La mujer del viajero en el tiempo (14 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—No importa. Es decir, que fuiste a ver una película, y luego... ¿qué pasó?

—Oh, bueno... Luego quiso ir a Traver.

—¿Qué es Traver?

—Es una granja que está hacia el norte. —A Clare se le quiebra la voz, y apenas la oigo—. Es donde la gente va a... a pegarse el lote. —Permanezco en silencio—. Le dije que estaba cansada y que quería regresar a casa, pero él se puso como loco. —Clare se calla; durante unos segundos nos quedamos sentados, escuchando los pájaros, los aviones, el viento. De repente, Clare dice—: Se comportaba como un loco de atar.

—¿Qué sucedió?

—No quería llevarme a casa. Yo no estaba segura de dónde nos encontrábamos; en algún lugar al que se llega por la carretera doce; él seguía conduciendo por diversos caminos de la zona, yo qué sé... Luego cogió una carretera asquerosa, y llegamos a una cabaña. Había un lago cerca, podía oír el sonido del agua; y él tenía la llave de la casita.

Me estoy poniendo nervioso. Clare jamás me contó esta historia, solo me dijo que en una ocasión pasó una velada terrorífica con alguien llamado Jason, que era jugador de fútbol. Clare vuelve a guardar silencio.

—Clare, dime si te violó.

—No. Dijo que no era lo bastante buena... Me dijo que... No, no me violó. Solo me hirió. Me hizo...

Clare no puede hablar. Espero. Se desabrocha el abrigo y se lo quita. Luego le sigue la blusa, y veo que tiene la espalda cubierta de morados. Unos moretones oscuros y púrpura que contrastan con su blanca piel. Clare se vuelve y le veo una quemadura de cigarrillo en el pecho derecho, infectada y que tiene un aspecto atroz. En una ocasión le pregunté cómo se había hecho esa cicatriz, pero ella no quiso decírmelo. Voy a matar a ese tío. Voy a desmembrarlo. Clare está sentada frente a mí, aguardando con los hombros caídos y la carne de gallina. Le paso la camisa y se la pone.

—De acuerdo —le digo en un tono tranquilo—. ¿Dónde puedo encontrar a ese tipejo?

—Te llevaré en coche.

Clare me recoge con el Fiat al final del caminito de entrada, fuera ya del campo visual de la casa. Lleva gafas de sol, a pesar de que la luz de la tarde es tenue, pintalabios y el pelo recogido en la nuca. Parece mucho mayor de los dieciséis años que tiene. Es como si acabara de salir de
La ventana indiscreta
, a pesar de que el parecido sería más perfecto si fuera rubia. Corremos veloces entre los árboles otoñales, aunque no creo que ninguno de los dos aprecie la variedad de tonalidades. El trozo de la cinta que registra lo que le sucedió a Clare en esa cabaña no deja de sonar incesantemente en mi cabeza.

—¿Es muy alto?

Clare reflexiona unos segundos.

—Unos cinco centímetros más que tú, y pesa más. Puede que unos veintitrés kilos más.

—Jesús.

—He traído esto. —Clare rebusca en el bolso y saca una pistola.

—¡Clare!

—Es la de mi padre.

Intento pensar deprisa.

—Clare, no es una buena idea. Quiero decir que estoy lo bastante loco para utilizarla de verdad, y eso sería una estupidez. Ah, espera... —Le cojo el arma, abro el tambor, saco las balas y las meto en su bolso—. Vale. Así está mejor. Es una idea brillante, Clare.

Me mira con aire interrogativo. Embuto la pistola en el bolsillo del abrigo.

—¿Quieres que lo haga de un modo anónimo o prefieres que sepa que voy de tu parte?

—Quiero estar presente.

—Ah...

Se introduce por un camino particular y detiene el automóvil.

—Quiero llevármelo a algún lugar y que tú le hagas muchísimo daño mientras yo miro. Quiero que se cague de miedo.

