La mujer del viajero en el tiempo (34 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—He oído decir que te has prometido.

Levanto la mano izquierda y le muestro el anillo. El camarero se encorva y Celia pide un café turco. Me mira y me dedica una sonrisa ladina. Tiene los dientes blancos, largos y curvos, los ojos grandes y los párpados a medio cerrar, inmóviles, como si se estuviera quedando dormida. Se ha recogido los rizos rastafari en un moño alto, que ha adornado con unos palillos rosa a juego con su brillante vestido, también rosa.

—O eres muy valiente o estás loca.

—Es lo que me dice la gente.

—Bueno, a estas alturas ya deberías saberlo.

Sonrío, me encojo de hombros y doy un sorbito al café, que está tibio y demasiado dulce.

—¿Sabes dónde está Henry ahora mismo? —me pregunta Celia.

—No. ¿Sabes tú dónde está Ingrid ahora mismo?

—Sí. Está sentada en un taburete del bar Berlín, esperándome; y además llego tarde —añade consultando su reloj de pulsera.

La luz procedente de la calle dota a su piel sombría y quemada de unos reflejos azules que devienen púrpura. Parece una marciana glamurosa.

—Henry va corriendo por Broadway, tal como Dios lo trajo al mundo, con un montón de
skinheads
pisándole los talones —me informa sonriendo.

Oh, no.

El camarero trae el café de Celia y yo le señalo mi taza; vuelve a llenarla. Mido con precisión una cucharadita de azúcar, la echo en la taza y remuevo. Celia mete una cucharada de postre en la tacita de su café turco. Es negro y denso como la melaza. «Érase una vez tres hermanitas... que vivían en el fondo de un pozo... Os preguntaréis por qué vivían en el fondo de un pozo... Pues veréis, porque aquel pozo era un pozo de melaza.»

Celia está esperando a que yo diga algo. «Haz una reverencia mientras piensas lo que dirás. Te servirá para ganar tiempo.»

—¿De verdad? —digo. Una salida muy, pero que muy brillante, Clare.

—No pareces demasiado preocupada. Si mi hombre estuviera corriendo en pelotas y de ese modo, yo me inquietaría un poco.

—Ya, bueno... Henry no es exactamente un hombre normal y corriente.

—¡Y que lo digas, tía! —exclama Celia, riendo.

Me pregunto cuánto sabrá. ¿Acaso Ingrid sabe algo? Celia se acerca a mí, da un sorbito al café, abre mucho los ojos, arquea las cejas y frunce los labios.

—¿De verdad vas a casarte con él?

—Si no te lo crees, ven a comprobarlo. Te invito a la boda —digo en un arrebato.

Celia niega con la cabeza.

—¿Quién, yo? Pero si sabes que no le gusto nada a Henry, ni lo más mínimo.

—Bueno, tú tampoco sientes gran devoción por él.

—Ahora sí la siento —responde Celia sonriendo—. Plantó a la señorita Ingrid Carmichel en plan bestia, y yo me he dedicado a recoger los pedazos. —Vuelve a consultar su reloj—. Dicho lo cual, llego tarde a mi cita. ¿Por qué no vienes conmigo? —me propone levantándose.

—No, no, gracias.

—Venga, chica. Ingrid y tú deberíais conoceros. Tenéis muchísimo en común. Venga, celebraremos una fiestecita de solteras.

—¿En Berlín?

—No me refiero a la ciudad —responde Celia riendo—, sino al bar.

Sus carcajadas son de caramelo; parecen emanar del cuerpo de alguien mucho más alto. No quiero que se marche, pero...

—No, no creo que sea una buena idea —le digo a Celia, mirándola fijamente—. Me parece mezquino.

Celia sostiene mi mirada, y me evoca una imagen de serpientes y gatos. «¿Los gatos comen sapos?... ¿Los sapos comen gatos?»

—Además, tengo que terminar esto.

Celia aventura una mirada a mi cuaderno.

