La mujer del viajero en el tiempo (18 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—Hay un kilómetro hasta el huerto, abuela.

—Me parece bien, Clare. A mis piernas no les pasa nada malo.

—De acuerdo, vayamos al huerto entonces. —La cojo del brazo y empezamos a caminar. Cuando llegamos al límite del prado, le pregunto—: ¿Por la sombra o por el sol?

—Por el sol, desde luego. —Y nos dirigimos al sendero que corta por medio del prado y conduce al calvero.

Mientras avanzamos le describo el paisaje.

—Ahora pasamos junto a los haces de leña para la hoguera. Hay una multitud de pájaros posados ahí... ¡Oh, vaya! Ya se van.

—Cuervos, estorninos y también palomas.

—Sí... Ya hemos llegado a la verja. Vigila, el caminito está algo enfangado. Veo huellas de perro, un perro bastante grande, quizá se trate de Joey, el de los Allingham. Todo florece a buen ritmo. Aquí tenemos ese rosal silvestre.

—¿Está muy alta la hierba del prado?

—Solo unos treinta centímetros. Está muy verde, de un verde realmente tierno. Más allá veo los pequeños robles.

La abuela se vuelve hacia mí, sonriendo.

—Vayamos a saludarlos.

La guío hacia los robles que crecen a un metro escaso del sendero. Mi abuelo plantó esos robles en los años cuarenta como homenaje a mi tío abuelo Teddy, el hermano de la abuela que murió en la Segunda Guerra Mundial. Los robles no han crecido demasiado, tan solo unos cinco metros más o menos. La abuela reposa la mano sobre el tronco del árbol central y dice:

—Hola.

No sé si se dirige al árbol o a su hermano.

Seguimos caminando. Al subir por la cuesta, veo el prado, que se extiende ante nosotras, y a Henry, que espera en el calvero. Me detengo.

—¿Qué pasa? —pregunta la abuela.

—Nada —le respondo, y la llevó por el sendero.

—¿Qué has visto?

—Hay un halcón volando en círculos sobre el bosque.

—¿Qué hora es?

—Casi es mediodía.

Penetramos en el claro. Henry está de pie, muy quieto. Me sonríe. Parece cansado. Tiene el pelo canoso. Lleva un abrigo negro que contrasta con el color claro del prado.

—¿Dónde está la roca? —pregunta la abuela—. Quiero sentarme.

La guío hacia la roca y la ayudo a tomar asiento. Entonces vuelve la cabeza en dirección a Henry y se pone rígida.

—¿Quién anda ahí? —me pregunta en tono de alarma.

—Nadie —miento yo.

—Ahí hay un hombre —dice ella, señalando a Henry con un gesto de la cabeza.

Henry me mira con una expresión que parece decir: «Adelante. Díselo.» Un perro ladra en el bosque. Titubeo.

—Clare —dice mi abuela con miedo en la voz.

—Preséntanos —interviene Henry en un susurro.

La abuela está tensa, esperando. Le paso un brazo por los hombros.

—No pasa nada, abuela. Es mi amigo Henry. Es la persona de quien te hablé.

Henry se acerca a nosotras y le tiende la mano. Ayudo a la abuela para que pueda estrechársela.

—Elizabeth Meagram —le digo a Henry.

—Así que eres tú —comenta la abuela.

—Sí —musita Henry, y ese «sí» suena en mis oídos como un bálsamo. Sí.

—¿Me permites...? —pregunta la abuela, señalando con las manos a Henry.

—¿Me siento a su lado? —pregunta Henry, acomodándose en la roca.

Guío las manos de la abuela hacia su rostro. Él contempla mi expresión mientras ella le toca la cara.

—Me hace cosquillas —se queja Henry.

—Es como el papel de lija —dice la abuela, mientras le recorre con las puntas de los dedos el mentón sin afeitar—. No eres un muchacho que digamos.

—No.

—¿Cuántos años tienes?

—Tengo ocho años más que Clare.

—¿Veinticinco? —dice la abuela, sorprendida.

Contemplo el pelo entrecano de Henry, las arrugas que rodean sus ojos. Parece que tenga unos cuarenta, puede que más.

—Veinticinco —dice él en tono firme. En algún lugar del mundo exterior, eso es cierto.

—Clare me ha dicho que se casará contigo.

Henry me sonríe.

—Sí, nos casaremos. Dentro de unos años, cuando Clare haya terminado la universidad.

—En mis tiempos los caballeros venían a cenar y a conocer a la familia.

—Nuestra situación es... poco ortodoxa; y eso no ha sido posible.

—No veo por qué. Si vas a retozar por los prados con mi nieta, también puedes dejarte ver por la casa y permitir que sus padres te pasen revista.

—Me encantaría —dice Henry levantándose—, pero me temo que ahora mismo pasa un tren que debo coger.

—Espera un momento, jovencito... —empieza a decir la abuela.

—Adiós, señora Meagram. Ha sido un placer poder conocerla. Clare, lo siento. No puedo quedarme más rato...

