Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Henry y yo nos quedamos de pie frente a la pintura de Bernat Martorell durante cinco minutos, y luego él se vuelve hacia mí. En ese momento tenemos la sala a nuestra disposición.
—No cuesta tanto —le digo—. Presta atención. Busca a alguien distraído. Imagina dónde puede tener la cartera. La mayoría de los hombres utilizan el bolsillo trasero o bien el interior de la chaqueta del traje. En cuanto a las mujeres, es mejor que lleven el bolso a la espalda. Si estás en la calle, puedes agarrarlo y tirar de él, pero entonces tienes que asegurarte de que correrás más que cualquiera que decida perseguirte. Es mucho más silencioso cogerlo sin que se enteren.
—Vi una película en la que practicaban con un traje que llevaba cosidas unas campanitas a la ropa, y si al coger la cartera el tipo movía el traje, las campanitas sonaban.
—Sí, recuerdo esa película. Puedes probar en casa. Ahora sigúeme.
Me llevo a Henry de la sala del siglo XV a la del XIX; aterrizamos en pleno impresionismo francés. El Instituto de Arte es famoso por su colección de impresionismo. Puedo elegir, pero estas salas están siempre abarrotadas de gente que se retuerce el pescuezo para echar una ojeada a
La Grande Jatte o
a algún pajar de Monet. Henry no alcanza a ver por encima de las cabezas de los adultos y se pierde las pinturas, pero de todos modos está demasiado nervioso para contemplarlas. Examino la sala. Hay una mujer inclinada sobre un bebé que se contorsiona y berrea. Debe de ser la hora de su siesta. Hago un gesto de asentimiento a Henry y me dirijo hacia ella. Su bolso posee un simple cierre a presión, y lo lleva colgado en bandolera. Está absolutamente concentrada en lograr que su hijo deje de chillar. Se encuentra frente a la obra
En el Moulin Rouge
, de Toulouse-Lautrec. Finjo que lo miro mientras camino, tropiezo con ella y le hago perder el equilibrio mientras la cojo por el brazo.
—Lo siento muchísimo, perdóneme. No estaba mirando. ¿Está bien? Hay tanta gente aquí...
Mi mano está en su bolso. Ella se ha sofocado, tiene los ojos oscuros, el pelo largo y unos pechos grandes. Todavía está intentando perder los kilos de más que ganó con el embarazo. Me cruzo con su mirada cuando encuentro el monedero, y sigo disculpándome. El monedero sube por la manga de mi chaqueta, la miro de arriba abajo y sonrío, retrocediendo, me vuelvo, camino, y la observo por encima del hombro. Ella ha cogido a su hijo en brazos y me mira fijamente, algo triste. Sonrío y me alejo caminando. Henry me sigue cuando bajo por las escaleras hacia el museo infantil. Nos encontramos cerca del lavabo de caballeros.
—Ha sido muy extraño —comenta Henry—. ¿Por qué te miraba de ese modo?
—Se siente sola —le digo en un tono eufemístico—. Quizá su marido no pasa demasiado tiempo con ella.
Nos metemos en un lavabo y abro el monedero. Se llama Denise Radke. Vive en Villa Park, en Illinois. Es miembro de los Amigos del Museo y ex alumna de la Universidad Roosevelt. Lleva veintidós dólares en efectivo y unas monedas. Se lo enseño todo a Henry, en silencio, dejo el monedero como estaba y se lo entrego. Salimos del lavabo y del servicio de caballeros y volvemos a la entrada del museo.
—Dáselo a la vigilante. Dile que te lo has encontrado en el suelo.
—¿Por qué?
—No lo necesitamos; solo estaba enseñándote.
