La mujer del viajero en el tiempo (32 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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¿Por qué no se lo dije? Porque cualquier padre normal ya habría adivinado a esas alturas que el extraño que los acechaba durante sus primeros años de casados en realidad era ese hijo suyo anormal, el viajero del tiempo; porque yo estaba asustado, porque me odiaba por el hecho de haber sobrevivido; porque podía sentirme secretamente superior a él gracias a un don que mi padre consideraba un defecto. Por razones tan horrendas como esas.

—Porque pensé que podría herirte —le digo, en cambio.

—Oh, no. No es algo que... No me siento herido, no. Yo... me gusta saber que está allí, en algún lugar. Quiero decir... Lo peor de todo es que haya desaparecido; y es bueno saber que sigue ahí, en algún lugar. Aunque yo no pueda verla.

—Casi siempre parece contenta.

—Sí, era muy alegre... Eramos muy felices.

—Sí. Tú eras una persona distinta. Siempre me he preguntado cómo habría sido crecer junto a ti, si hubieras sido como entonces.

Se levanta, despacio, mientras yo permanezco sentado; y con paso inseguro enfila el pasillo, hacia el dormitorio. Lo oigo revolver entre sus cosas y, al final, regresa despacio con una bolsita de satén. Introduce la mano y saca un joyero azul oscuro. Lo abre y extrae de dentro los dos delicados anillos, que se alojan como semillas en su mano larga y temblorosa. Mi padre coloca la mano izquierda sobre la derecha, que sostiene los anillos, y se sienta durante un rato, como si aquellas joyas fueran luciérnagas atrapadas entre sus manos. Cierra los ojos, luego los abre y alarga la mano derecha. Yo junto las mías, formando un receptáculo, y él vuelca los anillos en mis palmas a modo de ofrenda.

El anillo de compromiso es una esmeralda, y la tenue luz procedente de la ventana se refracta en él, verde y blanca. Los anillos son de plata, y habrá que pulirlos. Habrá que llevarlos también, y conozco a la chica ideal para lucirlos.

Cumpleaños

Domingo 24 de mayo de 1992

Clare tiene 21 años, y Henry 28

C
LARE
: Hoy cumplo veintiún años. Es una maravillosa tarde de verano. Estoy en el apartamento de Henry, en su cama, leyendo
La piedra lunar.
Henry está en la diminuta cocina preparando la cena. Mientras me pongo su bata y me dirijo al baño, lo oigo proferir improperios contra la licuadora. Me lo tomo con calma, me lavo el pelo y cubro de vaho los espejos. Pienso que podría cortarme el pelo. Sería agradabilísimo lavarlo, pasarle un peine rápido y... ¡listos! Arreglada y dispuesta a correr en cualquier dirección. Suspiro. Henry ama mi pelo casi como si fuera un ente en sí mismo, como si tuviera un alma que pudiera reclamar como propia, como si mi melena también fuera capaz de corresponder a su amor. Sé que ama mi cabello porque forma parte de mi persona, y también sé que le entristecería mucho si me lo cortara. Además, yo también lo echaría de menos... Lo que ocurre es que requiere tanto esfuerzo que a veces querría quitármelo como si fuera una peluca y dejarlo a un lado para salir a jugar. Lo peino con cuidado, deshaciendo los enredos. Cuando está mojado mi cabello pesa y me tira del cráneo. Entreabro la puerta del baño para disipar el vapor. Henry está cantando alguna pieza de
Carmina Burana
que suena extraña y desafinada. Salgo del baño cuando empieza a poner la mesa.

—Fantástica cronometración; la cena está servida.

—Espera un minuto. Voy a vestirme.

—Estás perfecta así. De verdad. —Henry da la vuelta a la mesa, me abre la bata y roza mis pechos con sus manos.

—Mmmm. La cena se enfriará.

—La cena está fría, de hecho. En fin, se supone que es una cena fría.