—Vaya, así que tenemos deberes... ¡Oh, será una velada escolar! Ahora haz el favor de escuchar a Celia, tu hermana mayor, que sabe lo que les conviene a las estudiantes... Oye, ¿ya tienes edad suficiente para beber alcohol?

—Sí —le digo con orgullo—. Desde hace tres semanas.

Celia se acerca a mi oído. Huele a canela.

—Venga, anímate, Clare. Tienes que vivir un poco antes de sentar la cabeza con el señor bibliotecario. Vengaaaa..., Clare. Si no, no te darás cuenta y estarás hasta las orejas de bebés bibliotecarios, que cagarán el sistema de clasificación decimal Dewey en sus pañales desechables.

—De verdad que no creo que...

—Pues no digas nada, tú tan solo ven.

Celia amontona mis libros y se las arregla para volcar la jarrita de leche. Empiezo a secar el estropicio, pero entonces Celia sale del café dando zancadas, con mis libros bajo el brazo. Solo se me ocurre salir corriendo tras ella.

—Celia, haz el favor.... Necesito esos...

Para ser alguien que tiene las piernas cortas y calza unos tacones de trece centímetros, Celia se mueve muy rápido.

—Ni hablar. No te los devolveré hasta que me prometas que vendrás conmigo.

—A Ingrid no le va a gustar.

Ajustamos el paso y nos dirigimos al sur por Halstead hacia Belmont. No tengo ganas de ver a Ingrid. La primera y última vez que la vi fue en el concierto de los Violent Femmes, y en lo que respecta a mí, con una vez es suficiente.

—Claro que le gustará. Ingrid siente mucha curiosidad por ti.

Giramos por Belmont y pasamos frente a diversos salones de tatuajes, restaurantes hindúes, tiendas de artículos de piel e iglesias congregadas en establecimientos comerciales. Cruzamos por debajo de los raíles elevados del metro y llegamos al Berlín. El local por fuera no parece muy atractivo. Las ventanas están pintadas de negro y oigo la música disco vibrando desde la oscuridad que se adivina tras un tipo delgaducho y pecoso, quien extiende un carnet solo para mí, sin reparar en Celia, nos marca las manos con un tampón y nos permite introducirnos en el abismo.

Cuando mi visión se adapta a la oscuridad, me doy cuenta de que el local está lleno de mujeres. Mujeres apelotonadas bajo un diminuto escenario que observan a una bailarina de striptease contonearse, con un tanga y unas pezoneras de lentejuelas rojo. Mujeres riendo y coqueteando en el bar. Es la Noche de las Damas. Celia tira de mí para que vaya hacia una mesa, donde Ingrid está sentada sola, con un vaso largo lleno de un líquido azul cielo delante. Levanta los ojos; juraría que no está demasiado contenta de verme. Celia besa a Ingrid y me hace una seña para que me siente con ellas. Sin embargo yo permanezco de pie.

—Hola, guapísima —le dice Celia a Ingrid.

—¿Qué es esto, una broma? ¿Para qué la has traído?

Ambas me ignoran. Celia sigue sosteniendo mis libros bajo el brazo.

—No pasa nada, Ingrid. La chica vale la pena. He pensado que os gustaría conoceros mejor, eso es todo. —Celia habla en tono de disculpa, pero incluso yo me doy cuenta de que disfruta viendo a Ingrid tan incómoda.

—¿Por qué estás aquí? —me pregunta Ingrid, fulminándome con la mirada—. ¿Has venido a fanfarronear?

Se recuesta en la silla y levanta la barbilla desafiante.

Ingrid parece un vampiro rubio, con su chaqueta de terciopelo negro y el pintalabios rojo sangre. Está deslumbrante. Yo, en cambio, me siento como una colegiala de provincias. Tiendo las manos hacia Celia y ella me devuelve los libros.

—He venido obligada, pero me marcho ahora mismo.

Cuando hago el gesto de volverme, Ingrid alarga la mano y me coge por el brazo.