Henry corre hacia la vigilante, una mujer negra y entrada en años que sonríe y le da al chico una especie de medio abrazo. Henry regresa despacio, caminamos separados, a unos tres metros de distancia, yo encabezo la marcha por el largo y oscuro pasillo que algún día albergará la sala de Artes Decorativas y que conduce a la todavía inconcebible ala Rice, que en la actualidad está llena de carteles. Ando buscando objetivos fáciles, y justo delante de mí me encuentro el ejemplo perfecto del sueño de todo carterista. Bajito, corpulento, bronceado y fuera de lugar, parece salido del estadio Wrigley Field, con su gorra de béisbol, pantalones de poliéster y camisa azul claro de manga corta, abotonada hasta arriba. Está instruyendo a su esmirriada novia sobre Vincent van Gogh.
—Y entonces se corta la oreja y se la regala a su chica... Eh, oye. ¿Qué te parecería como regalo? ¡Una oreja, nada menos! ¡Uau! Por eso lo metieron en un manicomio...
No siento el menor escrúpulo hacia ese individuo. Camina dando zancadas, cacareando, tranquilísimo, con la cartera en el bolsillo trasero izquierdo. Tiene un vientre enorme, pero casi no tiene culo, y su cartera está pidiendo que la cojan. Deambulo tras la pareja. Henry goza de una buena visión cuando inserto con destreza el pulgar y el índice en el bolsillo del objetivo y libero la cartera. Me echo hacia atrás y ellos siguen caminando, le paso la cartera a Henry y se la mete rapidísimo en los pantalones mientras yo me adelanto.
Le enseño otras técnicas: cómo coger una cartera del bolsillo interior de un traje, cómo ocultar la mano cuando la introducimos en el bolso de una mujer, seis modos distintos de distraer a una persona mientras le arrebatamos la cartera, cómo sacar una cartera de una mochila y el modo de conseguir que alguien, sin advertirlo, te muestre dónde lleva el dinero. Ahora está más relajado, incluso empieza a divertirse. Al final, le digo:
—Muy bien, ahora te toca a ti.
Se queda petrificado.
—No puedo.
—Claro que puedes. Observa a tu alrededor. Busca a alguien.
Nos encontramos en la sala de grabados japoneses. Hay un montón de ancianas.
—Aquí no.
—De acuerdo. Dime dónde.
Henry piensa unos segundos.
—¿En el restaurante?
Nos dirigimos lentamente hacia el restaurante. El recuerdo de ese instante es muy nítido. Yo estaba absolutamente aterrorizado. Echo un vistazo a mi álter ego y lo constato: ha empalidecido de miedo. Sonrío, porque sé lo que ocurrirá a continuación. Nos situamos al final de la cola para acceder al restaurante al aire libre. Henry observa a su alrededor, pensando.
Frente a nosotros hay un hombre maduro y muy alto que lleva un traje marrón ligero y de buen corte; es imposible adivinar dónde guarda la cartera. Henry se acerca a él; tiende la mano y le muestra una de las carteras que he robado antes.
—Señor, oiga... ¿Es suya la cartera? —pregunta Henry bajito—. Estaba en el suelo.
—¿Cómo?... Ah, mmm, no. —El hombre comprueba el bolsillo derecho de su pantalón, descubre su cartera sana y salva, se inclina hacia Henry para oírle mejor, coge la cartera que el muchacho le muestra y la abre—. Uff, vaya... Deberías llevársela a los vigilantes de seguridad. Sí, hay bastante dinero en efectivo.
El hombre lleva unas gafas gruesas y observa a Henry a través de los cristales mientras habla. Henry, por su parte, alarga el brazo bajo la chaqueta del hombre y le roba la cartera. Como el chico lleva una camiseta de manga corta, me pongo tras él y me pasa la cartera. El hombre alto y delgado del traje marrón señala hacia las escaleras y le explica a Henry el modo de devolver su hallazgo.
Mi otro yo se aleja titubeando en la dirección que el hombre le ha indicado y yo lo sigo, lo adelanto y lo conduzco a través del museo hasta la salida; pasamos delante de los vigilantes y nos metemos en la avenida Michigan, hacia el sur, hasta que terminamos, sonriendo como diablillos, en el Café de los Artistas, donde nos damos el capricho de pedir batidos y patatas fritas, que abonamos con parte de los beneficios que hemos conseguido con nuestras malas artes. Luego tiramos todas las carteras en un buzón, sin dinero, y pido una habitación en Casa Palmer.
