Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—¿Qué coño estás haciendo?
Henry parece un corderito.
—Bueno, no estaba muy seguro de si querrías saberlo, pero la verdad es que ya he estado en nuestra futura casa. No sé cuándo, pero estuve... Estaré allí un hermoso día de otoño, al caer la tarde. Yo estaba de pie, frente a una ventana que había en la parte trasera de la casa, junto a esa mesita de sobre de mármol que heredaste de tu abuela, y miraba al patio, hacia la ventana de un edificio de obra vista que me pareció que era tu estudio. Estabas manipulando hojas de papel. Eran azules. Llevabas un pañuelo amarillo que te sujetaba el pelo hacia atrás, un jersey verde y el delantal de goma que te pones siempre. Hay una pérgola cubierta de parra en el patio. Estuve ahí durante un par de minutos; por eso intento rememorar la visión, y cuando lo consiga, me imagino que esa será nuestra casa.
—¡Caray! ¿Por qué no me lo dijiste? Ahora me siento como una tonta.
—No, no. Pensé que te gustaría seguir el procedimiento habitual. Quiero decir que pareces tan entregada, leyendo todos esos libros acerca de los pasos que hay que seguir, que pensé que querrías, pues eso... ir a ver casas, y no planteártelo como algo inevitable.
—Hombre, alguno de los dos tiene que preguntar si hay termitas, revestimientos de amianto, putrefacción de la madera por hongos y bombas en la fosa séptica...
—Exactamente. Por lo tanto, sigamos como hasta ahora, y ten por seguro que, por separado, llegaremos a la misma conclusión.
Es algo que al final termina por suceder, a pesar de que se dan un par de momentos previos de gran tensión. Me refiero a cuando caigo embelesada por el elefante blanco que descubro en East Roger's Park, un vecindario espantoso, situado en el perímetro septentrional de la ciudad. Se trata de una mansión, un monstruo Victoriano de proporciones aptas para una familia de doce miembros, más el servicio. Sé, incluso antes de preguntarlo, que esa no es nuestra casa; Henry, por su parte, queda profundamente impresionado por la vivienda, mucho antes de entrar por la puerta principal. El patio es un aparcamiento digno de figurar al lado de un centro comercial. El interior posee la estructura de una casa francamente preciosa; techos altos, chimeneas con la repisa de mármol, ebanistería repujada...
—Por favor... —gimoteo—. ¡Es tan increíble!
—Sí, increíble es la palabra. Nos violarán y nos atracarán una vez por semana si vivimos aquí dentro. Además, necesita una rehabilitación completa, cableado, cañerías, una caldera nueva, probablemente un nuevo tejado... De ningún modo. —Su voz es concluyente, la voz de alguien que ha visto el futuro y no tiene intención de alterarlo.
Tras la escena paso un par de días algo deprimida, y Henry decide invitarme a cenar sushi.
—
Tchotchka, amorta
, reina de mi corazón, habla conmigo.
—No pienso hablarte.
—Ya lo sé, pero estás deprimida; y a mí me gustaría no ser la causa de tu tristeza, sobre todo por decir las cosas tal como son, con sentido común.
Llega la camarera y consultamos las cartas a toda prisa. No quiero discutir en Katsu, mi restaurante preferido de sushi, un lugar al que vamos a menudo a comer. Pienso que es un detalle que Henry debe de haber tenido en cuenta, además de la felicidad intrínseca que me procura el sushi, a la hora de organizar una salida para calmarme. Pedimos
goma-ae, híjiki, futomaki, kappamaki
y una selección impresionante de montaditos crudos sobre rectángulos de arroz. Kiko, la camarera, desaparece con nuestro encargo.
—No estoy enfadada contigo —le digo, aunque solo es verdad a medias.
Henry enarca una ceja.
—De acuerdo. Muy bien. ¿Qué ocurre entonces?
—¿Estás absolutamente seguro de que ese lugar en el que estuviste es nuestra casa? ¿Qué ocurriría si te hubieras equivocado y desechamos algo magnífico solo porque carece de la vista apropiada que debe tener el patio?
—Había tantos objetos nuestros que dudo mucho que no sea nuestra casa. Lo que sí te garantizo es que a lo mejor no es nuestra primera casa... No me acerqué lo bastante para comprobar tu edad, pero pensé que eras bastante joven. Claro que a lo mejor es que te conservabas muy bien. Te juro, sin embargo, que es francamente bonita. ¿No te parecería maravilloso tener un estudio en la parte trasera de la casa?
—Sí —respondo con un suspiro—. Lo será. ¡Madre mía! Ojalá pudieras grabar en vídeo alguna de tus excursiones. Me encantaría ver ese lugar. ¿No podías haberte fijado en la dirección mientras estabas de visita?
—Lo siento, no estuve allí el tiempo suficiente.
