Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—¿Te apetece una Coca-Cola? —me pregunta, y se va a la cocina.
—Muy bien.
Dejo la mochila junto a la puerta principal y la sigo. En la cocina hace restallar la palanca de metal de una bandeja de cubitos de hielo pasada de moda. Siempre me maravilla la fuerza de Kimy. Debe de tener unos setenta años y para mí está exactamente igual que cuando yo era pequeño. Yo pasaba muchísimo tiempo aquí abajo, ayudándola a preparar la cena para el señor Kim (quien murió hace cinco años); leía, hacía los deberes y veía la televisión. Me siento a la mesa de la cocina y ella coloca ante mí un vaso rebosante de Coca-Cola con mucho hielo. A Kimy todavía le quedan unos sorbos de café instantáneo en una de las tazas que forman parte del juego de porcelana fina que lleva unos colibríes pintados alrededor del borde. Recuerdo la primera vez que me permitió tomar café en una de esas tazas; tenía trece años. Me sentí un adulto.
—Hace mucho que no nos vemos, compañero.
Bufff.
—Lo sé. Lo siento... El tiempo ha pasado muy deprisa para mí últimamente.
Me examina. Kimy tiene unos ojos negros y escrutadores que parecen vislumbrar el fondo más recóndito de mi pensamiento. Su rostro plano y coreano esconde cualquier traza de emoción, que jamás revela, a menos que sea por voluntad propia. Es una jugadora de bridge fantástica.
—¿Has estado viajando a través del tiempo?
—No. De hecho, hace meses que no voy a ninguna parte. Es fantástico.
—¿Tienes novia?
Sonrío.
—Vaya, vaya. Vale, me hago cargo. ¿Cómo se llama? ¿Cómo es que no la has traído por aquí?
—Se llama Clare. Le he dicho varias veces que me gustaría traerla a casa, pero él siempre evita el tema.
—A mí no me lo has dicho nunca. Tú ven, y Richard vendrá también. Comeremos pato con almendras.
Como es habitual, me impresiona lo obtuso que puedo llegar a ser. La señora Kim sabe cuál es el mejor modo de limar las complicaciones sociales. Mi padre no tiene ningún reparo en mostrarse como un cabrito conmigo, pero siempre hará un esfuerzo por la señora Kim, tan cierto como que ella fue quien prácticamente educó a su hijo, y además es probable que no le cobre por el piso lo que se cotiza en el mercado.
—Eres un genio —le digo.
—Sí que lo soy. Lo que no entiendo es por qué no me conceden una beca MacArthur. ¿Lo sabes tú?
—No, qué va; aunque quizá es porque no sales lo bastante de casa, y no creo que los que conceden la MacArthur se paseen por el Bingo World.
—No, ellos ya tienen dinero a espuertas. Dime, Henry, ¿cuándo te casarás?
La Coca-Cola me sube por la nariz, de tan fuerte que me río. Kimy se pone en pie de un salto y empieza a darme golpecitos en la espalda. Me calmo, y ella vuelve a sentarse, de mal humor.
—¿Qué es lo que te divierte tanto? Solo era una pregunta. Supongo que puedo hacer preguntas, ¿no?
—Claro, no es nada... Quiero decir que no me río porque sea una burrada, sino porque me has leído el pensamiento. He venido a preguntarle a papá si querría prestarme alguno de los anillos de mi madre.
—Ohhh. Chico, no lo sé. ¡Vaya, así que te casas! ¡Bueno! ¡Es fantástico! ¿Te dirá que sí?
—Eso creo. Veamos, estoy seguro en un noventa y nueve por ciento.
—Pues no está nada mal. No sé nada de los anillos de tu madre, de todos modos. Verás, lo que quería decirte... —Mira hacia el techo—. Se refiere a tu padre; no se encuentra nada bien. Grita mucho y tira cosas. Además no practica.
