Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Vamos, Clare. Escúpelo ya.
—Dejadla tranquila —tercia Laura—. Si Clare no quiere, no tiene ninguna obligación de decírnoslo.
Estoy sentada junto a Laura, y apoyo la cabeza en su hombro.
Helen se levanta como sacudida por un resorte.
—Ahora vuelvo.
—¿Adonde vas?
—He traído champán y zumo de pera para preparar unos Bellini, pero me lo he dejado todo en el coche.
Sale disparada como una flecha. Un chico alto con el pelo por los hombros salta del trampolín y da una voltereta hacia atrás.
—Oh, la, la
—dicen Ruth y Laura al unísono.
H
ENRY
: Ha pasado un buen rato, puede que una hora más o menos. Me tomo la mitad de la bolsa de patatas fritas y la Coca-Cola caliente que Clare me ha traído. Echo un sueñecito. Hace tanto rato que se ha ido que me apetece salir a dar un paseo. Además, necesito mear.
Oigo unos tacones que se dirigen hacia mí. Miro por la ventanilla, pero no es Clare; es una rubia explosiva que lleva un vestido estrecho y rojo. Parpadeo, y me doy cuenta de que se trata de la amiga de Clare, Helen Powell. Ay, ay, ay.
Se acerca dando taconazos por mi lado del coche, se inclina hacia delante y atisba hacia el interior. Por su escote se ve París. Me siento algo mareado.
—Hola, novio de Clare. Me llamo Helen.
—Te equivocas, Helen; pero encantado de conocerte.
Su aliento apesta a alcohol.
—¿No vas a salir del coche para presentarte como es debido?
—Oh, estoy muy cómodo instalado aquí, gracias.
—Bueno, pues vengo a hacerte compañía. —Se mueve insegura cuando pasa por delante del coche, abre la portezuela y se deja caer en el asiento del conductor—. Hace muchísimo tiempo que deseaba conocerte —me confía Helen.
—¿Ah, sí? ¿Por qué? —Deseo desesperadamente que regrese Clare y me rescate, pero eso daría al traste con el juego, ¿verdad?
Helen se inclina hacia mí y me dice por lo bajo:
—Deduje tu existencia. Mis vastas dotes de observación me han llevado a la conclusión de que lo que queda, una vez has descartado lo imposible, es la verdad, por muy increíble que parezca. Por lo tanto... —Helen se calla para eructar—. Qué poco femenino... Disculpa. Por lo tanto, he concluido que Clare debía de tener un novio, porque si no, no se negaría a follar con todos esos chicos fantásticos, que están muy decepcionados con el tema. Y finalmente te encuentro aquí. ¡Tachan!
Siempre me ha gustado Helen, y me entristece tener que engañarla. De todos modos, eso sí que explica lo que ella me dijo en nuestra boda. Me encanta cuando las pequeñas piezas del rompecabezas encajan así.
—Es un razonamiento muy cautivador, Helen; pero yo no soy el novio de Clare.
—Entonces, ¿por qué estás sentado en su coche?
Se me cruzan los cables. Clare me matará por esto.
—Soy amigo de los padres de Clare. La verdad es que estaban preocupados porque ella cogiera el coche para asistir a una fiesta en la que tal vez correría el alcohol, y me han pedido que la acompañe y le haga de chófer, por si acaba demasiado borracha para conducir.
—Eso queda absolutamente fuera de lugar —dice Helen, haciendo un mohín—. Con lo que bebe nuestra pequeña Clare no podría llenar ni un dedal pequeñito, pequeñito...
—Yo no he dicho que beba. Solo que sus padres se han puesto paranoicos.
Se oye el resonar de unos tacones por la acera. En esta ocasión se trata de Clare, que se detiene espantada cuando ve que tengo compañía. Helen salta del coche y grita:
—¡Clare! Este hombre tan antipático dice que no es tu novio.
Clare y yo intercambiamos una mirada.
—No, no lo es —dice Clare secamente.
—Ya. ¿Te marchas?
—Es casi medianoche, y estoy a punto de convertirme en una calabaza. —Clare da la vuelta al coche y abre la portezuela del conductor—. Venga, Henry, vamonos.
Enciende el motor y conecta las luces. Helen está clavada ante los faros. Luego se sitúa a mi lado del coche.
—Conque no eres su novio, ¿eh, Henry? Casi me lo he creído durante unos instantes, sí, señor. Adiós, Clare —dice Helen riendo.
Clare sale del aparcamiento con dificultad y se aleja. Ruth vive en Conger. Cuando torcemos hacia Broadway, veo que todas las farolas están apagadas. Broadway es una autopista de dos carriles. La diseñaron con tiralíneas, pero sin la luz de las farolas es como conducir en un pozo negro.
—Vale más que enciendas las largas, Clare.
Clare apaga los faros del automóvil.
—¡Clare...!
—¡No me digas lo que tengo que hacer!
