Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Me quedo de pie, con el pintalabios en la mano. Me siento algo mareada. Me pregunto qué aspecto tendrá ella, cómo se llamará. No sé cuánto tiempo llevan saliendo. Supongo que el suficiente. Devuelvo el pintalabios a su sitio y cierro el botiquín. Me contemplo en el espejo, el rostro lívido, el pelo alborotado. «Bien, seas quien seas, ahora soy yo quien está aquí. Quizá formes parte del pasado de Henry, pero yo soy su futuro.» Sonrío ante mi imagen, y mi reflejo me devuelve una mueca. Tomo prestado el albornoz de toalla blanco de Henry que cuelga de la puerta del baño. Tiro de la prenda y en el mismo colgador aparece una bata de seda azul claro. Sin saber exactamente por qué, llevar su albornoz hace que me sienta mejor.
Regreso a la sala y Henry sigue durmiendo. Alcanzo el reloj, que está sobre la repisa de la ventana, y veo que solo son las seis y media. Sin embargo estoy demasiado inquieta para volver a la cama. Me dirijo hacia la diminuta cocina en busca de café. Todas las superficies y los quemadores están cubiertos de montones de platos, revistas y material diverso de lectura. Incluso hay un calcetín en el fregadero. Me doy cuenta de que Henry debió de embutirlo todo dentro de la cocina ayer por la noche, sin orden ni concierto. Siempre supuse que Henry era muy ordenado; pero ahora me queda claro que es de esas personas que pueden ser pesadas en lo que concierne a su aspecto personal y, sin embargo, son secretamente descuidadas en todo lo demás. Encuentro café en la nevera, descubro dónde guarda la cafetera y la pongo en marcha. Mientras espero que el café salga, examino la librería de Henry.
Este es el Henry que yo conozco.
Elegías, canciones y sonetos
, de Donne.
Doctor Faustus
, de Christopher Marlowe.
Almuerzo al desnudo.
Anne Bradstreet e Immanuel Kant. Barthes, Foucault, Derrida.
Cantos de inocencia
y
Cantos de experiencia
, de Blake.
Winnie the Pooh. Alicia anotada.
Heidegger. Rilke.
Tristram Shandy. Wisconsin Death Trip.
Aristóteles. El obispo Berkeley. Andrew Marvell.
Hipotermia, congelaciones y otras heridas provocadas por el frío.
La cama cruje y doy un salto. Henry se incorpora, bizqueando bajo la luz matutina. Es tan joven, tan... anterior a todo. Todavía no me conoce. Me asalta el temor repentino de que haya olvidado quién soy.
—Cogerás frío —me dice—. Vuelve a la cama, Clare.
—He hecho café.
—Mmmm, ya lo huelo; pero primero ven y dame los buenos días.
Trepo a la cama con su albornoz todavía puesto. Cuando desliza su mano por debajo de la ropa, se detiene apenas un instante: comprendo que ya ha establecido la asociación y que mentalmente está pasando revista al baño mientras me tiene a mí enfrente.
—¿Te molesta?
Dudo al responder.
—Sí que te molesta. Te molesta muchísimo. Es normal. —Henry se sienta, y yo también. Vuelve la cabeza hacia mí y me mira—. De todos modos, ya casi había terminado.
—¿Casi?
—Iba a romper con ella. Solo que el momento ha sido inoportuno; o quizá no. No lo sé. —Intenta leer en mi rostro en busca del perdón, quizá. No es culpa de él. ¿Cómo iba a saberlo?—. Llevamos bastante tiempo torturándonos mutuamente. —Habla cada vez más rápido, y luego se calla—. ¿Quieres que te lo explique?
—No.
—Gracias. —Henry se pasa la mano por la cara—. Lo siento. No sabía que vendrías, si no habría limpiado y ordenado un poco más. Mi vida, quiero decir, no solo el apartamento. —Veo una mancha de pintalabios bajo la oreja de Henry, acerco mi mano a su rostro y se la froto. Él sostiene mi mano entre las suyas—. ¿Soy muy distinto? ¿Más de lo que esperabas? —pregunta con aprensión.