—Ya, bueno... No me sorprende mucho, la verdad. De todos modos, es una mala señal. ¿Has subido últimamente?
Por lo general, Kimy va muchas veces al piso de mi padre. Creo incluso que lo limpia en secreto. La he visto planchar con aire desafiante las camisas del esmoquin de mi padre para acallar cualquier comentario por mi parte.
—¡No me deja entrar! —Está a punto de ponerse a llorar; lo cual pinta francamente mal. No hay duda de que mi padre tiene sus propios problemas, pero que permita que afecten a Kimy, eso es una desconsideración por su parte.
—¿Y cuando no está en casa?
Por lo general finjo ignorar que Kimy entra y sale del piso de mi padre sin su consentimiento; ella, por su parte, hace ver que jamás haría algo así. Sin embargo, en realidad le estoy agradecido, ahora que ya no vivo aquí. Alguien tiene que vigilarlo de vez en cuando.
Kimy, no obstante, finge un aire culpable, picaro, y algo alarmado también por el hecho de que esté mencionando sus incursiones.
—De acuerdo. Es cierto: entré una sola vez; porque me preocupo por él. Hay basura por todas partes; pronto tendremos chinches si sigue así. No guarda nada en la nevera, salvo cerveza y limones. Tiene tanta ropa sobre la cama que dudo que duerma en ella. No sé lo que se trae entre manos. Jamás lo vi tan mal desde que tu madre murió.
—Maldita sea... ¿Qué crees que está pasando, Kim?
En ese momento se oye un estruendo enorme en lo alto, lo que significa que mi padre ha dejado caer algo al suelo de la cocina. Seguramente intentaba levantarse.
—Creo que será mejor que suba.
—Sí. —Kimy se pone nostálgica—. Es un hombre tan agradable, tu padre... No sé por qué se abandona tanto.
—Porque es alcohólico; y eso es lo que hacen los alcohólicos. Forma parte de sus responsabilidades laborales: destruirse y seguir destruyéndose.
Kimy me clava sus devastadores ojos.
—Hablando de responsabilidades...
—Dime. —Oh, mierda.
—Creo que no está trabajando.
—Bueno, porque la temporada ya se ha terminado. Él no trabaja en mayo.
—Su grupo está de gira por Europa, y él está aquí. Además, hace dos meses que no me paga el alquiler.
Maldita sea, maldita sea y maldita sea.
—Kimy, ¿por qué no me has llamado? Es horrible. ¡Mierda! —Me pongo de pie y desando el pasillo; cojo la mochila y vuelvo a la cocina. Rebusco en el interior y encuentro el talonario de cheques—. ¿Cuánto te debe?
La señora Kim está muy violenta.
—No, Henry, rio... Ya lo pagará él.
—Ya me lo dará a mí, en todo caso. Venga, compañera, no pasa nada. Dispara y dime lo que te debe.
—Mil doscientos dólares —dice en voz queda y sin mirarme.
—¿Nada más? Pero ¿a qué te dedicas, colega? ¿A dirigir la Sociedad Filantrópica de Ayuda a los Díscolos DeTamble? —Anoto la cantidad en el talón y se lo meto bajo el platito de su taza—. Vale más que lo ingreses, porque si no vendré a buscarte.
—Bueno, pues si esa es la manera de que vengas a verme, entonces no iré a cobrarlo.
—Vendré a verte igualmente —le digo, presa de la culpabilidad—. Además traeré a Clare conmigo.
Kimy me sonríe de oreja a oreja.
—Eso espero. Yo seré vuestra dama de honor, ¿vale?
—Si mi padre no se reforma, podrías acompañarme tú. En realidad, es una idea fantástica: podrías ir conmigo del brazo por el pasillo de la iglesia, y Clare nos estaría esperando con su esmoquin, y el organista tocaría
Lohengrin...
—Será mejor que me compre un vestido.