A veces daría cualquier cosa por abrirle el cerebro a Henry y mirar en su memoria, como quien mira una película. Recuerdo la primera vez que aprendí a utilizar un ordenador; tenía catorce años y Mark intentaba enseñarme a dibujar con su Macintosh. Al cabo de unos diez minutos, quería estrellar las manos dentro de la pantalla hasta dar con algo real que pudiera tocar, sin importarme lo que fuera. Me gusta hacer las cosas directamente, tocar las texturas, ver los colores. Ir a ver casas con Henry es una actividad que me está volviendo loca. Es como conducir uno de esos horribles coches de juguete que funcionan a control remoto. Yo siempre los estrello contra las paredes. A propósito.
—Henry, ¿te importaría si fuera yo sola a ver las casas?
—No, claro que no —me responde un poco herido—. Si eso es lo que quieres...
—Bueno, supongo que acabaremos en ese lugar de todos modos, ¿no? Quiero decir, que no cambiará nada.
—Es verdad. Sí, no te preocupes por mí; pero intenta no ir a parar en más antros de mala muerte, ¿vale?
Al final encuentro la casa, al cabo de un mes y unas veinte casas más o menos. Está en Ainslie, en Lincoln Square, y es un bungalow rojo de obra vista, construido en 1926. Carol abre la cajita de las llaves y forcejea con la cerradura, y al ceder la puerta, tengo la sobrecogedora sensación de que todo encaja... Me dirijo directamente a la ventana trasera, miro hacia el patio y ante mí aparece mi futuro estudio y la pérgola de parra. Giro sobre mis talones. Carol no ha dejado de mirarme inquisitivamente.
—Nos la quedamos —le digo. No cabe en sí de la sorpresa.
—¿No quieres ver antes el resto de la casa? ¿Y tu marido?, ¿qué pensará?
—Oh, él ya la ha visto; pero sí, claro, veamos la casa.
Sábado 9 de julio de 1994
Henry tiene 31 años, y Clare 23
H
ENRY
: Hoy era la jornada dedicada a la mudanza. Ha hecho calor todo el día; los encargados del traslado ya llevaban la camisa pegada al cuerpo mientras subían las escaleras de nuestro apartamento por la mañana, sonriendo porque se imaginaban que un pisito de dos dormitorios no sería nada del otro mundo y habrían terminado antes de la hora del almuerzo. La sonrisa, sin embargo, se les ha helado cuando se han plantado en la sala de estar y han visto el pesado mobiliario Victoriano de Clare y mis setenta y dos cajas de libros. Ahora ya es de noche, y Clare y yo vagamos por la casa, tocando las paredes, recorriendo los alféizares de madera de cerezo con las manos. Nuestros pies descalzos resuenan contra el suelo de madera. Dejamos correr el agua en la bañera, cuyas patas tienen forma de garra, encendemos los quemadores de la pesada cocina universal y luego los apagamos. Las ventanas están desnudas; estamos a oscuras y la luz procedente de la calle entra a raudales a través del polvoriento cristal y cae sobre la chimenea vacía. Clare se desplaza de habitación en habitación, acariciando su casa, nuestra casa. Yo la sigo, observando mientras abre armarios, ventanas, vitrinas. Se pone de puntillas en el comedor, y toca con un dedo el aplique de luz ribeteado con cristal. Luego se quita la blusa. Humedezco sus pechos con mi lengua. La casa nos envuelve, nos observa, nos contempla mientras hacemos el amor por primera vez, la primera de las muchas veces, y después, cuando yacemos agotados sobre el suelo desnudo, rodeados de cajas, siento que finalmente hemos encontrado nuestra casa.
Domingo 28 de agosto de 1994
Clare tiene 23 años, y Henry 31
C
LARE
: Es una húmeda tarde de verano, y el calor es pegajoso. Henry, Gómez y yo deambulamos por Evanston. Hemos pasado la mañana en la playa del Faro, jugando en el lago Michigan y asándonos de calor. Gómez quería que lo enterráramos en la arena, y Henry y yo hemos cumplido su deseo. Después de comer algo, hemos dormido una siestecita, y ahora vamos caminando por la acera en sombra de la calle de la Iglesia, lamiendo polos de naranja y aturdidos por el sol.
—Clare, tienes el pelo lleno de arena —me dice Henry.
Me detengo, me inclino hacia delante y me sacudo el pelo como si se tratara de una alfombra. Me cae arena como para llenar una playa entera.
—Tengo las orejas infestadas de arena, y los inmencionables —dice Gómez.
—Me encantará atizarte en la cabeza, pero tú tendrás que encargarte del resto —le digo.
De repente, se levanta una suave brisa y tensamos el cuerpo para recibirla. Me recojo el pelo en un moño alto y la sensación de alivio es inmediata.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Gómez.
Henry y yo intercambiamos una mirada.
—A El Callejón del Librero —entonamos al unísono.
—Oh, por favor, una librería no —gruñe Gómez—. Dios mío, Virgen santa, tened piedad de vuestro humilde servidor...
—Entonces que no se diga: vayamos a El Callejón del Librero —dice Henry en tono risueño.
—Pero prometedme que no estaremos más de, digamos, a ver... unas tres horas.
—Creo que cierran a las cinco —le digo—, y ya son las dos y media.
