Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Cierra la puerta.
Por supuesto, es una mera formalidad, porque las paredes de los despachos en realidad no llegan al techo, pero hago lo que me dice.
Roberto Calle es un eminente erudito del Renacimiento italiano y el director de Colecciones Selectas. Por lo general, es un hombre muy sanguíneo, rubio, barbudo y animoso; ahora, sin embargo, me contempla con una mirada triste por encima de las bifocales.
—Esto no puede continuar así, supongo que ya lo sabes.
—Sí, lo sé.
—¿Puedo preguntarte cómo conseguiste ese impresionante ojo a la funerala? —dice Roberto en un tono adusto.
—Creo que me estampé contra un árbol.
—Claro. ¡Qué idiota no haberlo pensado antes!
Nos miramos a los ojos, sentados.
—Ayer advertí por casualidad que Matt entraba en tu despacho con un montón de ropa en los brazos. Como no es la primera vez que veo a Matt dando vueltas y trajinando ropa, le pregunté de dónde había sacado esas prendas, y él me contestó que las había encontrado en el servicio de caballeros. Le pregunté entonces por qué se sentía obligado a devolverlas a tu despacho, y él me dijo que le pareció que era lo que llevabas ese día, lo cual era cierto. Como nadie podía encontrarte, dejamos la ropa sobre tu escritorio.
Calla unos segundos, como si yo tuviera que intervenir, pero no se me ocurre nada apropiado para la ocasión.
—Esta mañana ha llamado Clare y le ha dicho a Isabelle que tenías la gripe y no vendrías a trabajar.
Reclino la cabeza en mi mano. El ojo me da punzadas.
—Haz el favor de darme una explicación —me exige Roberto.
Es tentador decirle: «Roberto, quedé atrapado en 1973 y no podía salir de allí. Pasé varios días en Muncie, en Indiana, viviendo en un establo; y me golpeó el propietario del establo porque pensaba que intentaba liarme con sus ovejas». Claro que darle una explicación como esa es del todo imposible; así que le digo:
—La verdad es que no lo recuerdo, Roberto. Lo siento.
—Ah. Bien, supongo que en ese caso Matt gana la apuesta.
—¿Qué apuesta?
Roberto sonríe, y entonces pienso que a lo mejor no me despedirá.
—Matt apostó a que ni siquiera te esforzarías en encontrar una explicación plausible. Amelia puso dinero a favor de que habías sido abducido por alienígenas. Isabelle apostó que estabas involucrado en un cártel de contrabando de droga y la Mafia te había secuestrado y asesinado.
—¿Y qué pensó Catherine?
—Oh, Catherine y yo estamos convencidos de que todo esto se debe a un inconfesable y extraño vicio de cariz sexual, que tiene que ver con la desnudez y los libros.
Respiro hondo.
—Es más bien como una epilepsia.
Roberto me mira con escepticismo.
—¿Epilepsia? Desapareciste ayer por la tarde. Tienes un ojo morado y la cara y las manos llenas de rasguños. Ayer ordené a seguridad que registraran el edificio de arriba abajo para localizarte; y me contaron que tienes la costumbre de quitarte la ropa entre las estanterías.
Me quedo mirándome fijamente las uñas. Cuando levanto la vista, Roberto contempla el paisaje a través de la ventana.
—No sé qué hacer contigo, Henry. Odiaría tener que prescindir de ti; cuando estás aquí y vas completamente vestido puedes ser muy... competente; pero esta no es manera de hacer las cosas.
Permanecemos sentados, mirándonos durante unos minutos. Al final Roberto dice:
—Dime que esto no volverá a suceder.
—No puedo. Ojalá pudiera hacerlo.
Roberto suspira y señala la puerta con un gesto.
—Márchate. Ve a catalogar la colección Quigley, eso te mantendrá alejado de los problemas durante un tiempo.
(La colección Quigley, que ha sido donada recientemente, es un conjunto de unas doscientas piezas de objetos Victorianos sin valor intrínseco, en su mayoría relacionados con el jabón.) Asiento en señal de obediencia y me levanto. Al abrir la puerta, Roberto dice:
—Henry, ¿tan difícil te resulta contármelo?
Dudo.
—Sí.
Roberto se queda en silencio. Cierro la puerta tras de mí y me dirijo a mi despacho. Matt está sentado a mi escritorio, traspasando actividades de su calendario al mío. Levanta los ojos cuando entro.
—¿Te ha despedido?
—No.
—¿Por qué no?
—No lo sé.
—¡Qué raro! A propósito, di tu clase a los Encuadernadores Artesanos de Chicago.
—Gracias. ¿Te invito a comer mañana?
—Muy bien. —Matt consulta el calendario delante de mí—. Tenemos una ponencia con unos alumnos de Columbia de una clase de Historia de la Tipografía dentro de cuarenta y cinco minutos.
Asiento y empiezo a revolver en mi escritorio para consultar la lista de artículos que vamos a mostrarles.
—Oye, Henry.
—Dime.
—¿Dónde estabas?
—En Muncie, en Indiana, en 1973.