—Uy, uy, uy... No te compres ningún vestido hasta que te diga que está todo atado y bien atado. —Suspiro—. Creo que será mejor que suba y hable con él.
Me levanto. De repente me siento enorme en la cocina de la señora Kim, como si hubiera ido de visita a mi escuela primaria y ahora me maravillara el tamaño de los pupitres. Kimy se levanta despacio y me sigue hasta la puerta de entrada. Le doy un abrazo. Durante un momento me parece frágil y perdida, y me pregunto qué será de ella, de sus días telescópicos de limpieza, jardinería y torneos de bridge, pero entonces mis propias preocupaciones me sacuden de plano. Volveré pronto; no puedo pasarme la vida ocultándome en la cama con Clare. Kimy me mira mientras abro la puerta del piso de mi padre.
—¡Eh, papá! ¿Estás en casa?
Tras unos segundos de silencio, se oye:
—¡Lárgate!
Subo las escaleras y la señora Kim cierra la puerta.
Lo primero que me ofende es el olor: hay algo que se pudre ahí dentro. La sala de estar es un desastre total. ¿Dónde han ido a parar los libros? Mis padres poseían toneladas de libros: de música, de historia, novelas, en francés, en alemán, en italiano... ¿Dónde están? Incluso la colección de discos y discos compactos parece más reducida. Hay papeles por todas partes: propaganda, periódicos y partituras que tapizan el suelo. El piano de mi madre tiene dos dedos de polvo, y veo un jarrón de gladiolos que hace mucho se marchitaron, momificándose en el alféizar de la ventana. Camino por el pasillo, y echo un vistazo a los dormitorios. Es el caos más abyecto: ropa, basura y más periódicos. En el baño una botella de Michelob ha caído bajo el lavabo y una reluciente capa seca de cerveza barniza el embaldosado.
Mi padre está sentado a la mesa de la cocina, de espaldas a mí, mirando por la ventana, hacia el río. No se vuelve cuando entro en la estancia. No me mira cuando me siento; pero tampoco se levanta y se marcha, lo cual interpreto como una señal de que podemos entablar una conversación.
—Hola, papá.
Silencio.
—Acabo de ver a la señora Kim. Dice que no te van muy bien las cosas.
Silencio.
—Me han dicho que no trabajas.
—Estamos en mayo.
—¿Y por qué no te has marchado de gira?Al final se digna mirarme. Bajo su tozudez advierto el miedo.
—Estoy de baja por enfermedad.
—¿Desde cuándo?
—Desde marzo.
—¿La baja es retribuida?
Silencio.
—¿Estás enfermo? ¿Qué ocurre, papá?
Pienso que hará caso omiso a mis preguntas, pero me tiende las manos a modo de respuesta. Tiemblan como si padecieran los efectos de un ligero terremoto de naturaleza propia. Finalmente lo ha conseguido. Veintitrés años bebiendo empecinadamente han bastado para destruir su capacidad para tocar el violín.
—Oh, papá. Por el amor de Dios... ¿Qué dice Stan?
—Dice que se ha acabado. Los nervios se han disparado, y no volverán a ser como antes.
—Qué horror.
Nos miramos durante un insoportable minuto. Su rostro no logra ocultar la angustia, y yo empiezo a comprender: no posee nada. Nada le queda a lo que aferrarse, a lo que sostenerse, a lo que dedicar su vida. Primero, mi madre, y luego su música, que ha desaparecido para siempre. Yo nunca importé demasiado, y por lo tanto mis esfuerzos tardíos no tendrán grandes consecuencias.
—¿Y ahora, qué? —le pregunto.
Silencio. Nadie dice nada.
—No puedes quedarte aquí y pasarte los siguientes veinte años bebiendo.
Mi padre desvía la mirada hacia la mesa.
—¿Qué ocurre con tu pensión, con los complementos del trabajo, la asistencia médica, Alcohólicos Anónimos?
