Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Sí.
Mete la cabeza bajo las mantas y me los quita. Al cabo de unos minutos, muchos chirridos y múltiples chitones, acabamos los dos desnudos.
—¿Adonde fuiste cuando te marchaste de la iglesia?
—A mi apartamento. Estuve ahí unos cinco minutos, y era cuatro días más tarde.
—¿Por qué?
—Estaba cansado, tenso, supongo.
—No, me refiero a por qué fuiste precisamente ahí.
—No lo sé. Por una especie de mecanismo defectuoso. Quizá los controladores aéreos de los viajes a través del tiempo pensaron que me sentaría bien ir ahí. —Henry entierra su mano en mi pelo.
Fuera se está haciendo de día.
—Feliz Navidad —le digo en un suspiro.
Henry no responde, y yo sigo acurrucada y despierta entre sus brazos, pensando en legiones de ángeles, escuchando su respiración controlada y atesorándolo todo en mi corazón.
H
ENRY
: A primera hora de la mañana me levanto para ir a mear y mientras estoy orinando en el baño de Clare, somnoliento a la luz de la lamparita de orientación nocturna Tinkerbell, oigo la voz de una chica que dice: «¿Clare?». Antes de averiguar de dónde proviene esa voz, la puerta de lo que yo había confundido con un armario se abre, y me encuentro completamente desnudo delante de Alicia.
—¡Oh! —exclama ella en un susurro, mientras yo tardo en reaccionar y agarro una toalla para taparme.
—¡Ah, hola, Alicia! —digo bajito, y los dos sonreímos. Alicia desaparece tras la puerta de su dormitorio con la misma celeridad con que ha aparecido.
C
LARE
: Estoy adormilada, y oigo los ruidos de la casa al despertarse. Nell está en la cocina; canta y hace sonar las cacerolas. Alguien camina por el pasillo y pasa por delante de mi puerta. Abro los ojos y veo que Henry sigue profundamente dormido; y, de repente, me doy cuenta de que tengo que sacarlo de mi cuarto sin que nadie nos vea.
Me zafo de los brazos de Henry y de las mantas y salgo de la cama con cautela. Recojo el camisón del suelo y todavía no he acabado de ponérmelo cuando Etta dice:
—¡Clare, vamos, arriba y a espabilarse! ¡Es Navidad!
Etta se asoma a la puerta. Oigo que Alicia llama a Etta y mientras saco la cabeza del camisón, Etta se vuelve para responder a Alicia. Me vuelvo hacia la cama y veo que Henry ya no está. El pantalón de su pijama se encuentra sobre la alfombra, y lo meto bajo la cama de una patada. Etta entra en mi dormitorio vestida con la bata amarilla y con las trenzas colgándole sobre los hombros.
—¡Feliz Navidad! —le digo, y ella me cuenta algo sobre mi madre; pero a mí me cuesta seguir su discurso porque me imagino a Henry materializándose delante de Etta.
—¿Me oyes, Clare? —pregunta Etta, mirándome con aire preocupado.
—¿Eh? Ay, lo siento. Todavía estoy algo dormida, creo.
—Abajo el café está listo. —Etta empieza a hacerme la cama. Se la ve sorprendida.
—Yo la haré, Etta. Tú ve abajo.
Etta pasa al otro lado de la cama en el momento preciso en que mi madre saca la cabeza por la puerta. Está preciosa, serena tras la tormenta de anoche.
—Feliz Navidad, cariño.
Me acerco a ella y le doy un leve beso en la mejilla.
—Feliz Navidad, mamá. —Cuesta muchísimo enfadarse con ella cuando se comporta como mi encantadora y tierna madre.
—Etta, ¿bajas conmigo? —pregunta mi madre.
Etta palmea las almohadas y las huellas gemelas de nuestras cabezas se desvanecen. Me mira y enarca las cejas, pero no hace ningún comentario.
—¿Etta?
—Voy... —Etta se afana tras mi madre.