—Ah... Bueno, comamos entonces. —De repente me siento agotada y de mal humor.

—De acuerdo —dice Henry, y me suelta sin hacer ninguna clase de comentario.

Sigue con lo que estaba haciendo y pone los cubiertos en la mesa. Lo observo durante un minuto, y luego recojo la ropa desperdigada por el suelo y me la pongo. Me siento a la mesa; Henry trae dos cuencos de sopa, una sopa pálida y espesa.

—Vichyssoise. Es la receta de mi abuela.

Tomo un sorbo. Es perfecta, mantecosa y fresca. El segundo plato es salmón con unos espárragos larguísimos aliñados con una marinada de aceite de oliva y romero. Abro la boca para comentar algo agradable de la comida, pero en vez de eso digo:

—Henry... ¿Los demás practican tanto el sexo como nosotros?

Henry reflexiona unos segundos.

—La mayoría, no... Supongo que no. Solo la gente que no hace demasiado tiempo que se conoce y todavía no puede creer la suerte que ha tenido, diría yo. ¿Lo hacemos demasiado?

—No lo sé. Quizá sí. —Hablo mirando al plato. No puedo creer que esté pronunciando esas palabras; me he pasado toda la adolescencia suplicando a Henry que me hiciera el amor, y ahora estoy diciéndole que es demasiado.

Henry está sentado, muy tieso y quieto.

—Clare, lo siento muchísimo. No me daba cuenta; me sale sin pensar.

Levanto los ojos; Henry parece afligido. Estallo en carcajadas. Henry sonríe, un poco culpable, pero los ojos le chispean.

—Es solo que... Mira, hay días en que no puedo sentarme.

—Bueno... Solo tienes que decírmelo. Tú me dices: «Esta noche, no, cariño, hoy ya lo hemos hecho veintitrés veces y preferiría leer
Casa desolada
».

—Y tú ¿desistirás y abandonarás con docilidad?

—Ya lo he hecho antes, ¿no? Fui muy dócil en el pasado.

—Sí, pero entonces yo me sentía culpable.

Henry ríe.

—Aquí sí que no esperarás que te ayude. Quizá esa sea mi única esperanza: día tras día, semana tras semana, languideceré anhelando el alimento de tus besos, marchitándome por desear una mamada, y al cabo de un rato, tú levantarás los ojos del libro y te darás cuenta de que en realidad voy a morir a tus pies si no follas conmigo inmediatamente, pero yo no diré ni una sola palabra. Tal vez emitiré algunos gemidos.

—Pero... No lo sé. Quiero decir que estoy agotada, y tú, en cambio, pareces... estar perfectamente bien. ¿Acaso soy anormal o algo parecido?

Henry se inclina hacia mí y me tiende las manos. Coloco la mía entre sus palmas.

—Clare.

—Dime.

—Puede que no sea muy delicado mencionar esto, pero si me perdonas te diré que tu impulso sexual sobrepasa en mucho al de casi todas las mujeres con quienes he salido. La mayoría habría pedido auxilio a su padre y conectado el contestador hace muchos meses. Ahora bien, debería de habérmelo imaginado... Como parecías siempre tan entregada... Pero si es demasiado, o no te apetece, tienes que decírmelo, porque si no, me pasaré el día acercándome a ti de puntillas, preguntándome si te agobio con mis monstruosas exigencias.

—Pero ¿cuándo sabemos que ya tenemos bastante sexo?

—¿En mi caso? ¡Buena pregunta! Mi idea de una vida perfecta sería quedarnos en la cama todo el tiempo. Haríamos el amor con una cierta continuidad, y solo nos levantaríamos para ir a buscar provisiones: agua fresca y fruta para prevenir el escorbuto; y también haría algún que otro viajecito al baño para afeitarme, antes de zambullirme de nuevo en la cama. De vez en cuando podríamos cambiar las sábanas; e ir al cine para evitar llagarnos, y correr. Tendría que seguir corriendo todas las mañanas.