No ha hecho nada, se ha limitado a pasar de todo. ¿Dónde he estado yo todo este tiempo?
—He pagado el alquiler.
—Ah... —Parece turbado—. ¿No lo había pagado ya?
—No. Debías dos meses. La señora Kim se sentía muy violenta y no quería decírmelo. Además, tampoco quería que le entregara el dinero, pero no tiene ningún sentido que porque tú tengas problemas, también deba tenerlos ella.
—Pobre señora Kim.
Las lágrimas empiezan a surcarle las mejillas. Se ha hecho viejo. No hay otra palabra para describirlo. Tiene cincuenta y siete años y ya es un anciano. Sin embargo, no estoy enfadado. Lo lamento mucho, y tengo miedo por él.
—Papá.
Me mira de nuevo.
—Oye, tendrás que dejarme hacer algo por ti, ¿de acuerdo?
Desvía la mirada y sus ojos se pierden tras la ventana, hacia los infinitamente más interesantes árboles del otro lado de la orilla.
—Tienes que dejarme ver los documentos de tu pensión y los extractos de tus cuentas bancarias. Tendrás que permitir que la señora Kim y yo limpiemos tu casa; y además, debes dejar de beber.
—No.
—¿No a qué? ¿No a todo o solo a una parte de lo que te propongo?
Silencio. Empiezo a perder la paciencia, así que decido cambiar de tema.
—Papá, voy a casarme.
Ahora sí que he llamado su atención.
—¿Con quién? ¿Quién querría casarse contigo?
Creo que pronuncia esas palabras sin malicia. Siente una genuina curiosidad. Saco la cartera y extraigo una fotografía de Clare de una funda de plástico. En el retrato Clare mira hacia lo lejos, con mirada serena, desde la playa del Faro. El cabello le flota al viento como un estandarte agitado por la brisa, y a la temprana luz de la mañana parece brillar contra el fondo de penumbrosos árboles. Mi padre coge la fotografía y la estudia con atención.
—Se llama Clare Abshire. Es artista.
—Bien. Es bonita —dice en tono huraño. Es lo más parecido a una bendición paterna que voy a recibir por su parte.
—Me gustaría... Me gustaría muchísimo regalarle el anillo de boda de mamá, y el de compromiso también. Creo que a ella le habría gustado.
—Y eso, ¿cómo lo sabes? Si apenas la recuerdas...
No quiero entrar en discusiones pero, de repente, me siento absolutamente decidido a salirme con la mía.
—La veo periódicamente. La he visto cientos de veces desde que murió. La veo paseando por el vecindario, contigo, conmigo. Va al parque y memoriza las partituras, va de compras, toma café con Mará en Tia's. La veo con el tío Ish. La veo en Juilliard. ¡Incluso la oigo cantar!
Mi padre me observa boquiabierto. Estoy destruyéndolo, pero es como si nada pudiera detenerme.
—Una vez hablé con ella. Una vez estuve de pie, a su lado, en un tren abarrotado de gente, y la toqué.
Mi padre está llorando.
—No siempre es una maldición, ¿entiendes? A veces viajar a través del tiempo es formidable. Necesitaba ardientemente verla, y en ocasiones lo consigo. A ella le habría encantado Clare, habría querido que yo fuera feliz, y aborrecería el modo en que tú lo has jodido todo por el simple hecho de que ella murió.
Mi padre se sienta a la mesa de la cocina y llora. Llora sin taparse el rostro, sino bajando sencillamente la cabeza y dejando que las lágrimas fluyan de sus ojos. Lo observo durante un rato, y siento que es el precio que debo pagar por haber perdido los estribos. Luego me dirijo al baño y regreso con el rollo de papel de váter. Mi padre corta unas hojas, a ciegas, y se suena la nariz. Permanecemos sentados durante unos minutos.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué no me dijiste que podías verla? Me habría gustado... Pues eso, saberlo.