Me callo. Lo único que puedo ver son los números iluminados del radiorreloj. Son las 23.36. Oigo el aire pasando veloz por la ventanilla, el motor del coche; noto las ruedas comiéndose el asfalto, pero por alguna extraña razón parecemos inmóviles, a pesar de que el mundo se mueve a nuestro alrededor a ochenta kilómetros por hora. Cierro los ojos. No noto la diferencia. Los abro. El corazón me late con fuerza.
Unos faros aparecen en la lejanía. Clare enciende las luces y seguimos circulando deprisa, perfectamente alineados con las rayas amarillas del centro de la calzada y el arcén de la autopista. Son las 23.38.
El rostro de Clare no delata expresión alguna bajo las luces que se reflejan en el salpicadero.
—¿Por qué has hecho eso? —le pregunto con la voz ronca.
—¿Por qué no? —La voz de Clare es tranquila como una laguna en verano.
—¿Porque habríamos podido morir en un brutal accidente?
Clare aminora la marcha y gira por la autopista Estrella Azul.
—Pero eso no es lo que ocurre. Crezco, te conozco, nos casamos, y ya está.
—En lo que a ti respecta, un poco más: y nos estrellamos con el coche y pasamos un año yendo a rehabilitación.
—No, porque me habrías avisado para que no lo hiciera.
—Lo intenté, pero me gritaste...
—Me refiero que tu yo mayor le habría dicho a mi yo más joven que no me estrellara con el coche.
—Entonces es que eso ya habría ocurrido.
Llegamos a la avenida Meagram y Clare tuerce hasta enfilar el sendero. Es el camino particular que conduce a su casa.
—Para, Clare, ¿quieres? Por favor.
Clare se coloca sobre la hierba del arcén, detiene el coche, para el motor y apaga las luces. Volvemos a estar completamente a oscuras, y puedo oír un millón de grillos cantando. Atraigo a Clare hacia mí y la rodeo con mis brazos. Está tensa y se muestra inflexible.
—Prométeme una cosa...
—¿El qué?
—Prométeme que no volverás a intentar nada parecido. No me refiero solo al coche, sino a todo lo que revista peligro. Nunca se sabe... El futuro es extraño, y no puedes ir por ahí comportándote como si fueras invencible.
—Pero si me has visto en el futuro...
—Confía en mí. Tú confía en mí.
Clare se ríe.
—¿Por qué habría de hacerlo?
—No lo sé. Quizá porque te quiero.
Clare vuelve la cabeza tan deprisa que me golpea en la mandíbula.
—Auuu.
—Lo siento.
Apenas veo el trazado de su perfil.
—¿Me amas?
—Sí.
—¿En este instante?
—Sí.
—Pero no eres mi novio.
Bueno, ahora entiendo que es eso lo que le molesta.
—Verás, técnicamente hablando soy tu marido. Supongo que, como todavía no te has casado, deberíamos decir que eres mi novia.
Clare coloca su mano en un lugar en el que posiblemente no debería estar.
—Preferiría ser tu amante.
—Tienes dieciséis años, Clare. —Aparto su mano con suavidad y le acaricio la cara.
—Soy lo bastante mayor. Ecs, tienes las manos húmedas. —Clare enciende la luz piloto y me sobresalto cuando veo que su cara y sus manos están manchadas de sangre. Me miro las palmas y las noto pegajosas y rojizas—. ¡Henry! ¿Qué ha pasado?
—No lo sé. —Me lamo la palma derecha y aparecen cuatro profundos cortes alineados en forma de luna creciente. Me río—. Son las uñas. Me lo he hecho cuando conducías sin faros.
Clare apaga la luz piloto de un manotazo y, de nuevo, nos quedamos en la oscuridad. Los grillos cantan a todo trapo.
—No quería asustarte.
—Pues lo has conseguido. Por lo general, voy tranquilo cuando conduces tú. Es solo que...
—¿Qué?
—Sufrí un accidente de coche cuando era pequeño, y no me gusta subir a los automóviles.
—Oh..., lo siento.
—No pasa nada. Oye, ¿qué hora es?
—¡Madre mía! —Clare enciende la luz. El reloj marca las 00.12—. Llego tarde. ¿Cómo voy a entrar con estas manchas de sangre?
Se la ve tan desconcertada que me entran ganas de reír.
—Ven —le digo, frotando mi palma izquierda sobre su labio superior y bajo la nariz—. Has tenido una hemorragia.
—De acuerdo. —Clare arranca el coche, enciende los faros y vuelve a la calzada—. Etta se llevará un susto de muerte cuando me vea.
—¿Etta? Y tus padres, ¿qué?
—Mi madre probablemente estará dormida a estas horas, y es la noche de póquer de mi padre.
Clare abre la verja y entramos en la propiedad.
—Si mi hija saliera en coche el día después de sacarse el carnet, yo estaría sentado tras la puerta principal con un cronómetro en la mano.
Clare detiene el coche antes de entrar en el campo visual de la casa.
—¿Tenemos hijos?
—Lo siento. Eso es información confidencial.
—Apelaré a la ley de Libertad de Información.
—Adelante. —La beso con cautela, para no alterar la falsa hemorragia—. Ya me dirás lo que has descubierto. —Abro la portezuela del coche—. Buena suerte con Etta.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Salgo del coche y cierro la puerta lo más silenciosamente que puedo. El coche se desliza por el camino, toma una curva y desaparece en la noche. Camino en la misma dirección y me dirijo a una cama que he improvisado en el prado, bajo las estrellas.