Levanto las manos para tocar a Henry pero oigo un ruido como si se hubieran escapado todos los sonidos del mundo, y me doy cuenta de que se ha marchado. Me vuelvo hacia mi abuela. Sigue sentada en la roca con las manos tendidas, y una expresión de profundo asombro en el rostro.

—¿Qué ha sucedido? —me pregunta, y empiezo a explicárselo. Cuando termino, inclina la cabeza y se retuerce los dedos artríticos en posturas rarísimas. Al final, levanta la cabeza y me mira.

—Pero Clare... Debe de ser un demonio. —Lo dice con naturalidad, como si me estuviera advirtiendo de que me he abrochado mal el abrigo o que es hora de almorzar.

¿Qué puedo decirle?

—Alguna vez lo he pensado —le digo, cogiendo sus manos para que deje de frotárselas y no se pongan rojas—. Sin embargo Henry es bueno. No parece precisamente un demonio.

—Hablas como si hubieras conocido a un montón de seres maléficos —me contesta la abuela sonriendo.

—¿No crees que un auténtico demonio sería... bastante más demoníaco?

—Creo que sería más bueno que el pan si quisiera.

Elijo las palabras con cuidado.

—Henry me contó en una ocasión que su médico considera que pertenece a una nueva clase de humanos. Como si formara parte de un nuevo estadio evolutivo.

La abuela hace un gesto de incredulidad.

—Eso es tan malo como ser un demonio. Por el amor de Dios, Clare, ¿qué necesidad tienes de casarte con una persona así? ¡Piensa en los hijos que podríais tener! ¡Apareciendo la semana que viene y volviendo antes del desayuno!

Me río ante su ocurrencia.

—¡Sería de lo más excitante! Como Mary Poppins o Peter Pan.

—Piensa en ello un instante, cariño —me dice la abuela cogiéndome las manos—. En los cuentos de hadas siempre son los niños los que viven fantásticas aventuras. A las madres les toca quedarse en casa, esperando que sus hijos regresen volando por la ventana.

Miro la ropa amontonada en el suelo de cualquier manera, en el mismo lugar donde Henry la ha abandonado. La recojo y la doblo.

—Espera un minuto —le digo. Voy a buscar la caja de la ropa y deposito en su interior las prendas de Henry—. Volvamos a casa. Llegamos tarde a almorzar.

La ayudo a levantarse de la roca. El viento ruge sobre la hierba, nos inclinamos para vencer su resistencia y empezamos a caminar hacia la casa. Al llegar a la pendiente, me vuelvo y miro al calvero. Está vacío.

Algunas noches después me encuentro sentada en la cama de la abuela leyéndole
La señora Dalloway.
Está anocheciendo. Levanto la mirada y me doy cuenta de que la abuela parece estar dormida. Dejo de leer y cierro el libro. Ella abre los ojos.

—Hola —le digo.

—¿Le echas de menos?

—Cada día. A cada minuto.

—A cada minuto —repite la abuela—. Sí. Es así como sucede, ¿verdad?

Se vuelve de costado y hunde la cabeza en la almohada.

—Buenas noches —le digo, y apago la lámpara.

De pie, en la oscuridad, observo a la abuela en su cama y me vence la autocompasión, como si me hubieran inyectado ese sentimiento. «Es así como sucede, ¿verdad?» Desde luego que sí.

Come o serás comido

Sábado 30 de noviembre de 1991

Henry tiene 28 años, y Clare 20

H
ENRY
: Clare me ha invitado a cenar a su casa. Charisse, su compañera de piso, y Gómez, el novio de esta, también cenarán con nosotros. A las 18.59, horario del centro del país, me encuentro, con mi mejor ropa de domingo, ante el vestíbulo del edificio donde vive Clare; pulso el timbre con un dedo, mientras en el otro brazo sostengo unas fragantes fresias amarillas y un cabernet australiano. Tengo el corazón en un puño. Nunca he estado en casa de Clare, y tampoco conozco a ninguno de sus amigos. No tengo ni idea de lo que me espera.

El timbre produce un sonido horrible y abro la puerta.

—¡Todo recto, arriba! —chilla una voz grave de hombre.

Subo con paso cansino los cuatro tramos de escaleras. La persona a quien pertenece esa voz es alta y rubia, luce un tupé impoluto, sostiene un cigarrillo entre los labios y lleva una camiseta de Solidarnosc. Me resulta familiar, pero no logro situarlo. Para ser alguien que se llama Gómez, parece muy... polaco. Más tarde descubro que su nombre auténtico es Jan Gomolinski.

—¡Bienvenido, bibliotecario! —me espeta Gómez.

—¡Camarada! —le respondo, y le entrego las flores y el vino. Nos miramos de arriba abajo, logramos distendernos y con un saludo florido Gómez me insta a entrar en el piso. Se trata de uno de esos maravillosos e innumerables apartamentos de los años veinte que hay junto a las vías del tren; de esos que tienen un largo pasillo que comunica con diversas habitaciones pensadas casi sobre la marcha. La vivienda respira dos clases de estética: funky y victoriana. Lo cual se conjuga con el espectáculo que ofrecen unas butacas antiguas de
petit point
, con unas patas sólidas y talladas, combinadas con unas pinturas aterciopeladas que representan a Elvis. Oigo la melodía de Duke Ellington
I Got It Bad and That Ain't Good
al final del pasillo, mientras Gómez me guía en esa dirección.