—¿Y bien? —le pregunto, sentado en el borde de la bañera mientras contemplo a Henry lavándose los dientes.
—¿Qué? —me dice Henry con la boca llena de dentífrico.
—¿Qué te parece?
—¿El qué?
—El carterismo.
—Muy bien —me responde, mirándome a través del espejo. Luego se vuelve y me mira a los ojos—. ¡Lo he hecho! —exclama, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Estuviste fantástico!
—¡Sí! —Se le borra la sonrisa—. Henry, no me gusta viajar por el tiempo solo. Es más divertido cuando estás tú. ¿No podrías venir siempre conmigo?
Está de pie, dándome la espalda, y nos miramos por el espejo. Mi pobre y joven yo: a esa edad mi espalda es delgada y mis escápulas sobresalen como alas incipientes. Se vuelve, esperando una respuesta, y yo sé lo que tengo que decirle... a él, a mí. Le pongo una mano sobre el hombro y le obligo a volverse con suavidad, para que se ponga a mi lado y quedemos frente al espejo, el uno junto al otro, con la cabeza al mismo nivel.
—Mira.
Estudiamos nuestros reflejos, entrelazados en el recargado esplendor del baño dorado de Casa Palmer. Nuestro pelo es del mismo tono castaño oscuro, los ojos son almendrados y negros, y presentan las mismas arrugas de cansancio; lucimos réplicas exactas de las orejas del otro. Yo soy más alto y musculoso, y me afeito. Él es más delgaducho y desgarbado, y se le marcan las rodillas y los codos. Me aparto el cabello de la cara y le enseño la cicatriz del accidente. De manera inconsciente, Henry imita mi gesto, y se toca la misma cicatriz de la frente.
—Es igual que la mía —me dice, sorprendido—. ¿Cómo te la hiciste?
—Igual que tú. Es la misma. Somos el mismo.
Es un momento translúcido. Yo no lo comprendía pero, de repente, lo comprendí todo, así. Vi cómo sucedía. Deseo ser los dos a la vez, sentir de nuevo la sensación de perder los límites de mí mismo, ver la suma de futuro y presente por primera vez. No obstante, estoy demasiado acostumbrado, me siento demasiado cómodo en el papel, y termino quedándome fuera, recordando lo maravilloso que es tener nueve años y de súbito ver, saber, que mi amigo, guía y hermano soy yo precisamente. Yo, y solo yo. Sentir la soledad de la experiencia.
—Tú eres yo.
—De mayor.
—Pero... ¿Y los otros?
—¿Te refieres a los otros viajeros del tiempo?
Henry asiente.
—No creo que haya más. Quiero decir que jamás me he cruzado con ninguno.
Una lágrima le asoma por el rabillo del ojo izquierdo. Cuando yo era pequeño, imaginaba toda una sociedad de viajeros del tiempo, de la cual Henry, mi maestro, era el emisario, enviado para instruirme sobre mi inclusión final en esa vasta camaradería.
Todavía me siento un ser marginal, el último miembro de una especie otrora numerosa. Era como si Robinson Crusoe descubriera una huella reveladora en la playa y entonces se diera cuenta de que se trataba de la propia. Mi yo, temblando como una hoja, transparente como el agua, empieza a llorar. Lo abrazo, me abrazo, durante mucho rato.
Más tarde pedimos chocolate deshecho al servicio de habitaciones y vemos a Johnny Carson. Henry se duerme con la luz encendida. Cuando termina el programa, echo un vistazo y me doy cuenta de que se ha marchado, se ha desvanecido y se encuentra ya en mi antiguo dormitorio del piso de mi padre, de pie y aturullado por el sueño, junto a mi antigua cama, sobre la que se desploma agradecido. Apago el televisor y la lámpara de la mesita de noche. Los ruidos del tráfico de 1973 se cuelan por la ventana abierta.