Correr es una religión para Henry.

—¿Por qué habrías de correr? La verdad es que ya estarías haciendo muchísimo ejercicio.

De repente Henry se pone serio.

—Porque a menudo mi vida depende de ser capaz de correr más rápido que el que me persigue.

—Ah... —Ahora me toca a mí sentirme avergonzada, porque eso yo ya lo sabía—. Sin embargo... hay algo que no comprendo. El hecho es que no pareces ir a ningún lado. Es decir, desde que te conozco en el presente, apenas has viajado a través del tiempo, ¿o no?

—Bueno, en Navidad, ya lo viste; y cuando faltaban pocos días para el día de Acción de Gracias, también. Tú estabas en Michigan, y no lo mencioné porque fue deprimente.

—¿Estuviste contemplando el accidente?

Henry me mira fijamente.

—La verdad es que sí. ¿Cómo lo has sabido?

—Hace unos años apareciste una Nochebuena en Casa Alondra del Prado y me lo contaste. Estabas muy alterado.

—Sí. Recuerdo que me sentí muy desgraciado con tan solo ver la fecha en la lista, y pensé: «¡Mierda, otra Navidad más que tendré que soportar!». Además, esa Navidad fue malísima en su momento; terminé con una intoxicación etílica y tuvieron que hacerme un lavado de estómago. Espero no haber arruinado la tuya.

—No... Me puse muy contenta al verte; y me contaste algo muy importante, personal, a pesar de que pusiste un gran empeño en no dejar escapar ni nombres, ni lugares. De todos modos, se trataba de tu auténtica vida, y yo estaba desesperada por saber cualquier cosa de ti, que me ayudara a convencerme de que eras alguien real y no una especie de psicosis personal. Por eso siempre estaba tocándote —le confieso riéndome—. Nunca me di cuenta de que eso debió de complicarte mucho las cosas. Quiero decir que a pesar de desplegar todos mis encantos, tú estabas más frío que un témpano. Debías de sentirte morir.

—¡No me digas!

—¿Qué hay de postre?

Henry se levanta obediente y trae el postre. Es helado de mango con frambuesas; y una velita que sobresale de un ángulo. Henry canta
Cumpleaños feliz
, y me río con ganas porque desafina muchísimo. Formulo un deseo y soplo la vela. El helado está buenísimo; me siento muy animada, y rebusco en mi memoria en busca de algún episodio especialmente atroz de Henry mordiendo el anzuelo.

—Bien. Todavía recuerdo algo peor. Te estaba esperando una noche; yo tenía dieciséis años. Era muy tarde, casi las once, y había luna nueva, así que reinaba la oscuridad más absoluta en el calvero. Además, yo estaba molesta contigo porque no dejabas de tratarme como si... como si fuera una niña, un colega o algo parecido..., y yo andaba como loca por perder la virginidad. De repente, se me ocurrió esconder tu ropa...

—Oh, no.

—Sí. Trasladé la ropa a un lugar distinto... —Estoy algo avergonzada de esa historia, pero ya es demasiado tarde.

—¿Y qué pasó?

—Apareciste tú, y, resumiendo, estuve provocándote hasta que ya no pudiste soportarlo más.

—¿Y luego?

—Luego te abalanzaste sobre mí y me inmovilizaste, y durante unos treinta segundos ambos pensamos: «Ya está». Vamos, que no se trataba de una violación, porque yo te lo estaba pidiendo a gritos; pero pusiste aquella cara y me dijiste: «No», te levantaste y te marchaste. Fuiste directo a los árboles, atravesando todo el claro, y no volví a verte durante tres semanas.

—¡Qué te parece eso!... Ese hombre sí que vale la pena.

—Me sentí tan mortificada por aquel suceso que hice un esfuerzo enorme por comportarme durante los dos años siguientes.

