Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Asiento con la boca llena de sopa.
—¡Ah!, también está Peter —añade Clare—. Es el jardinero.
—¡Vaya! Tu familia dispone de servicio, algo a lo que yo no estoy precisamente acostumbrado. En cuanto a mí... ¿he conocido a alguien de tu familia?
—Conociste a la abuela Meagram antes de que muriera. Fue la única persona a quien le hablé de ti. Por aquel entonces ya estaba bastante ciega. Comprendió que nos casaríamos y quiso conocerte.
Dejo de comer y miro a Clare. Ella sostiene la mirada, serena, angélica, cómoda consigo misma.
—¿Nos casaremos?
—Supongo que sí. Hace años que me cuentas que en la época de la que vienes estás casado conmigo.
Es demasiado. Esto es demasiado. Cierro los ojos y me obligo a no pensar en nada; lo último que deseo es desaparecer en este momento.
—¿Henry? Henry, ¿estás bien? —Noto que Clare se desliza en el asiento de al lado. Abro los ojos y veo que coge mi mano con fuerza entre las suyas. Se las miro y advierto que son las manos de una trabajadora, duras y agrietadas—. Henry, lo siento. Es que no logro acostumbrarme. Es tan diferente... Quiero decir que durante toda mi vida tú has sido el único que lo sabía todo, y yo, de algún modo, he olvidado que esta noche quizá debería haber ido más despacio. —Clare sonríe—. En realidad, lo último que me dijiste antes de marcharte fue: «Ten piedad, Clare». Lo dijiste como si pronunciaras una cita, y ahora que pienso en ello creo adivinar que me citabas a mí.
Mis manos siguen entre las suyas, y me mira con deseo, con amor. Me siento profundamente humilde.
—Clare.
—Dime.
—¿Podríamos retroceder? ¿Podríamos fingir que estamos viviendo nuestra primera cita como si fuéramos dos personas normales?
—De acuerdo. —Clare se levanta y vuelve a ocupar su lugar en la mesa. Se sienta recta e intenta no sonreír.
—Humm, muy bien. Veamos... Sí... Ah... Clare, cuéntame algo de ti. ¿Tienes aficiones?, ¿animales domésticos?, ¿tendencias sexuales poco corrientes?
—Descúbrelo tú mismo.
—Bien. Veamos... ¿A qué facultad vas? ¿Qué estás estudiando?
—Estudio en la facultad de Bellas Artes; he estudiado escultura y ahora empiezo con la elaboración de papel.
—Fantástico. ¿Cómo es tu trabajo?
Por primera vez Clare parece incómoda.
—Es un poco... Cómo te diría..., grande; y tiene que ver con los pájaros... —Desvía la mirada hacia la mesa y toma un sorbo de té.
—¿Con los pájaros?
—Bueno, en realidad yo diría que más bien se trata de la añoranza.
Sigue sin mirarme, así que cambio de tema.
—Cuéntame más cosas de tu familia.
—De acuerdo. —Clare se relaja y sonríe—. Bien. Mi familia vive en Michigan, cerca de un pueblecito que se llama South Haven y que está junto a un lago. Nuestra casa se encuentra en una zona que no está integrada en el pueblo. En su origen perteneció a los padres de mi madre, los abuelos Meagram. Mi abuelo murió antes de que yo naciera, y mi abuela vivió con nosotros hasta su muerte. Yo tenía diecisiete años. Mi abuelo era abogado y mi padre también lo es; conoció a mi madre cuando empezó a trabajar para el abuelo.
—Es decir, que se casó con la hija del jefe.
—Sí; aunque a veces me pregunto si en el fondo no se casaría con la casa del jefe. Mi madre es hija única, y la casa es increíble; aparece en un montón de libros sobre el movimiento Arts and Crafts.
—¿Tiene algún nombre? ¿Quién la construyó?
—Se llama Casa Alondra del Prado, y la construyó Peter Wyns en 1896.