Cierro la puerta cuando se marchan y me apoyo contra ella, justo a tiempo de ver a Henry retorcerse para salir de debajo de la cama. Mientras Henry se levanta y empieza a ponerse el pijama, yo cierro la puerta con llave.
—¿Dónde estabas? —le pregunto en un susurro.
—Bajo la cama —responde Henry bajito, como si fuera algo tan obvio.
—¿Todo el rato?
—Sí.
Por alguna razón, la escena me resulta divertida, y empiezo a reír. Henry me tapa la boca con la mano, y al cabo de unos segundos los dos temblamos de risa, en silencio.
H
ENRY
: El día de Navidad se presenta extrañamente tranquilo tras la tormenta del día anterior. Nos reunimos alrededor del árbol, tímidos en bata y zapatillas, abrimos los regalos y soltamos exclamaciones de admiración. Tras darnos todos las gracias efusivamente, desayunamos. Al desayuno sigue un período de calma, y después celebramos la cena de Navidad, alabando por todo lo alto a Nell y sus langostas. Todos sonreímos, mostramos nuestras mejores maneras y estamos guapísimos. Somos el modelo de la familia feliz, el anuncio destinado a la burguesía. Somos todo aquello que yo siempre deseé ser cuando por Navidad nos sentábamos a la mesa del restaurante El Wok de la Fortuna con mi padre y el señor y la señora Kim, y yo fingía que me lo estaba pasando en grande, mientras los adultos me observaban con angustia. Sin embargo, se advierte una tensión palpable mientras holgazaneamos, con el apetito saciado, en la sala de estar después de la cena, para ver el partido de fútbol que dan en televisión, leer los libros que nos hemos regalado o poner en marcha los regalos que van con pilas o que deben montarse. Es como si en algún lugar, en una de las habitaciones más alejadas de la casa, se hubiera firmado un alto el fuego, y ahora las partes implicadas se propusieran acatarlo con todas sus consecuencias, al menos hasta mañana, al menos hasta que llegue una nueva partida de municiones. Todos estamos actuando, fingimos sentirnos relajados, encarnamos a la madre, al padre, las hermanas, el hermano, el novio y la prometida ideales. Es un alivio, por consiguiente, cuando Clare consulta el reloj, se levanta del sofá y dice:
—Vamos. Es hora de ir a casa de Laura.
C
LARE
: La fiesta de Laura está muy animada cuando llegamos. Henry está tenso y pálido, y se va de cabeza a los licores tan pronto nos quitamos los abrigos. Todavía me siento adormecida por el vino de la cena, así que le hago un gesto de negación cuando me pregunta qué quiero tomar; me trae una Coca-Cola. Él se agarra a su cerveza como si fuera un contrapeso.
—Bajo ninguna circunstancia, y oye lo que te digo: bajo ninguna circunstancia me abandones y permitas que me las apañe solo —me exige Henry, mirando por encima de mi hombro; y antes de que vuelva la cabeza, ya tenemos a Helen a nuestro lado. Se hace un silencio momentáneo, violento.
—Bueno, Henry —dice Helen—. Nos han dicho que eres bibliotecario, pero la verdad es que no pareces en absoluto un bibliotecario.
—En realidad soy modelo de ropa interior de Calvin Klein. Lo de bibliotecario es solo una tapadera.
Nunca había visto a Helen tan desarmada. Ojalá hubiera traído una cámara. No obstante, enseguida recupera la compostura, contempla a Henry de arriba abajo y sonríe.
—Muy bien, Clare, puedes quedártelo.
—Menudo alivio —le digo yo—. Había perdido la receta.
Laura, Ruth y Nancy se presentan ante nosotros, con mirada decidida, y nos interrogan: cómo nos conocimos, cómo se gana la vida Henry, en qué universidad estudió, bla, bla, bla. Nunca imaginé que cuando Henry y yo nos dejáramos ver juntos en público finalmente la situación sería tan crispante, a la vez que aburrida. Vuelvo a captar la onda cuando Nancy dice:
—Es curioso que te llames Henry.