—Gracias a Dios. No puedo imaginarme desplegando semejante fuerza de voluntad tan a menudo...

—Claro que sí, eso es lo más sorprendente de todo. Durante mucho tiempo pensé que no te atraía. Claro que si vamos a pasarnos toda la vida metidos en la cama, supongo que podrás hacer gala de un cierto comedimiento en tus excursiones a mi pasado.

—Bueno, en realidad no bromeo cuando digo que me apetece muchísimo el sexo. Me doy cuenta de que no es práctico; pero quiero que sepas que me siento diferente. Es como si... como si me sintiera muy conectado contigo; y creo que eso me retiene en el presente. Al vivir físicamente conectados de ese modo, es como si mi cerebro se reprogramase. —Henry me acaricia la mano con las puntas de los dedos y levanta los ojos—. Tengo algo para ti. Ven y siéntate ahí.

Me levanto y voy tras él hacia la sala de estar. Ha convertido la cama en sofá, y es ahí donde tomo asiento. El sol se pone y una luz rosa y mandarina baña la habitación. Henry abre su escritorio, introduce la mano en un casillero y saca una bolsita de satén. Se sienta algo separado de mí, pero nuestras rodillas se tocan. «Debe de oír cómo me late el corazón —pienso—. Ya ha llegado el momento.» Henry me coge ambas manos y me mira con seriedad. Llevo tanto tiempo esperando esto, que ahora que lo estoy viviendo, me siento asustada.

—Clare.

—¿Qué? —pregunto con una vocecita trémula.

—Sabes que te quiero. ¿Quieres casarte conmigo?

—Sí... Henry. —Me embarga una vivida sensación de
déjà vu
—. Pero ¿sabes?... Yo ya estoy casada contigo.

Domingo 31 de mayo de 1992

Clare tiene 21 años, y Henry 28

C
LARE
: Henry y yo estamos en el vestíbulo del edificio de apartamentos en el que creció. A pesar de que llegamos un poco tarde, no tenemos ninguna prisa y nos quedamos quietos, de pie; Henry se apoya contra los buzones y respira acompasadamente con los ojos cerrados.

—No te preocupes —le digo—. No puede ser peor que cuando conociste a mi madre.

—Tus padres fueron muy agradables conmigo.

—Pero mi madre es... impredecible.

—También lo es mi padre.

Henry introduce la llave en la cerradura de la puerta principal y subimos un tramo de escaleras. Henry llama a la puerta de uno de los pisos. Inmediatamente nos abre una anciana coreana y de cuerpo menudo: Kimy. Lleva un vestido de seda azul y un pintalabios rojo intenso, y se ha retocado las cejas, dándoles una forma algo pronunciada. Tiene el pelo de un color gris canoso; y lo lleva trenzado y recogido en dos moños a la altura de las orejas. Por alguna razón me recuerda a Ruth Gordon. Me llega al hombro, y para mirarme inclina la cabeza hacia atrás y exclama:

—Ohhhh, Henry... ¡es ple-ciooo-sa!

Noto que me pongo roja.

—Kimy, ¿dónde están tus modales?

—¡Hola, señorita Clare Abshire! —exclama ella riendo.

—Hola, señora Kim.

Nos sonreímos, y entonces ella me confiesa:

—Oh, tienes que llamarme Kimy. Todos me llaman Kimy.

Asiento y la sigo hacia la sala de estar, donde veo al padre de Henry, sentado en un sillón.

No pronuncia ni una sola palabra, tan solo me mira. El padre de Henry es delgado, alto, anguloso, y está cansado. No se parece demasiado a Henry. Tiene el pelo corto y gris, la nariz larga y una boca fina con las comisuras algo caídas. Se sienta encorvado en su sillón, y advierto que sus manos, largas y elegantes, reposan en su regazo como un gato que dormitara.

Henry tose.

—Papá, te presento a Clare Abshire. Clare, este es mi padre, Richard DeTamble.

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