—Sí, ya... —Matt pone los ojos en blanco y me dedica una sonrisa sarcástica—. Déjalo, qué más da.
Domingo 17 de diciembre de 1995
Clare tiene 24 años, y Henry 8
C
LARE
: He ido a visitar a Kimy. Es un domingo por la tarde del mes de diciembre, y está nevando. He terminado de comprar los regalos de Navidad, y ahora estoy sentada en la cocina de Kimy, tomando una taza de chocolate deshecho y calentándome los pies en el radiador del zócalo; le cuento historias de ofertas y ornamentaciones. Kimy juega al solitario mientras hablamos; admiro su modo experto de barajar las cartas, el eficiente latigazo de la carta roja sobre la negra. Una cazuela de estofado hierve a fuego lento. De repente, se oye un ruido en el comedor y cae una silla al suelo. Kimy levanta la vista y se vuelve.
—Kimy —le susurro—. Hay un niño pequeño bajo la mesa del comedor.
Alguien se está riendo.
—¿Eres tú, Henry? —lo llama Kimy.
Nadie contesta. Ella se levanta y se detiene en la entrada.
—Oye, amigo, de eso nada. Haz el favor de ponerte la ropa, señorito.
Kimy desaparece en el comedor. Cuchicheos. Más risitas. Silencio. De repente, un niño pequeño y desnudo se me queda mirando fijamente desde la puerta, y del mismo modo repentino se desvanece. Kimy regresa y se sienta a la mesa para finalizar la partida.
—¡Caray! —exclamo.
Kimy sonríe.
—Eso no suele ocurrir con demasiada frecuencia últimamente. Ahora cuando aparece ya es adulto; aunque tampoco viene tanto como antes.
—Jamás lo había visto ir hacia delante de ese modo, viajar hacia el futuro.
—Bueno, todavía no tienes tanto futuro con él.
Me lleva un segundo comprender a lo que se refiere. Cuando me doy cuenta, me pregunto qué clase de futuro tendremos, y entonces pienso en un futuro que se expande y se abre progresivamente para que Henry venga a visitarme desde el pasado. Me tomo el chocolate y contemplo el patio helado de Kimy.
—¿Lo echas de menos? —le pregunto.
—Sí, lo echo de menos; pero ahora ya es un hombre hecho y derecho. Cuando viene de pequeñito, es como un fantasma, ¿sabes?
Asiento. Kimy termina la partida, recoge las cartas, me mira y sonríe.
—¿Cuándo vais a tener un bebé vosotros dos, eh?
—No lo sé, Kimy. Ni siquiera sé si podemos tener hijos.
Kimy se levanta, se acerca al fuego y remueve el estofado.
—Bueno, nunca se sabe.
—Cierto. —Nunca se sabe.
Unas horas más tarde estoy en la cama con Henry. No ha parado de nevar y los radiadores emiten débiles sonidos metálicos. Me vuelvo hacia él y Henry se me queda mirando.
—Hagamos un bebé —le digo.
Lunes 11 de marzo de 1996
Henry tiene 32 años
H
ENRY
: He seguido la pista del doctor Kendrick, y he descubierto que trabaja en el Hospital de la Universidad de Chicago. Hace un día malísimo, húmedo y frío, y estamos en el mes de marzo. El mes de marzo en Chicago debería ser mejor que el mes de febrero, pero a veces eso no ocurre. Subo al Ferrocarril Central de Illinois y me siento de espaldas. Chicago se extiende tras de nosotros, y no tardamos en llegar a la calle Cincuenta y nueve. Desembarco y avanzo con dificultad entre una lluvia que cae en diagonal. Son las nueve de la mañana de un lunes. La gente se repliega sobre sí misma, resistiéndose a volver a la semana laboral. Me gusta Hyde Park. Me hace sentir como si me hubiera caído de Chicago y hubiera ido a parar a cualquier otra ciudad, Cambridge, quizá. Los grises edificios de piedra tienen un aspecto más oscuro a causa de la lluvia, y de los árboles caen heladas y gruesas gotas que van calando a los peatones. Siento la ciega serenidad que se experimenta ante un hecho consumado; podré convencer a Kendrick, a pesar de haber fracasado con muchísimos otros médicos, porque sé que lo convenzo. Él será mi médico porque en el futuro lo es.
Penetro en un pequeño edificio, imitación Mies, que se encuentra junto al hospital. Cojo el ascensor hasta la tercera planta, abro una puerta de cristal que ostenta una leyenda en dorado: Dr. C.P. Sloane y Dr. D.L. Kendrick, me anuncio a la recepcionista y me siento en una silla tapizada en un color lavanda intenso. La sala de espera es rosa y violeta, supongo que para tranquilizar a los pacientes. El doctor Kendrick es genetista y, cuestión nada irrelevante, también filósofo; esta última faceta, supongo, debe de serle de bastante utilidad para contrarrestar las duras realidades prácticas de la primera. Hoy soy el único paciente que espera en la salita. He llegado diez minutos antes. El papel pintado presenta unas bandas anchas del color exacto del Pepto-Bismol, que nada tiene que ver con la pintura de un molino de agua que hay frente a mí, en la que predominan los marrones y los verdes. El mobiliario es pseudocolonial, pero hay una estera bastante bonita, una especie de delicada alfombra persa, que me produce mucha lástima, embutida en este espacio que es la fantasmagórica salita de espera. La recepcionista es una mujer de mediana edad; tiene una mirada afable y el rostro surcado de arrugas muy profundas debido a los muchos años de exposición solar; ahora también luce un intenso bronceado, en marzo y en Chicago.