—Podrías ir a tomar una cerveza —sugiere Henry.
—Creía que en Evanston habían prohibido el alcohol.
—No, creo que eso ha cambiado. Si puedes demostrar que no eres miembro de alguna asociación juvenil religiosa, podrás tomar tu cerveza.
—Mejor voy con vosotros. Uno para todos y todos para uno.
Giramos por Sherman, caminamos frente a lo que antaño fue Marshall Field's y ahora es una tienda de restos de serie de zapatillas deportivas, y pasamos por el antiguo teatro Varsity, que ahora es una tienda Gap. Giramos por el callejón que transcurre entre la floristería y el remendón, y hete aquí que nos encontramos ante El Callejón del Librero. Empujo la puerta y avanzamos en tropel hacia el interior penumbroso y fresco de la tienda, como si nos precipitáramos rodando hacia el pasado.
Roger está sentado tras su pequeño y desordenado mostrador y charla con un caballero de pelo cano y ademanes toscos sobre algún tema relacionado con la música de cámara. Sonríe cuando nos ve.
—Clare, tengo algo que te gustará.
Henry se va derechito al fondo de la tienda, donde guardan los grabados y los libros de bibliófilo. Gómez deambula y contempla los extraños y menudos objetos que están embutidos en las distintas secciones: una silla de montar en el apartado de novelas del oeste, una gorra de cazador en las estanterías consagradas a las novelas de misterio. Coge un caramelo de goma del inmenso cuenco que hay en la sección infantil, sin darse cuenta de que esas chuches llevan años ahí y la intoxicación por ingerirlas es harto probable. El libro que Roger tiene para mí es un catálogo holandés de papeles pintados, con muestras auténticas en el interior. Veo enseguida que se trata de un verdadero hallazgo, así que lo dejo sobre la mesa, junto al escritorio, y comienzo a buscar los libros que necesito. Examino las estanterías con aire soñador, inhalando el intenso aroma a polvo del papel, la cola, las viejas alfombras y la madera. Veo a Henry sentado en el suelo de la sección de arte con algo abierto sobre el regazo. Se ha quemado con el sol, y lleva los mechones de pelo alborotados. Me alegra que se cortara el cabello. Ahora, con el pelo corto, me parece más él mismo. Mientras lo observo, levanta la mano y retuerce uno de los mechones en su dedo, advierte que lo lleva demasiado corto y entonces se rasca la oreja. Quiero tocarlo, recorrer con mis dedos su extraño pelo enderezado, pero en lugar de eso me doy la vuelta y busco refugio en la sección de viajes.
H
ENRY
: Clare está en la sala principal junto a un montón de novedades. De hecho, a Roger le desagrada que la gente ande toqueteando el género que todavía no está marcado, pero me he dado cuenta de que a Clare le permite hacer casi todo lo que desee en su tienda. Ella tiene la cabeza inclinada sobre un pequeño libro rojo. El pelo se le escapa del moño, le ha caído un tirante del vestido veraniego y se le ve parte del bañador. El efecto es tan penetrante, tan intenso, que me asalta la necesidad de acercarme a ella, tocarla; y si es posible, si nadie mira, morderla, pero al mismo tiempo no deseo que ese momento termine. De repente, veo a Gómez plantado en la sección de novelas de misterio; está mirando a Clare con una expresión que refleja con tanta exactitud mis propios sentimientos que me veo obligado a comprender...
En ese momento Clare levanta los ojos y me dice:
—Henry, mira, es Pompeya.
Sostiene un librito de postales que representan cuadros y algo en su voz me está diciendo: «¿Lo ves? Te he elegido a ti».
Me acerco a ella, le rodeo los hombros con mi brazo y le ajusto el tirante caído. Cuando levanto la vista un segundo después, Gómez ya nos da la espalda y está examinando con atención los libros de Agatha Christie.
Domingo 15 de enero de 1995
Clare tiene 23 años y Henry 31
C
LARE
: Estoy lavando los platos y Henry está cortando pimientos verdes. El sol, con unas tonalidades profundamente rosáceas sobre la nieve de enero, se pone en el patio de atrás en esta temprana noche dominical. Estamos preparando chiles y cantando
El submarino amarillo
: «
In the town where I was born, lived a man who sailed to sea...»
Las cebollas sisean en la sartén que está al fuego. Sin embargo, mientras cantamos
And our friends are all on board
, de repente oigo que mi voz flota sola, me vuelvo y veo la ropa de Henry amontonada en el suelo, junto al cuchillo de la cocina. Medio pimiento se balancea ligeramente sobre la tabla.
Apago el fuego y tapo las cebollas. Me siento junto al montón de ropa, que todavía conserva la temperatura del cuerpo de Henry, la recojo con un movimiento rápido y me siento sin soltarla, hasta que el calor que desprende proviene de mi propio cuerpo. Luego me levanto y voy al dormitorio, doblo la ropa con cuidado y la dejo sobre la cama. A continuación me esmero en seguir preparando la cena y como sola, aguardando, sin dejar de preguntarme dónde está él.