—¡Caray! He visto fotografías de la casa. La hizo construir un miembro de la familia Henderson, ¿verdad?
—Sí. Fue un regalo de boda que les hicieron a Mary Henderson y Dieter Bascombe. Se divorciaron dos años después de haberse instalado; entonces vendieron la casa.
—Una casa de pijos.
—Mi familia es pija y también muy excéntrica.
—¿Tienes hermanos?
—Mark tiene veintidós años y está terminando derecho en Harvard. Alicia tiene diecisiete y acaba el instituto este año. Toca el violonchelo. —Percibo un tono de afecto cuando habla de su hermana, y una cierta monotonía en su voz cuando, en cambio, se refiere al hermano.
—¿No te llevas bien con tu hermano?
—Mark es igual a papá. A los dos les gusta ganar, decir la última palabra.
—¿Sabes? Yo siempre envidio a la gente que tiene hermanos, aunque no se lleven demasiado bien.
—¿Eres hijo único?
—Sí; pero ¿no eras tú quien lo sabía todo de mí?
—A decir verdad, lo sé todo, y no sé nada. Sé cuál es tu aspecto sin ropa, pero hasta esta tarde desconocía tu nombre completo. Sabía que vivías en Chicago, pero no sé nada de tu familia, salvo que tu madre murió en un accidente de coche cuando tenías seis años. Sé que posees muchos conocimientos de arte y que hablas francés y alemán con soltura, pero no tenía ni idea de que fueras bibliotecario. Hiciste lo imposible para que yo no te encontrara en el presente; dijiste que sucedería en el momeno indicado, y ahora estamos aquí.
—Aquí estamos, sí. En fin, mi familia no es pija; son músicos. Mi padre es Richard DeTamble y mi madre era Annette Lyn Robinson.
—¡Ah, la cantante!
—Exacto. Él es violinista; toca en la Orquesta Sinfónica de Chicago, pero no consiguió llegar tan alto como ella. Es una pena, porque mi padre es un violinista maravilloso. Después de que mi madre muriera, no le llegaba la camisa al cuerpo.
Nos traen la nota. Ninguno de los dos ha comido gran cosa, pero al menos a mí no me interesa la comida en ese preciso instante. Clare coge el monedero, y yo se lo impido con un gesto de negación. Pago; nos marchamos del restaurante y nos detenemos en Clark Street, bajo la preciosa noche otoñal. Clare lleva una especie de chaqueta de punto azul, muy elaborada, y una bufanda de piel; yo he olvidado el sobretodo, y estoy tiritando.
—¿Dónde vives? —me pregunta Clare.
Vaya, problema a la vista.
—Vivo a dos manzanas de aquí, pero mi estudio es diminuto y lo he dejado hecho una leonera. ¿Y tú?
—En Roscoe Village, en Hoyne; pero tengo una compañera de piso.
—Si vienes a mi casa, tendrás que cerrar los ojos y contar hasta mil. A lo mejor tu compañera de piso es sorda y nada inquisitiva.
—No tengo esa suerte. Nunca llevo a nadie a casa; Charisse saltaría sobre ti y te clavaría astillas de bambú bajo las uñas hasta hacerte cantar.
—Sería fantástico que me torturara alguien llamado Charisse, pero ya veo que no compartes mis gustos. Sube a mis aposentos.
Caminamos en dirección norte siguiendo la calle. Al llegar a la bodega de la calle Clark, cambio de rumbo para entrar a comprar una botella de vino. Cuando regreso, Clare está sorprendida.
—Creía que te habían prohibido beber.
—¿Ah, sí?
—El doctor Kendrick era muy estricto en el tema.
—¿Quién es?
Caminamos despacio, porque Clare lleva unos zapatos que no son nada prácticos.
—Es tu médico; un gran experto en cronoafecciones.
—Si no te explicas mejor...