A las 9.35 oigo voces en el pasillo y una mujer rubia entra en la sala de espera con un niño que va en una silla de ruedas. El muchacho parece tener parálisis cerebral o algo parecido. La mujer me sonríe, y yo le devuelvo la sonrisa. Cuando se vuelve, veo que está embarazada.
—Puede entrar, señor DeTamble —dice la recepcionista.
Sonrío al chiquillo al pasar por su lado. Sus enormes ojos me captan, pero no me devuelve la sonrisa. Entro en el despacho del doctor Kendrick y veo que anota algo en un fichero. Me siento y él sigue escribiendo. Es más joven de lo que yo creía; debe de tener unos cuarenta años. Siempre espero que los médicos sean viejos. No puedo evitarlo, es un legado de la infancia, transcurrida entre inacabables especialistas en medicina. Kendrick es pelirrojo, de rostro alargado, lleva barba y unas gafas de montura metálica y gruesa. Se parece un poco a D. H. Lawrence. Viste un bonito traje gris antracita y una estrecha corbata verde oscuro, con un pasador que representa una trucha arco iris. Junto a su codo hay un cenicero rebosante de colillas, y en la habitación se condensa el humo de cigarrillo, a pesar de que en estos instantes no está fumando. Todo es muy moderno: acero tubular, sarga beis, madera clara. Kendrick levanta la vista hacia mí y rae sonríe.
—Buenos días, señor DeTamble. ¿En qué puedo ayudarlo? —Consulta su agenda—. Creo que no tengo sus datos, ¿verdad que no? ¿Cuál es su problema?
—
Dasein.
Kendrick se queda atónito.
—
Dasein
?¿El ser? Y eso, ¿por qué?
—Sufro de una dolencia que me han dicho que se llamará cronoafección. Me cuesta mucho permanecer en el presente.
—¿Cómo dice?
—Viajo a través del tiempo. De forma involuntaria.
Kendrick se ha puesto nervioso, pero controla su desconcierto. Me gusta. Intenta tratarme como corresponde a una persona cuerda, aunque estoy seguro de que está valorando a cuál de sus amigos psiquiatras me enviará.
—¿Por qué necesita a un genetista? ¿O es que ha venido a consultarme su problema por mi condición de filósofo?
—Es una enfermedad genética. A pesar de que para mí será un placer tener a alguien con quien charlar sobre las implicaciones más profundas del problema.
—Señor DeTamble, sin duda alguna usted es un hombre inteligente... Créame si le digo que jamás he oído hablar de esa enfermedad. No puedo hacer nada por usted.
—No me cree.
—Exacto, no le creo.
Ahora sonrío, con arrepentimiento. Me siento fatal, pero tengo que hacerlo.
—Bueno, he ido a un buen número de médicos a lo largo de mi vida, pero esta es la primera vez que tengo algo que ofrecer a modo de prueba. Aun así, le garantizo que nadie me cree. ¿Verdad que usted y su esposa están esperando un hijo para el mes que viene?
Se muestra cauteloso.
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Dentro de unos años veré el certificado de nacimiento de su hijo. Luego viajo al pasado de mi esposa, escribo la información dentro de este sobre y ella me lo entrega cuando nos conocemos en el presente. Ahora soy yo quien se lo da a usted. Ábralo cuando su hijo haya nacido.
—Vamos a tener una niña.
—No, la verdad es que no —le digo con amabilidad—, pero no discutamos por minucias. Guárdeselo y ábralo cuando el niño haya nacido. No lo tire. Después de haberlo leído, llámeme, si quiere.
Me levanto para marcharme.
—Buena suerte —le digo, aunque en la actualidad no creo en la suerte. Lo siento muchísimo por él, pero no hay otro modo de hacerlo.
—Adiós, señor DeTamble —dice el señor Kendrick con frialdad.
Me marcho. Al entrar en el ascensor, deduzco que debe de estar abriendo el sobre en este preciso instante. Dentro hay una hoja mecanografiada que dice:
Colin Joseph Kendrick
6 de abril de 1996; 1.18 horas.
2 kg, 951 g.
Varón caucásico.
Síndrome de Down.
Sábado 6 de abril de 1996; 5.32 horas
Henry tiene 32 años, y Clare 24
H
ENRY
: Estamos durmiendo entrelazados; nos hemos pasado la noche despertándonos cada dos por tres, moviéndonos de un lado a otro, levantándonos y acostándonos de nuevo. El bebé de los Kendrick ha nacido hoy de madrugada. El teléfono no tardará en sonar; y, efectivamente, suena. Lo tenemos instalado en el lado de Clare, así que es ella quien lo descuelga y se pone al aparato.