Clare y Charisse están en la cocina.

—Gatitas mías, os he traído un nuevo juguete —canturrea Gómez—. Responde al nombre de Henry, pero podéis llamarlo Bibliotecario.

Mi mirada se cruza con la de Clare. Ella se encoge de hombros y me ofrece su rostro para que la bese; cumplo con un casto besito y me doy la vuelta para estrechar la mano de Charisse, cuyo aspecto rellenito y menudo resulta de lo más agradable, con esa abundancia de curvas y larga melena negra. Posee un rostro tan afable que siento el impulso de confiarle algo, cualquier cosa, simplemente para observar su reacción. Es una pequeña virgen de Filipino que, con una dulce voz que viene a significar «No me jodas», dice:

—¡Bah, Gómez!, haz el favor de callarte. Hola, Henry. Soy Charisse Bonavant. Por favor, no hagas caso de Gómez. Solo le permito entrar para que trajine con los objetos pesados.

—Y por el sexo. No te olvides del sexo —le recuerda Gómez—. ¿Una cerveza? —me pregunta mirándome.

—Sí, muy bien.

Rebusca en la nevera y me tiende una Blatz. Quito el tapón con el abridor y echo un largo trago. En la cocina parece que hubiera explotado una fábrica Pillsbury de masas preparadas y glaseados. Clare advierte mi mirada y, de repente, recuerdo que no sabe cocinar.

—Es una obra inacabada —dice Clare.

—Es un montaje artístico —sugiere Charisse.

—¿De verdad que vamos a comérnosla? —pregunta Gómez.

Recorro con la mirada a los tres, y los cuatro empezamos a reír a carcajadas.

—¿Alguno de vosotros sabe cocinar? —les pregunto.

—No.

—Gómez sabe preparar el arroz.

—Solo el Arroz A-Roni.

—Clare sabe encargar una pizza.

—Y comida tailandesa... También sé encargar comida tailandesa.

—Lo que sabe Charisse es comer.

—¡Cállate ya, Gómez! —exclaman Charisse y Clare al unísono.

—Ya, sí... En fin, ¿qué ibais a preparar? —pregunto, señalando el desastre que hay montado sobre el mármol de la cocina.

Clare me pasa un recorte de revista. Es una receta para preparar pollo y
risotto
con
shiitake
, acompañado de calabaza de invierno y aderezado con piñones. Lo ha sacado de la revista
Gourmand
, y consta de unos veinte ingredientes.

—¿Tienes todas estas cosas?

Clare asiente.

—El tema de la compra lo domino. Es la mezcla de ingredientes lo que me desborda.

Examino el caos con mayor detenimiento.

—Podría preparar algo con todas estas cosas.

—¿Sabes cocinar?

Asiento.

—¡El bibliotecario cocina! ¡Estamos salvados! ¡Vamos a cenar! ¡Toma otra cerveza, anda! —exclama Gómez.

Charisse se siente aliviada y me sonríe con cariño. Clare, que se había retirado casi atemorizada, se acerca y me susurra:

—¿Quieres decir que no estás loco?

La beso, con un beso algo más largo de lo que en realidad es correcto delante de terceros. Me enderezo, me quito la chaqueta y me arremango.

—Dame un delantal. A ver, Gómez... abre el vino. Clare, limpia toda esa masa desparramada, si no se convertirá en cemento. Charisse, ¿te importa poner la mesa?

Una hora y cuarenta y tres minutos después nos sentamos a la mesa del comedor para comer estofado de pollo y
risotto
aderezado con puré de calabaza. Todo lleva muchísima mantequilla. Estamos más borrachos que una cuba.

C
LARE
: Mientras Henry prepara la cena, Gómez se pasea por la cocina contando chistes, fumando y bebiendo cerveza, y cuando nadie mira, me hace muecas asquerosas. Al final, Charisse lo pilla, hace amago de cortarse el cuello y consigue que pare. Charlamos de cosas banales: el trabajo, la facultad, la ciudad donde crecimos, lo típico que la gente comenta cuando acaba de conocerse por primera vez. Gómez le cuenta a Henry cómo le va con su trabajo de abogado y defensor de niños maltratados y violados que viven bajo la tutela del Estado. Charisse nos obsequia con historias de sus hazañas en Lusus Naturae, una pequeña compañía de programas informáticos que intenta que los ordenadores comprendan a las personas que les hablan, y sobre su arte, que consiste en crear fotografías que puedes consultar en un ordenador. Henry nos relata anécdotas sobre la biblioteca Newberry y la gente tan extraña que va a consultar libros.

—¿Es cierto que la Newberry tiene un libro hecho con piel humana? —le pregunta Charisse.

—Claro que sí.
Las crónicas de Nawat Wuzeer Huderabed.
Se encontró en el palacio del rey de Delhi en 1857. Ven algún día y lo sacaré para que lo veas.

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