—Sí... Eres más... —«egoísta», pienso, pero digo—: ... joven.
—¿Eso es bueno o malo? —pregunta, valorando la cuestión.
—Es distinto. —Recorro con las manos los hombros de Henry, y también la espalda, masajeando sus músculos en busca de incisiones—. ¿Te has visto a los cuarenta años?
—Sí, parece que me hayan clavado en un pinchapapeles y me hayan mutilado.
—Sí, pero eres menos... Quiero decir que eres una especie de..., eres más. Me refiero a que como ya me conoces, pues...
—Vamos, me estás diciendo que me falta un cierto aplomo.
Niego con la cabeza, a pesar de que eso es exactamente lo que quiero decir.
—Es solo que yo he vivido todas esas experiencias, y en cambio tú... No estoy acostumbrada a estar contigo cuando no recuerdas nada del pasado.
—Lo siento —dice Henry con aire sombrío—; pero la persona que conoces todavía no existe. Quédate junto a mí, y tarde o temprano aparecerá. Me temo que es lo único que puedo hacer.
—Me parece justo. Sin embargo, mientras tanto...
—Mientras tanto, ¿qué? —me pregunta, volviéndose para sostener mi mirada.
—Deseo...
—¿Qué es lo que deseas?
Me ruborizo. Henry sonríe, y me empuja con suavidad hacia atrás, sobre las almohadas.
—Ya lo sabes.
—No sé mucho, la verdad; pero puedo adivinar alguna que otra cosa.
Más tarde nos adormecemos calentitos, recubiertos por el pálido sol de octubre que luce a mediodía, piel contra piel, y Henry me dice algo en la nuca que yo no entiendo.
—¿Qué?
—Pensaba que noto una gran paz a tu lado. Es muy agradable estar echados en la cama y saber que el futuro, de algún modo, ya está dispuesto.
—Henry.
—¿Mmmrn?
—¿Cómo es que nunca te contaste nada sobre mí?
—Ah, porque eso es algo que no hago nunca.
—¿El qué?
—No suelo contarme historias del futuro a menos que se trate de algo monstruoso, que implique peligro para mi vida, ¿sabes? Intento vivir como una persona normal. Ni siquiera me gusta tenerme a mí mismo merodeando por aquí, así que intento no tropezar conmigo, a menos que no tenga otra elección.
Sopeso su respuesta durante unos segundos.
—Yo me lo contaría todo.
—No. Te traería muchos problemas.
—Siempre procuraba que me contaras cosas —le explico poniéndome de espaldas. Henry apoya la cabeza en la mano y me mira desde arriba. Nuestras caras se encuentran a un palmo de distancia. Resulta extraño estar hablando como solíamos hacerlo en el pasado, a pesar de que la proximidad física me impide concentrarme como es debido.
—¿Te contaba cosas? —me pregunta Henry.
—A veces. Cuando te apetecía, o cuando tenías que hacerlo.
—¿Qué clase de cosas?
—¿Lo ves? Sí que quieres saberlas, pero no voy a contártelas.
Henry se ríe.
—Me está bien empleado. Oye, tengo hambre. Vayamos a preparar el desayuno.
Fuera hace mucho frío. Los coches y los ciclistas cruzan por Dearborn mientras algunas parejas pasean por la acera. No tardamos en imitarlas, bajo la luz del sol de la mañana, cogidos de la mano, juntos al fin para que nos vean todos. Siento una ligera comezón de nostalgia, como si hubiera perdido un secreto, y luego una oleada de exaltación: es el momento en que todo empieza.