—No sé gran cosa del tema. El doctor David Kendrick es un genetista molecular que descubrió... que descubrirá por qué las personas sufren cronoafecciones. Es algo genético, que él revelará en el año 2006 —dice Clare, suspirando—. Supongo que todavía es demasiado pronto. En una ocasión me contaste que habrá muchas más personas cronoafectadas dentro de diez años.
—Nunca había oído que alguien, aparte de mí, padeciera esa... afección.
—Supongo que aunque te encontrases con el doctor Kendrick en este mismo instante, no podría ayudarte. Además, si él hubiera sido capaz de prestarte su ayuda, nosotros nunca nos habríamos conocido.
—No pensemos en ello.
Hemos llegado al vestíbulo de mi casa. Clare entra primera en el diminuto ascensor. Cierro la puerta y presiono el número once. Ella huele a ropa vieja, jabón, sudor y pieles. Respiro profundamente. El ascensor se detiene con un chasquido metálico en mi planta, nos liberamos de él y caminamos por el estrecho pasillo. Empuño el manojo de llaves, abro hasta la enésima cerradura y la puerta cruje levemente al entreabrirse.
—Las cosas han empeorado desde la hora de cenar. Tendré que vendarte los ojos. —Clare estalla en risitas mientras dejo el vino y me quito la corbata. Se la paso por los ojos y la ato con fuerza, haciéndole un nudo a la altura de su nuca. Abro la puerta, la guío hacia el interior del apartamento y la siento en una butaca—. Muy bien, ahora empieza a contar.
Clare cuenta. Yo me apresuro a recoger la ropa interior y los calcetines del suelo, a llevarme las cucharas y las tazas de café que hay en las diversas repisas horizontales a la cocina, a tirarlo todo al fregadero. Cuando dice «novecientos sesenta y siete», le retiro la venda de los ojos. Ya he convertido el sofá cama, que ahora se muestra en su forma diurna, en un sofá propiamente dicho, y me siento encima.
—¿Vino, música, velas?
—Sí, por favor.
Me levanto y enciendo las velas. Cuando termino, apago la luz del techo y en la habitación danzan lucecitas. Todo tiene mejor aspecto. Pongo las rosas en un jarrón con agua, localizo el sacacorchos, abro la botella y sirvo dos copas de vino. Al cabo de un instante, pongo el CD de EMI que grabó mi madre y en el que canta
Heder
de Schubert y bajo el volumen.
Mi apartamento consta básicamente de un sofá, una butaca y unos cuatrocientos libros.
—Es precioso —dice Clare.
Se levanta y vuelve a sentarse en el sofá. Yo me acomodo junto a ella. Es un momento tranquilo; nos limitamos a estar sentados y a contemplarnos mutuamente. La luz de las velas parpadea en el pelo de Clare. Ella acerca una mano a mi mejilla.
—Me encanta verte. Empezaba a sentirme sola.
La atraigo hacia mí. Nos besamos. Es un beso muy... compatible, un beso producto de una larga asociación, y me pregunto qué cosas debemos de haber hecho en ese prado de la casa de Clare, pero aparto la idea de mi pensamiento. Nuestros labios se separan; en general, y al llegar a ese punto, estaría considerando el modo de abrirme camino entre las distintas fortalezas de la indumentaria; sin embargo, me inclino hacia atrás y me estiro en el sofá, agarro a Clare por debajo de los brazos y tiro de ella, hasta obligarla a echarse a mi lado. El vestido de terciopelo la vuelve escurridiza, y ella repta en el espacio que media entre mi cuerpo y el respaldo del sofá, como una anguila de terciopelo. Me mira de frente, y el brazo del sofá sostiene mi peso. Puedo notar la longitud de su cuerpo presionado contra el mío a través de la delgada tela. Una parte de mí se muere por saltarle encima, lamerla y sumergirse en ella, pero me siento agotado y sobrecogido.
—Pobre Henry.
—¿Por qué «pobre Henry»? La alegría me desborda —le digo sinceramente.