—Espera un minuto...

Ingrid me dobla la mano izquierda y la acerca hacia sí, yo tropiezo y mis libros salen disparados. Cuando logro desasirme de ella, me dice:

—¿Estáis prometidos?

Me doy cuenta de que está mirando el anillo de Henry. Evito responderle. Ingrid se dirige a Celia.

—Tú lo sabías, ¿verdad?

Celia baja los ojos y no los despega de la mesa; no abre la boca.

—La has traído para restregármelo a la cara, bruja, más que bruja —dice con voz tranquila. Apenas puedo oírla con el ruido de la música.

—No, Ing, yo solo...

—Que te jodan, Celia.

Ingrid se levanta y su rostro queda cerca del mío. Durante unos segundos imagino a Henry besando esos labios rojos. Ingrid me mira fijamente.

—Dile a Henry que se vaya al infierno —me dice—, y dile también que nos veremos allí.

Se marcha muy ofendida. Celia se queda sentada con el rostro hundido entre las manos. Yo empiezo a recoger los libros, y cuando me vuelvo para marcharme, Celia me dice:

—Espera.

Me detengo.

—Lo siento, Clare.

Me encojo de hombros. Voy hacia la puerta, y cuando me vuelvo, veo que Celia sigue sentada sola a la mesa, sorbiendo la bebida azul de Ingrid y reclinando el rostro en su mano, sin mirarme.

Ya en la calle camino cada vez más deprisa para llegar al coche; luego arranco, me voy a casa y me meto en el dormitorio. Me acuesto y marco el número de Henry, pero él no está en casa. Apago la luz, pero no consigo dormir.

Más vale vivir bajo los efectos de la química

Domingo 5 de septiembre de 1993

Clare tiene 22 años, y Henry 30

C
LARE
: Henry está hojeando su manido ejemplar del
Manual de consulta de la profesión médica
. Mala señal.

—Nunca me había dado cuenta de que eres un fanático de las drogas.

—No soy un fanático, soy un alcohólico.

—No eres alcohólico.

—Claro que lo soy.

Estoy echada en su sofá y cruzo las piernas sobre su regazo. Henry pone el libro sobre mis muslos y sigue pasando páginas.

—No bebes tanto como dices.

—Antes sí. Aflojé un poco después de casi perder la vida. Además, el ejemplo de mi padre me sirve de triste lección.

—¿Qué buscas?

—Algo para tomarme el día de la boda. No quiero dejarte plantada en el altar delante de cuatrocientas personas.

—Sí, más vale. —Imagino la escena y me estremezco—. Fuguémonos.

—De acuerdo —responde Henry, sosteniendo mi mirada—. Yo voto a favor.

—Mis padres me desheredarían.

—Ni hablar.

—No acabas de entenderlo, por lo que veo. La boda es una producción carísima de Broadway. Nosotros solo somos una excusa para que mi padre entretenga con esplendidez a todos sus colegas de profesión y los impresione. Si nos largamos, mis padres tendrán que contratar a unos actores para que representen nuestros papeles.

—Vayamos al ayuntamiento y casémonos antes. De ese modo, si ocurre cualquier cosa, al menos ya estaremos casados.

—Oh, pero... A mí eso no me gusta. Sería como mentir... Me sentiría incómoda. ¿Por qué no lo hacemos luego, si la boda auténtica se complica?

—De acuerdo. Será el plan B.

Henry me tiende la mano y yo se la estrecho.

—Dime si has encontrado alguna sustancia.

—Bueno, lo ideal sería que tomara un neuroléptico llamado Risperdal, pero no saldrá al mercado hasta 1998. En segundo lugar, podría optar por Clozaril, o bien por Haldol.

—Tienen nombres de antitusígenos de última generación.

—Son antipsicóticos.

—¿De verdad?

—Sí.

—Pero tú no eres un psicótico.

Henry me mira y luego hace una horrible mueca y clava sus garras al aire, como si fuera un hombre lobo de película muda.