Deseo irme a casa. Estoy echado en esa cama dura de hotel, desamparado, solo. Sigo sin comprender nada.
Domingo 10 de diciembre de 1978;
Henry tiene 15 y 15 años
H
ENRY
: Estoy en mi dormitorio con mi otro yo. Viene del próximo mes de marzo. Estamos haciendo lo que solemos hacer cuando tenemos un poco de intimidad, cuando fuera hace frío, en esa época en que los dos ya hemos pasado la pubertad y todavía no hemos empezado a salir con chicas. Creo que la mayoría haría eso, si tuviera la clase de oportunidades que yo tengo. Quiero decir que no es que sea gay, ni nada por el estilo.
Es domingo, bien entrada la mañana. Oigo cómo doblan las campanas de San José. Mi padre llegó a casa muy tarde ayer por la noche; creo que fue al Exchequer después del concierto, porque estaba tan borracho que se cayó por las escaleras y tuve que entrarlo a cuestas en casa y acostarlo. Tose y oigo que da vueltas por la cocina.
Mi otro yo parece distraído; no deja de mirar hacia la puerta.
—¿Qué? —le pregunto.
—Nada.
Me levanto y compruebo la cerradura.
—No —me dice. Parece estar haciendo un gran esfuerzo para poder hablar.
—Ven.
Oigo los pasos cansinos de mi padre al otro lado de la puerta.
—¿Henry?
El pomo de la puerta gira despacio y entonces me doy cuenta de que inadvertidamente he desbloqueado la cerradura. Henry se precipita hacia la puerta, pero ya es demasiado tarde: mi padre asoma la cabeza por el resquicio y nos ve a los dos en flagrante delito.
—¡Oh! —exclama con los ojos desorbitados y una expresión de profundo disgusto dibujada en el rostro—. ¡Por el amor de Dios, Henry!
Cierra la puerta y oigo que regresa a su dormitorio. Furioso, lanzo una mirada de reproche a mi otro yo mientras me pongo unos tejanos y una camiseta. Enfilo el pasillo hacia la habitación de mi padre. Tiene la puerta cerrada. Llamo, pero no me contesta. Espero.
—¿Papá? —Silencio. Abro la puerta, y me quedo de pie en el umbral—. ¿Papá?
Está sentado de espaldas a mí, sobre la cama. No se mueve, y yo permanezco inmóvil durante un rato, sin lograr reunir fuerzas suficientes para entrar en su cuarto. Al final, cierro la puerta y regreso a mi dormitorio.
—Todo ha sido por tu culpa —le digo a mi yo con severidad. Lleva tejanos y está sentado en la silla, tiene la cabeza hundida entre las manos—. Lo sabías, sabías perfectamente lo que iba a suceder y no dijiste ni una palabra. ¿Dónde está tu instinto de conservación? ¿Qué demonios te pasa? ¿De qué te sirve conocer el futuro si ni siquiera puedes protegernos de escenitas humillantes...?
—Cállate —gruñe Henry—. Haz el favor de callarte.
—No pienso callarme —le digo a gritos—. Pero si lo único que tenías que hacer era decir...
—Escucha —me dice, levantando la mirada hacia mí con resignación—. Ha sido como... como ese día en la pista de patinaje sobre hielo.
—¡Oh, mierda!
Hace un par de años vi cómo una niña pequeña se daba un golpe en la cabeza con un disco de hockey en el parque Cabeza India. Fue horrible. Luego supe que murió en el hospital, y empecé a viajar a ese día sin cesar, porque quería avisar a su madre, y no podía. Era como estar entre el público que contempla una película. Era como ser un fantasma. Yo quería gritar: «No, llévesela a casa, no deje que se acerque al hielo, llévesela. Van a herirla, va a morir», pero me daba cuenta de que las palabras no salían de mi cabeza, y que todo sucedería igual que antes.