—¿Ah, sí? —se sorprende Henry—. Y eso, ¿por qué?
Nancy le cuenta la fiesta nocturna que celebramos en casa de Mary Christina, aquella en la que el tablero Ouija dijo que yo me casaría con alguien llamado Henry. Este parece impresionado.
—¿Eso es verdad? —me pregunta.
—Mmmm, sí. —De repente me entran unas ganas tremendas de hacer pis—. Perdonad —les digo, separándome del grupo e ignorando la expresión de súplica de Henry.
Helen me pisa los talones mientras me dirijo al piso de arriba; me veo obligada a cerrarle la puerta del baño en las narices para impedir que entre detrás de mí.
—Abre, Clare —dice sacudiendo el pomo de la puerta.
Me lo tomo con calma: hago pis, me lavo las manos y me retoco el pintalabios.
—Clare —ruge Helen—, iré abajo a contarle a tu novio todas y cada una de las cosas horribles que has hecho en tu vida si no abres esta puerta inmediat... —Abro la puerta de golpe y Helen casi se precipita contra el suelo del cuarto de baño—. Muy bien, Clare Abshire. —dice Helen con aire amenazador mientras cierra la puerta.
Me siento en el borde de la bañera y ella se apoya contra el lavabo, irguiéndose ante mí con sus zapatos de salón.
—Confiesa ya y dime qué sucede en realidad entre tú y ese tipo que se llama Henry. Ya sé que todo lo que has dicho antes es una sarta de mentiras. Tú no conociste a ese tío hace tres meses, hace años que lo conoces. Cuéntame el secreto.
La verdad es que no sé cómo empezar. ¿Debería contarle a Helen la verdad? No. ¿Por qué no? Por lo que yo sé, Helen solo ha visto a Henry en una ocasión, y su aspecto no era tan diferente del que tiene ahora. Quiero mucho a Helen. Es fuerte, alocada, dura de roer; pero sé que no me creería si le dijera: «Es por culpa de los viajes a través del tiempo, Helen. Ver para creer».
—De acuerdo —le digo, ordenando mis ideas—. Sí, hace mucho tiempo que lo conozco.
—¿Cuánto?
—Desde que tenía seis años.
Helen abre unos ojos como limones. Parece un personaje de dibujos animados. No puedo evitar reírme.
—¿Por qué... cómo es que... en fin, cuánto tiempo llevas saliendo con él?
—No lo sé. Quiero decir que hubo un período de tiempo en el que las cosas estaban bastante al límite, pero en realidad no sucedió nada; es decir, Henry se mostró absolutamente inflexible a la hora de liarse con una niña pequeña, y yo, por supuesto, estaba loquita por él, sin esperanza alguna...
—Pero ¿cómo es que nunca supimos nada de él? No entiendo por qué tuvisteis que mantenerlo todo tan en secreto. Hubieras podido decírmelo.
—Bueno, tú más o menos lo sabías. —Es una excusa muy pobre, y soy consciente de ello.
Helen se lo toma mal.
—Eso no tiene nada que ver con el hecho de que no me lo dijeras.
—Lo sé. Lo siento, Helen.
—Ya. ¿Y cuál era el inconveniente?
—Bueno, él tiene ocho años más que yo.
—¿Y qué?
—Pues que cuando yo tenía doce y él veinte, eso representaba un problema. —Por no hablar de cuando yo tenía seis y él cuarenta.
—Sigo sin comprenderlo. Me refiero a que entiendo que no quisieras que tus padres, sin ir más lejos, se enteraran de que interpretabas el papel de Lolita con este Humbert Humbert, pero no veo por qué no podías decírnoslo a nosotras; te habríamos dado todo el apoyo del mundo. Quiero decir que estuvimos tanto tiempo compadeciéndote, preocupándonos por ti y preguntándonos por qué te comportabas como una monja rematada... —Helen mueve la cabeza en un gesto de incredulidad—; y resulta que tú te pasabas el tiempo montándotelo con Mario el bibliotecario...