Domingo 16 de junio de 1968
H
ENRY
: La primera vez fue mágica. ¿Cómo podía saber lo que significaba? Era mi quinto cumpleaños, y fuimos al Museo de Historia Natural. No creo haber estado antes en ese museo. Mis padres llevaban toda la semana contándome las maravillas que podían verse en ese lugar: los elefantes disecados del inmenso vestíbulo, los esqueletos de dinosaurios o los dioramas de los hombres de las cavernas. Mi madre acababa de regresar de Sidney, y me había traído una gigantesca y sobrecogedora mariposa azul, una
Papilio ulysses
, que iba montada en un marco y protegida con algodón. Yo solía acercármela al rostro, y la sostenía tan cerca de mí que no podía ver nada que no fuera ese color azul. Me provocaba una sensación especial, esa sensación que más tarde intenté repetir con el alcohol y finalmente redescubrí con Clare; la sensación de unidad, olvido y abandono, en el buen sentido de la palabra. Mis padres me habían descrito las innumerables vitrinas de mariposas, colibríes y escarabajos. Yo estaba tan nervioso que me desperté antes del amanecer. Me calcé las zapatillas deportivas, cogí mi
Papilio ulysses
, salí al patio trasero y bajé los escalones que conducían al río en pijama. Me senté en el embarcadero y contemplé la salida del sol. Una familia de patos se acercó nadando, y un mapache apareció en el embarcadero de la otra orilla del río y me miró con curiosidad antes de lavar su desayuno y comérselo. Quizá me dormí. Oí que mi madre me llamaba y corrí hacia la escalera, que resbalaba por el rocío, procurando que la mariposa no se me cayera. Estaba enfadada conmigo porque había bajado al embarcadero solo, pero no le dio demasiada importancia porque era el día de mi cumpleaños.
Mis padres no trabajaban esa noche, así que se vistieron con calma para salir. Yo estaba listo mucho antes que ellos. Me senté en su cama y fingí leer una partitura. Eso sucedió en la época en que mis padres, aun siendo músicos, se percataron de que su único descendiente no estaba dotado para ese arte. No porque yo no me esforzara, sino porque no era capaz de oír lo que fuera que oían ellos en una composición musical. Me gustaba la música, pero difícilmente podía entonar una melodía; y a pesar de que sabía leer el periódico a los cuatro años, las partituras solo eran para mí unos hermosos garabatos negros. Ahora bien, mis padres seguían esperando que yo poseyera algún talento musical oculto, por eso cuando cogí la partitura, mi madre se sentó junto a mí e intentó ayudarme en la tarea. Enseguida se puso a cantar, mientras yo daba tremendos alaridos y chasqueba los dedos. Terminamos riendo, y mi madre se dedicó a hacerme cosquillas. Mi padre salió del baño con una toalla enrollada a la cintura y se unió a nosotros. Durante unos breves y gloriosos minutos mis padres se pusieron a cantar al unísono. Mi padre entonces me cogió en brazos, y, agarrándome entre ambos, empezaron a bailar por el dormitorio. En aquel momento sonó el teléfono, y la escena se desvaneció. Mi madre fue a contestar, mi padre me dejó sobre la cama y fue a vestirse.
Finalmente terminaron de arreglarse. Mi madre llevaba un vestido rojo sin mangas y unas sandalias; se había pintado las uñas de los pies y las manos a juego con el vestido. Mi padre estaba espléndido con sus pantalones azul oscuro y una camisa blanca de manga corta, en tranquilo contraste con la vistosidad de mamá. Nos apretujamos en el coche. Como siempre, tenía todo el asiento trasero para mí solo, así que me tumbé y contemplé los altos edificios del paseo de la Ribera que desfilaban por mi ventanilla como una exhalación.
—Siéntate, Henry —dijo mi madre—. Ya hemos llegado.
Me senté y vi el museo. Hasta entonces había pasado mi infancia dando tumbos entre las distintas capitales europeas, y aquel gran museo satisfizo la idea que me había hecho de los museos en general, aunque su fachada pétrea y abovedada no fuera nada excepcional. Dado que era domingo, nos costó un poco encontrar aparcamiento, pero al final lo logramos y nos fuimos caminando por la orilla del lago, junto a los botes, las estatuas y algunos chiquillos traviesos. Traspasamos las pesadas columnas y entramos en el museo.