—Si me hacen un electroencefalograma, sale un cerebro de esquizofrénico. Son muchos los médicos que insisten en que esta ilusión de los viajes a través del tiempo se debe a la esquizofrenia. Por eso me recetan esos medicamentos, que bloquean los receptores de dopamina.

—¿Cuáles son los efectos secundarios?

—Bueno... distonía, akathisia, pseudopárkinson. Es decir, contracciones musculares involuntarias, inquietud, inestabilidad aguda, deambulación nerviosa, insomnio, inmovilidad y pérdida de expresión facial. Luego aparecen la dyskinesia tardía, el descontrol crónico de los músculos faciales y la agranulocitosis, la destrucción de la capacidad que posee el cuerpo de fabricar glóbulos blancos. Finalmente, se pierde la función sexual, por no hablar del tremendo efecto sedante que tienen todas esas medicinas que pueden conseguirse en la actualidad.

—Supongo que no estarás pensando en serio en tomar alguna de esas sustancias, ¿verdad?

—Bueno, en el pasado tomé Haldol y Thorazine.

—¿Y qué ocurrió?

—Fue francamente horrible. Iba por la vida como un zombi. Notaba como si tuviera pegamento blanco Elmer's Glue en el cerebro.

—¿No existe nada más?

—Valium, Librium y Xanax.

—Es lo que toma mi madre. Xanax y Valium.

—Sí, eso es más coherente. —Henry hace una mueca de desagrado y aparta el
Manual de consulta de la profesión médica
—. Muévete.

Encajamos nuestros cuerpos en el sofá hasta que quedamos echados de costado. Es muy íntimo.

—No tomes nada.

—¿Por qué no?

—Porque no estás enfermo.

—Son estos detalles los que hacen que te quiera tanto —dice Henry riendo—. Sobre todo, tu incapacidad de percibir mis defectos más monstruosos.

Henry empieza a desabrocharme la blusa y yo retengo su mano. Me mira, expectante. Siento un ligero enojo.

—No comprendo por qué hablas de ese modo. Siempre dices cosas horribles de ti. Tú no eres así. Eres bueno.

Henry contempla mi mano y libera la suya para atraerme hacia él.

—No soy bueno —me dice bajito al oído—. Pero a lo mejor lo seré más adelante, ¿eh?

—Más vale que te lo propongas.

—Contigo me porto muy bien. —Totalmente cierto—. ¿Me oyes, Clare?

—¿Mmmmm?

—¿Te despiertas alguna vez pensando que soy una especie de broma que Dios te está gastando?

—No. Me despierto pensando que podrías desaparecer y no regresar nunca más. Sigo despierta, amargada, cavilando sobre algunas de las cosas que me has dicho a medias sobre el futuro; pero tengo una confianza absoluta en la idea de que vamos a estar juntos.

—Una confianza absoluta.

—¿Tú no?

Henry me besa.

—«Tiempo, lugar, fortuna o muerte no pueden doblegar / mis deseos más nimios ni un solo trecho.»

—Te estás pasando otra vez.

—Me da igual.

—Fanfarrón.

—Ya, y ahora ¿quién es la guapa que dice cosas tan horribles de mí?

Lunes 6 de septiembre de 1993

Henry tiene 30 años

H
ENRY
: Estoy sentado en lo alto de los escalones de entrada de una casa blanca y deprimente, con las fachadas laterales de aluminio, que se encuentra en Parque Humboldt. Es lunes por la mañana, son alrededor de las diez, y espero que Ben regrese de donde sea que esté. No me gusta demasiado el vecindario; me siento bastante expuesto sentado frente a la puerta de Ben, pero es un tipo tan extremadamente puntual que sigo aguardando confiado. Observo a dos hispanas empujando sendos cochecitos de bebé por la acera inclinada y rota. Mientras reflexiono sobre la desigualdad de los servicios urbanos, oigo un grito a lo lejos.

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