—Bueno... Te he lanzado un montón de sorpresas encima, como si fueran rocas enormes.
Clare balancea una pierna sobre mí hasta que se queda sentada exactamente sobre mi sexo, que concentra del todo mi atención.
—No te muevas —le digo.
—De acuerdo. Creo que esta noche está resultando de lo más divertida. Me refiero a que es cierto aquello de «saber es poder». Por otro lado, siempre he sentido curiosidad por descubrir dónde vivías, por la ropa que llevabas y por saber a qué te dedicabas para ganarte la vida.
—
Voilà
—exclamo. Deslizo mis manos bajo su vestido y recorro sus muslos. Lleva medias y liguero. Mi chica perfecta—.¿Clare?
—Oui.
—Creo que es una pena apurarlo todo de un solo golpe. Quiero decir que esperar un poco no le hará daño a nadie.
Clare se siente avergonzada.
—Lo siento, de verdad; pero es que en mi caso he estado esperando durante años. Además, no es como un pastel... que te lo comes y se acabó.
—Coge el pastel y cómetelo.
—Ese es mi lema. —Sonríe, con una sonrisa ladina, apenas esbozada, y lanza sus caderas hacia delante y hacia atrás un par de veces.
Sé que mi erección es sin duda lo bastante potente para cabalgar en alguna de las cabalgatas más terroríficas de la Magnífica América sin padres a la vista.
—Acostumbras a salirte con la tuya, ¿verdad?
—Siempre. Soy terrible. Salvo que tú te has mostrado casi siempre inmune a mis artimañas. He sufrido atrozmente bajo tu régimen de verbos franceses y juegos de damas.
—Supongo que debería consolarme el hecho de que mi yo futuro poseerá al menos ciertas armas para subyugarte. ¿Haces esto con todos los chicos?
Clare está ofendida; y puedo asegurar que de manera genuina.
—Ni se me ocurriría hacer este tipo de cosas con «chicos». ¡Qué ideas más desagradables se te ocurren! —Me desabrocha la camisa—. ¡Dios mío! Eres tan joven...
Me pellizca los pezones con fuerza. A la mierda la virtud. Ya he descubierto el mecanismo de su vestido.
A la mañana siguiente
C
LARE
: Me despierto y no sé dónde estoy. Veo un techo desconocido. Oigo el tráfico distante. Hay una librería. Una butaca azul con mi vestido de terciopelo atravesado y la corbata de un hombre encima del vestido. Entonces me acuerdo. Vuelvo la cabeza y veo a Henry. Es tan sencillo, como si lo hubiera hecho toda mi vida. Duerme descuidado, en una torsión imposible, como si hubiera sido transportado a una playa, con un brazo sobre los ojos para protegerse de la claridad de la mañana, y su largo pelo negro desparramado sobre la almohada. Es tan sencillo. Estamos aquí. En el momento presente, ahora, al fin.
Salgo de la cama, que también hace las veces de sofá, con cuidado. Los muelles crujen cuando me pongo en pie. No queda mucho espacio entre la cama y la librería, y tengo que pasar de lado hasta que consigo llegar al recibidor. El baño es minúsculo. Me siento como Alicia en el País de las Maravillas, que ha crecido hasta alcanzar un tamaño enorme y se ve obligada a sacar el brazo por la ventana para poder darse la vuelta. El pequeño radiador labrado deja escapar unos ruidos metálicos causados por el calor. Hago un pis, y me lavo las manos y la cara; entonces me doy cuenta de que hay dos cepillos de dientes en el soporte de porcelana blanco.
Abro el botiquín. Cuchillas y crema de afeitar, Listerine, Tylenol, loción para después del afeitado, una canica azul, un palillo y desodorante en el estante superior. Crema para las manos, tampones, un estuche de diafragma, desodorante, pintalabios, un frasco de multivitaminas y un tubo de espermicida en el estante inferior. El pintalabios es de un rojo muy intenso.