En ese momento percibí un embrujo.
Todo en ese lugar había quedado atrapado, etiquetado y dispuesto según una lógica que parecía tan intemporal como si el mismo Dios la hubiera dispuesto; un dios que quizá había tramitado erróneamente el papeleo sobre la Creación, por lo que había pedido al personal especializado del museo que le ayudara a solucionarlo y a dejar constancia de ello. Para el niño de cinco años que era yo en aquel entonces, y que se entusiasmaba con una sencilla mariposa, caminar por el museo era como caminar por el Paraíso y presenciar todo lo que allí ocurría.
Vimos muchísimas cosas ese día: millares de vitrinas repletas de mariposas, procedentes de Brasil y Madagascar; incluso descubrimos a una hermana de mi mariposa azul del otro lado del globo. El museo era oscuro, frío y antiguo; eso acrecentaba la sensación de suspense, de que el tiempo y la muerte se habían detenido en el interior de sus paredes. Vimos cristales y pumas, ratas almizcladas y momias, e innumerables fósiles. A la hora de comer hicimos un picnic en el césped del museo, y luego volvimos a zambullirnos en el edificio en busca de pájaros, águilas y neandertales. Al final del día, estaba tan cansado que apenas me tenía en pie, pero no soportaba la idea de marcharme. Aparecieron los guardias y nos condujeron con amabilidad hacia las puertas; yo me esforzaba por no llorar, pero no pude controlarme y lloré de agotamiento y deseo. Mi padre me cogió en brazos y nos dirigimos al coche. Me dormí en el asiento trasero; cuando me desperté ya estábamos en casa y era la hora de cenar.
Cenamos en la planta baja, en el piso del señor y la señora Kim, nuestros caseros. El señor Kim era un hombre brusco y recio a quien yo parecía gustarle, pero nunca decía gran cosa; la señora Kim (Kimy, como yo la llamaba) era mi compañera de juegos, mi alocada canguro y jugadora de cartas coreana. Gran parte del tiempo que estaba despierto lo pasaba con Kimy. Mi madre nunca fue una gran cocinera, y Kimy sabía elaborar con mucho garbo cualquier plato, desde un soufflé a un
bi bim bop.
Esa noche, para celebrar mi cumpleaños, hizo pizza y pastel de chocolate.
Cenamos. Todos me cantaron el «Cumpleaños feliz», y yo soplé las velas. No recuerdo cuál fue mi deseo. Dejaron que me quedase levantado hasta mucho después de lo acostumbrado, porque seguía muy nervioso por todo lo que habíamos visto y porque había dormido hasta bien entrada la tarde. Me senté en el porche trasero en pijama, con mi madre, mi padre, y el señor y la señora Kim, bebimos limonada y contemplamos el azulado cielo nocturno, oyendo los grillos y los sonidos procedentes de los televisores de otros pisos. Al final, mi padre dijo:
—Hora de irse a la cama, Henry.
Me lavé los dientes, dije mis oraciones y me metí en la cama. Estaba agotado, pero tenía los ojos bien abiertos. Mi padre leyó para mí durante un rato y luego, al ver que seguía sin poder dormir, él y mi madre apagaron las luces, dejaron entreabierta la puerta de mi dormitorio y se fueron a la sala de estar. El trato era que tocarían para mí todo el rato que yo quisiera, pero a condición de que escuchara el concierto desde la cama. Así que mi madre se sentó al piano y mi padre sacó su violín; tocaron y cantaron durante muchísimo rato. Canciones de cuna,
lieder
, nocturnos: música para dormir con la cual tranquilizar al salvaje muchachito que se hallaba en el dormitorio. Al final, mi madre vino a ver si ya me había dormido. Echado en aquella camita debía de parecer menudito y receloso, como un animal nocturno en pijama.