Domingo 27 de septiembre de 1987
Henry tiene 32 años, y Clare 16
H
ENRY
: Me materializo en el prado, a más de cuatro metros del calvero. Me siento fatal, mareado y con náuseas; decido sentarme un rato para recuperarme. Hace frío y el día es gris; me hallo sumergido entre las hierbas altas y pardas, que me cortan la piel. Al cabo de unos instantes, me siento un poco mejor, y percibo que todo está en silencio. Me levanto y camino hacia el claro.
Clare está sentada en el suelo, recostada junto a la roca. No dice nada, solo me mira con lo que parece una expresión de rabia. «¡Vaya! —pienso—. ¿Qué he hecho ahora?» Está en su etapa Grace Kelly; lleva un abrigo de lana azul y una falda roja. Estoy temblando, y rebusco hasta encontrar la caja con la ropa. Me pongo unos tejanos negros, un jersey negro, unos calcetines de lana negros, un abrigo negro, unas botas negras y unos guantes de piel negros. Parezco el protagonista de una película de Wim Wenders. Me siento junto a Clare.
—Hola, Clare. ¿Estás bien?
—Hola, Henry. Toma. —Me alarga un termo y dos bocadillos.
—Gracias. No me siento muy bien. Esperaré un poco. —Dejo la comida sobre la roca. El termo contiene café, que inhalo profundamente. Solo con percibir el aroma parece que me siento mejor—. ¿Te encuentras bien?
Clare no me mira. Escruto su rostro y me doy cuenta de que ha llorado.
—Henry, ¿darías una paliza a alguien por mí?
—¿Qué?
—Quiero hacerle daño a una persona, y no soy lo bastante fuerte ni sé cómo luchar. ¿Lo harías tú por mí?
—¡Uauuu! ¿De qué me estás hablando? ¿A quién? ¿Por qué?
Clare no levanta la vista de su falda.
—No quiero hablar de ello. ¿No podrías aceptar mi palabra si te digo que se lo tiene bien merecido?
Creo que sé lo que ocurre: me parece que ya he oído antes esa historia. Suspiro, y me acerco a Clare hasta rodearla con mis brazos. Ella apoya la cabeza en mi hombro.
—Se trata de un muchacho con quien saliste un día, ¿verdad?
—Sí.
—Se portó como un gilipollas, y ahora quieres que lo pulverice, ¿no?
—Sí.
—Clare, hay muchísimos tíos que son gilipollas. Yo mismo fui un gilipollas cuando...
Clare se ríe con sorna.
—Dudo que fueras un gilipollas de campeonato como Jason Everleigh.
—Es jugador de fútbol o algo por el estilo, ¿verdad?
—Sí.
—Clare, ¿qué te hace pensar que puedo abordar a un atleta que es como un armario y al que le doblo la edad? ¿Cómo se te ha ocurrido salir con alguien así?
Clare se encoge de hombros.
—En la escuela no paran de fastidiarme porque nunca salgo con nadie. Ruth, Meg y Nancy... Bueno, circulan rumores que dicen que soy lesbiana. Incluso mi madre me pregunta por qué no salgo con chicos. Cuando me piden para salir, digo siempre que no; además, Beatrice Dilford, que sí es tortillera, me ha preguntado si yo también lo soy. Le he dicho que no, y ella me ha contestado que no le sorprende, pero que eso es lo que comenta todo el mundo. Así que pensé que sería mejor salir con algunos chicos. El primero que me lo pidió fue Jason. Es, cómo te diría, una especie de atleta, y muy atractivo, la verdad. Pensé que si salía con él, todos lo sabrían y quizá dejarían de hacer comentarios sobre mí.
—Es decir, que fue tu primera cita.
—Sí. Fuimos a un restaurante italiano y nos encontramos con Laura y Mike, y con un montón de gente de la clase de teatro. Le ofrecí pagar a escote, pero él se negó, me contó que era algo que jamás aceptaba; y lo pasamos bien, quiero decir que hablamos de la escuela y de nuestras cosas, de fútbol... Luego fuimos a ver
Viernes 13, VII parte.
Una película francamente estúpida, por si piensas ir a verla.
—Ya la he visto.
—¿Ah, sí? ¿Y eso? No parece ser de las películas que te gustan.
—Por el mismo motivo que tú; la chica con quien salía quería ir a verla.
—¿Quién era esa chica?
—Una mujer que se llama Alex.
—¿Cómo es?
—Era cajera en un banco, tenía unas tetas enormes y le gustaba que le palmearan el trasero.
En el preciso instante en que esas palabras escapan de mi boca, me doy cuenta de que estoy hablando con Clare, la adolescente, y no con Clare, mi esposa, y me atizo mentalmente un golpe en la cabeza.
—¿Que le palmearan el trasero? —pregunta Clare mirándome y sonriendo, con las cejas tan arqueadas que casi le alcanzan el nacimiento del pelo.