Suspiro.

—Clare, no suelo hacer esta clase de cosas. Por lo general, peleo en defensa propia.

—Por favor —profiere Clare con un hilillo de voz.

—Claro que sí.

Enfilamos el camino y nos detenemos frente a una enorme casa de falso estilo colonial. No hay coches a la vista. Van Halen se filtra desde una ventana del segundo piso. Nos dirigimos a la puerta principal y yo me pongo a un lado mientras Clare llama al timbre. Al cabo de un momento, la música se para en seco y se oyen fuertes pisadas que proceden del piso de arriba. Se abre la puerta y, tras una pausa, oigo una voz que dice:

—¡Vaya! ¿Vuelves porque no has tenido suficiente?

No necesito oír nada más. Saco el arma y me sitúo al lado de Clare. Apunto el arma al pecho del chico.

—Hola, Jason —dice Clare—. He pensado que quizá te gustaría venir con nosotros.

Jason actúa igual que lo habría hecho yo en su lugar, se deja caer y rueda fuera de nuestro alcance, pero no lo bastante deprisa. Como estoy situado en la puerta, aterrizo de un salto sobre su pecho y lo golpeo hasta dejarlo sin respiración. Me levanto, pongo mi bota sobre su pecho y le apunto a la cabeza con la pistola.
C'est magnifique mais ce n'est pas la guerre.
Es un estilo Tom Cruise, muy guapo, muy americano.

—¿En qué posición juega? —le pregunto a Clare.

—Medio campo.

—Ya. Nunca lo habría dicho. Levántate, con las manos arriba, donde pueda verlas —le digo en tono jovial.

El tipo obedece y le hago salir por la puerta. Los tres nos quedamos en el caminito de entrada, y entonces se me ocurre una idea. Le digo a Clare que vaya a la casa y traiga una cuerda, y ella sale al cabo de unos minutos con unas tijeras y un rollo de cinta aislante.

—¿Dónde quieres hacerlo?

—En el bosque.

Jason jadea mientras se ve obligado a caminar al paso hacia el bosque. Andamos durante unos cinco minutos, y entonces veo un pequeño claro con un olmo joven y muy práctico que se yergue en los límites.

—¿Qué te parece aquí, Clare?

—Sí, muy bien.

La miro. Se muestra absolutamente impasible, fría como una asesina de Raymond Chandler.

—Tú dirás, Clare.

—Átalo al árbol.

Le entrego el arma, tiro de las manos de Jason para ponerlas en posición alrededor del tronco y se las uno con cinta aislante. Hay casi un rollo entero, y pretendo usarlo todo. Jason respira con gran esfuerzo, y resuella. Doy unos pasos a su alrededor y miro a Clare. Ella contempla a Jason como si el tipo fuera una mala pieza de arte conceptual.

—¿Eres asmático?

Jason asiente. Las pupilas se le han contraído en diminutos puntos negros.

—Iré a buscar su inhalador —se ofrece Clare.

Me devuelve el arma y atraviesa el bosque para desandar el mismo sendero que hemos tomado. Jason procura respirar despacio y con cuidado. Intenta hablar.

—¿Quién... eres tú? —pregunta con voz ronca.

—Soy el novio de Clare. He venido a enseñarte modales, puesto que ya has demostrado que no sabes lo que es eso.

Abandono el tono zumbón y me acerco a él para decirle en voz baja:

—¿Cómo has podido hacerle eso? Es muy joven. No sabe nada, y tú has venido a joderlo todo...

—Es... una calienta... braguetas.

—Ella no tiene ni la más remota idea. Es como torturar a un gatito porque te ha mordido.

Jason no responde. Su respiración se ha convertido en un resuello prolongado y tembloroso. Cuando ya empiezo a preocuparme, llega Clare con el inhalador en la mano y me mira.

—Cariño, ¿sabes cómo se utiliza esta cosa?

—Creo que tienes que agitarla, ponérsela luego en la boca y presionar desde arriba.

Clare sigue mis instrucciones y le pregunta si quiere más. Jason asiente. Tras cuatro inhalaciones, nos quedamos observando hasta percibir que, lentamente, el chico va recuperando la respiración normal.

—¿Lista? —pregunto a Clare.

Ella levanta las tijeras y hace unos cortes al aire. Jason se sobresalta. Clare se acerca a él, se arrodilla, y empieza a cortarle la ropa.

—¡Eh! —grita Jason.

—Haz el favor de callarte —le digo—. Nadie te ha hecho daño, al menos de momento.

Clare termina de cortarle los tejanos y empieza con la camiseta. A mí me toca atarlo con la cinta aislante al árbol. Comienzo por los tobillos, y voy dando vueltas a la cinta con gran esmero, subiendo por sus pantorrillas y sus muslos.

—Detente ahí —me pide Clare, que me indica un punto justo debajo de la entrepierna de Jason. Le corta la ropa interior, y yo empiezo a atarlo por la cintura.

Jason tiene la piel pegajosa y está muy bronceado por todo el cuerpo, salvo por debajo del tierno perfil de un bañador. Suda a mares. Lo ato con la cinta aislante hasta los hombros y me detengo, no quiero impedir que respire. Clare y yo nos retiramos unos pasos y contemplamos nuestra obra. Jason se ha convertido en una momia de cinta aislante con una larga erección. Clare empieza a reír, y su risa suena fantasmagórica, al propagarse su eco por el bosque. La miro con dureza. Hay algo sabedor y cruel en la risa de Clare, y a mi entender este momento marca un límite, una especie de tierra de nadie entre la infancia de Clare y su vida de adulta.

—Y ahora, ¿qué? —le pregunto. Una parte de mí desea convertir a Jason en picadillo, pero la otra no quiere moler a palos a alguien atado a un árbol con cinta adhesiva.

Jason está rojo como un tomate, y el tono de su tez contrasta vivamente con la cinta adhesiva de color gris.

—Ah, bueno... Creo que ya es suficiente —dice Clare.

Siento un profundo alivio, y por eso digo:

—¿Estás segura? Quiero decir que podría hacer muchísimas cosas. Romperle los tímpanos, la nariz... Ah, no. Eso no. Ya se la ha roto; pero podríamos cortarle los tendones de Aquiles. Nunca más podría jugar a fútbol.

—¡No! —exclama Jason, retorciéndose bajo la cinta.

—Entonces, discúlpate —le pido.

Jason titubea.

—Lo siento.

—Todo esto resulta patético.

—Ya lo sé —dice Clare.

Rebusca en el bolso y encuentra un rotulador fluorescente. Se acerca a Jason como si este fuera un animal peligroso encerrado en un zoológico y empieza a escribir en la cinta que le cubre el pecho. Cuando termina, se echa atrás y tapa el rotulador. Lo que ha escrito es un resumen de la cita de ambos. Se mete el rotulador en el bolso y dice:

—Marchémonos.

—Mujer, no podemos dejarlo aquí. Puede tener otro ataque de asma.

—Mmmm. Vale, sí, lo entiendo. Haré unas cuantas llamadas.

—Espera un momento —dice Jason.

—¿Qué?

—¿A quién vas a llamar? Llama a Rob.

—Vaya, vaya... —dice Clare riendo—. No, guapo. Voy a llamar a todas las chicas que conozco.

Me acerco a Jason y le coloco la boca de la pistola bajo el mentón.

—Si mencionas mi existencia, aunque sea a una sola persona, y lo descubro, volveré y te destrozaré. No podrás caminar, ni hablar, ni comer, ni siquiera follar, cuando haya acabado contigo. En cuanto a Clare, lo único que sabes de ella es que se trata de una chica encantadora que, por alguna inexplicable razón, no sale con nadie. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —replica Jason mirándome con odio.

—Hemos sido muy benévolos contigo en esta ocasión. Ahora bien, si vuelves a someter a Clare a algún tipo de acoso, lo lamentarás.

—Bien.

—Perfecto —digo, metiéndome la pistola en el bolsillo—. Ha sido divertido.

—Escucha, caraculo...

¡Qué diablos! Cojo impulso hacia atrás y le doy una patada en el costado, justo en los riñones. Jason grita. Me vuelvo y miro a Clare, que está lívida bajo el maquillaje. A Jason se le saltan las lágrimas. Me pregunto si se desmayará.

—Vamonos —le digo a Clare, y ella asiente.

Nos dirigimos al coche, cabizbajos. Oigo a Jason gritándonos. Subimos al automóvil, Clare enciende el contacto, da la vuelta y sale disparada por el caminito hasta enlazar con la calle.

La observo mientras conduce. Está empezando a llover. Una sonrisa de satisfacción le asoma por las comisuras de los labios.

—¿Es eso lo que querías? —le pregunto.

—Sí. Ha sido perfecto. Gracias.

—Ha sido un placer. —Me estoy mareando—. Creo que me voy.

Clare se mete en una callejuela lateral. La lluvia tamborilea sobre el coche. Es como circular por un túnel de lavado.

—Bésame —me exige.

La beso, y luego desaparezco.

Lunes 28 de septiembre de 1987

Clare tiene 16 años

C
LARE
: El lunes en la escuela todos me miran, pero nadie me dirige la palabra. Me siento como Harriet, la Espía, después de que sus compañeras de clase descubrieran su libreta de anotaciones secretas. Caminar por el vestíbulo es como si se apartaran las aguas del mar Rojo. Cuando entro en la clase de lengua a primera hora, todos se callan. Me siento junto a Ruth, la cual sonríe con expresión preocupada. Yo tampoco hablo, pero bajo la mesa noto su mano sobre la mía, caliente y menuda. Ruth sostiene mi mano durante unos instantes y luego, cuando el señor Partaki entra, me la suelta. El señor Partaki se da cuenta de que todos estamos inusualmente callados.

—¿Habéis pasado un buen fin de semana? —pregunta gentilmente.

—Sí, ¡ya lo creo! —responde Sue Wong, y se oye un estertor de risas nerviosas por el aula.

Partaki está desconcertado, y se produce una pausa incomodísima.

—Bien, fantástico —dice finalmente—. Vamos a embarcarnos en
Billy Budd.
En 1851 Hermán Melville publicó
Moby Dick o la ballena blanca
, que fue acogida con manifiesta indiferencia por el público de Estados Unidos...

Me evado sin esfuerzo. A pesar de la camiseta de algodón que llevo debajo, el jersey me provoca una quemazón, y me duelen las costillas. Mis compañeros de clase se las arreglan como pueden, no sin grandes esfuerzos, para debatir el tema de
Billy Budd.
Al final, el timbre suena, y todos huyen. Yo también los sigo, despacio, y Ruth camina junto a mí.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Más o menos.

—Hice lo que me dijiste.

—¿A qué hora?

—Sobre las seis. Temía que sus padres regresaran a casa y lo descubrieran. Costó mucho liberarlo. La cinta le arrancó todo el vello del pecho.

—Perfecto. ¿Lo vio mucha gente?

—Sí, todo el mundo. Bueno, todas las chicas. Los chicos no, por lo que me han dicho.

Los pasillos están prácticamente vacíos. Me encuentro delante del aula de francés.

—Clare, comprendo por qué lo hiciste, pero lo que no entiendo es cómo lo hiciste.

—Me ayudaron.

La campana suena y Ruth da un salto.

—¡Mierda! ¡Es la quinta vez consecutiva que llego tarde al gimnasio! —Se aleja como repelida por un enorme campo magnético—. Cuéntamelo a la hora del almuerzo —me grita cuando ya me vuelvo para entrar en la clase de madame Simone.

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