No puedo evitar ruborizarme.
—Yo no me pasaba el tiempo montándomelo con él, por si te interesa saberlo.
—¡Venga ya!
—¡De verdad! Esperamos a que yo cumpliera dieciocho años. Lo hicimos el día de mi cumpleaños.
—Aun así, Clare... —empieza a decir Helen.
De repente, oímos que alguien golpea con fuerza la puerta del baño y una voz grave y masculina pregunta:
—¡Eh, chicas! ¿Os habéis muerto ahí dentro o qué?
—Continuará... —me susurra Helen, y salimos del baño para recibir los aplausos de los cinco chicos que guardan fila en el pasillo.
Encuentro a Henry en la cocina, escuchando con paciencia los parloteos futbolísticos de uno de los inexplicables amigos atletas de Laura. Capto la mirada de su novia, una chica rubia, de naricita chata, quien se lo lleva a rastras para que le vaya a buscar otra copa.
—Mira, Clare... —dice Henry—. ¡Criaturitas punk!
Miro hacia donde me señala y veo que se trata de Jodie, la hermana de Laura, que tiene catorce años, y su novio, Bobby Hardgrove. Él lleva una cresta verde y una camiseta completamente rota con imperdibles, y Jodie intenta parecerse a Lydia Lunch, aunque la verdad es que más bien semeja un mapache al que ese día el pelo le ha quedado mal. En realidad, da la impresión de que se hayan ataviado para asistir a una fiesta de Halloween y no de Navidad. Se les ve al margen de la reunión y a la defensiva; pero Henry está entusiasmado.
—Uauuu. ¿Cuántos años tienen? ¿Doce?
—Catorce.
—Veamos, catorce en el noventa y uno, eso hace... ¡Diablos! Nacieron en 1977. Me siento viejo. Necesito otra copa.
Laura atraviesa la cocina en ese momento sosteniendo una bandeja de chupitos de Jell-O. Henry coge dos y se los traga uno tras otro, luego hace una mueca.
—Ecs. Esto es asqueroso.
No puedo evitar reírme.
—¿Qué tipo de música crees que escuchan? —me pregunta.
—Ni idea. ¿Por qué no se lo preguntas?
Henry parece alarmado.
—Oh, no podría. Los asustaría.
—Creo que más bien son ellos los que te asustan a ti.
—Bueno, puede que tengas razón. Parecen tan tiernos y jóvenes, tan verdes, como capullitos en flor.
—¿Te has vestido así alguna vez?
Henry ríe con socarronería.
—¿Por quién me has tomado? ¡Claro que no! Esos crios están imitando a los punk británicos, y yo soy un punk americano. No, yo solía ir vestido más bien como Richard Hell.
—¿Por qué no te acercas a ellos y entablas conversación? Parecen sentirse solos.
—Si tú vienes a presentarnos y me coges de la mano.
Nos aventuramos por la cocina con suma prudencia, como Lévi-Strauss acercándose a un par de caníbales. Jodie y Bobby poseen esa mirada en la que se mezcla la voluntad de luchar y el miedo que se aprecia en los alces del Canal Naturaleza.
—Hola, Jodie. ¿Qué tal, Bobby?
—¿Qué hay, Clare? —me contesta Jodie.
Conozco a Jodie de toda la vida pero, de repente, se muestra tímida, y concluyo que la parafernalia neopunk debe de ser idea de Bobby.
—Se os ve un tanto... digamos, un tanto aburridos, y os he traído a Henry para que lo conozcáis. Le gusta vuestro... vuestra indumentaria.
—Hola —interviene Henry, profundamente avergonzado—. Tenía curiosidad... Es decir, me preguntaba qué os gusta escuchar.