares que necesitamos para comprar una casa». Con eso ya me bastaría.
—Pero... Henry... No es real.
—Claro que lo es. Este billete de lotería es auténtico. Si te lo llevas a la Charcutería Katz, Minnie te dará un abrazo muy efusivo y el estado de Illinois te extenderá un cheque auténtico.
—Pero tú ya lo sabías.
—Claro. Por supuesto. Ha sido cuestión de mirarlo en el periódico de mañana.
—No podemos... Sería hacer trampa.
Henry se palmea la frente con sentido teatral.
—¡Tonto de mí! Me olvidé por completo de que se debe comprar el billete sin conocer de antemano los números. Bueno, podemos arreglarlo.
Desaparece por el pasillo y se dirige a la cocina, de la que regresa con una caja de cerillas. Enciende un fósforo y lo sostiene frente al billete.
—¡No!
Henry apaga la cerilla.
—No importa, Clare. Podríamos ganar la lotería cada semana durante todo un año si quisiéramos. Por lo tanto, si eso te causa conflictos, no hay trato. —El billete está algo chamuscado en una esquina. Henry se sienta en el sofá, a mi lado—. Te diré lo que vamos a hacer. ¿Por qué no te lo quedas? Si te apetece cobrarlo, lo cobramos, y si decides regalárselo al primer vagabundo que te encuentres, se lo das sin ningún problema.
—No sería justo.
—¿El qué no sería justo?
—No puedes dejarme toda la responsabilidad a mí.
—Bueno, a mí tanto me da; pero si tú crees que estamos estafando al estado de Illinois el dinero que ha obtenido engañando con chanchullos a los imbéciles que se desloman trabajando, olvidémoslo. Estoy seguro de que ya se nos ocurrirá otro modo de adquirir un estudio mayor para ti.
Oh. Un estudio mayor. De repente caigo en la cuenta, estúpida de mí, de que a Henry podría tocarle la lotería cuando quisiera; que si jamás se ha molestado en apostar es porque no lo consideraba normal; que ha decidido dejar a un lado su fanática consagración a vivir sumido en la normalidad para que yo pueda disfrutar de un estudio tan grande que pueda atravesarlo de punta a punta patinando; que me estoy comportando como una ingrata, en definitiva.
—¿Clare? Control: base de la Tierra llamando a Clare...
—Gracias —digo en un tono repentinamente brusco.
Henry arquea las cejas.
—¿Acaso significa eso que vamos a cobrar ese billete?
—No lo sé. Significa: «Gracias».
—De nada. —Hay un silencio incómodo—. Oye, me pregunto qué deben de poner en la tele.
—Mucha nieve.
Henry ríe, se levanta y tira de mí.
—Venga, vamos a gastar nuestras ganancias conseguidas con tan malas artes.
—¿Adonde vamos?
—Ni idea. —Henry abre el armario del pasillo y me pasa la chaqueta—. Ya sé, vamos a comprarles un coche a Gómez y Charisse como regalo de boda.
—Creo que ellos nos regalaron las copas de vino.
Bajamos a trompicones por las escaleras y salimos fuera, donde luce una perfecta noche primaveral. Nos quedamos en la acera, frente al edificio donde vivimos, y Henry me coge de la mano. Lo miro, levanto nuestras manos unidas y Henry me hace dar una pirueta. Bailamos por la avenida Belle Plaine, sin música, salvo por el sonido zumbante de los coches al pasar y nuestra propia risa, entre el aroma de las flores de cerezo que caen como la nieve sobre la acera y acompañan nuestros pasos de baile bajo los árboles.
Miércoles 18 de mayo de 1994
Clare tiene 22 años, y Henry 30
C
LARE
: Queremos comprar una casa. Ir a visitar casas en venta es algo increíble. Personas que jamás te invitarían a su hogar, bajo ninguna circunstancia, te abren las puertas de par en par, dejan que atisbes en sus armarios, emitas juicios de valor sobre el papel pintado y les plantees preguntas comprometidas sobre las cañerías.
Henry y yo tenemos modos muy distintos de mirar una casa. Yo camino despacio, valoro la ebanistería, los electrodomésticos, pregunto por el estado de la caldera, compruebo si hay escapes de agua en el sótano. Henry, en cambio, se limita a ir directamente a la parte posterior de la casa, mira por la ventana trasera y me hace una señal negativa. Nuestra agente inmobiliaria, Carol, cree que es un lunático. Para mitigar su impresión le comento que en el fondo es un fanático de la jardinería. Un día, tras varias escenitas de este tipo, salimos del despacho de Carol, cogemos el coche para volver a casa y decido averiguar si la locura de Henry obedece a algún plan preconcebido. Haciendo alarde de mi exquisita educación, le pregunto: