La mujer del viajero en el tiempo (22 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Por la noche, el mismo día

Henry tiene 28 y 33 años, y Clare 20

C
LARE
: Nos dirijimos al concierto de Violent Femmes que dan en la sala de baile Aragón. Tras una cierta reticencia por parte de Henry, que no comprendo porque a él le encanta ese grupo, atravesamos los barrios burgueses a la búsqueda de un aparcamiento. Doy vueltas y más vueltas, paso por el Molino Verde, los bares, los edificios de apartamentos poco iluminados y las lavanderías, que parecen decorados teatrales. Finalmente aparco en Argyle y caminamos temblando por las aceras cristalinas y fragmentadas. Henry camina rápido, siempre me quedo sin aliento cuando andamos juntos. Sin embargo, me doy cuenta de que en ese momento se esfuerza por acomodarse a mi paso. Me quito un guante y meto la mano en el bolsillo de su abrigo, y él pasa su brazo sobre mi hombro. Estoy nerviosa porque Henry y yo nunca hemos ido a bailar; a mí me encanta la sala Aragón, con todo su falso y decadente esplendor español. La abuela Meagram solía contarme que iba a bailar allí al son de las grandes orquestas en los años treinta, cuando todo estaba recién estrenado y era precioso, no había gente trepando a los palcos ni lagos de pipí en el servicio de caballeros. Pero
c'est la vie
, los tiempos cambian, y ahora nos toca vivirlos a nosotros.

Guardamos cola durante unos minutos. Henry parece tenso, en guardia. Me coge de la mano, pero mira por encima de la multitud. Aprovecho para observarlo. Es guapísimo. Lleva el pelo a la altura de los hombros, peinado hacia atrás, y su cabello es negro y fino. Es felino, delgado, exuda inquietud y presencia física. Parece que vaya a morder. Lleva un abrigo negro y una camisa de algodón blanca, con los puños abiertos y sin abrochar colgando bajo las mangas del abrigo, una corbata de seda verde ácido maravillosa, que se ha aflojado lo suficiente para que pueda verle los músculos del cuello, unos tejanos negros y unas zapatillas negras de caña alta. Henry me coge el pelo con la mano y se lo enrolla en la muñeca. Durante unos segundos soy su prisionera, pero entonces la cola avanza y me deja ir.

Nos piden la entrada y penetramos en el edificio siguiendo a la marea humana. La sala Aragón posee muchísimos pasillos largos, reservados y palcos dispuestos alrededor de la pista principal, que son ideales para perderse y esconderse. Henry y yo subimos a un palco que hay cerca del escenario y nos sentamos a una mesa diminuta. Nos quitamos los abrigos. Henry me mira fijamente.

—Estás preciosa. Este vestido es magnífico; pero me cuesta creer que puedas bailar con él.

Mi vestido es ajustadísimo, de seda azul lilosa, pero lo bastante flexible para moverme a mis anchas. Me lo he probado esta tarde delante del espejo y me quedaba muy bien. Lo que me preocupa es el pelo; a causa del aire seco del invierno parece que tenga el doble de volumen de lo acostumbrado. Empiezo a recogérmelo en una trenza, pero Henry me detiene.

—No, por favor... Quiero poder mirarte con el pelo suelto.

El primer acto empieza con una serie de canciones. Escuchamos tranquilos. La gente no para de dar vueltas, de charlar y fumar. No quedan asientos en la pista principal. Hay un ruido fenomenal.

Henry se inclina hacia delante y me grita al oído.

—¿Quieres tomar algo?

—Una Coca-Cola.

Se marcha al bar. Coloco los brazos sobre la barandilla del palco y observo el gentío: chicas con vestidos
vintage
, con vestimenta propia del ejército, chicos con cresta, con camisas de franela. Personas de ambos sexos con camisetas y tejanos. Crios de instituto y de veintipico, y algún que otro tipo mayor.

Hace ya mucho rato que se ha ido Henry. El grupo termina de calentar motores, levantando algún que otro aplauso, y los del montaje empiezan a llevarse el equipo musical para traer otro nuevo, con unos instrumentos más o menos idénticos. Al final, me canso de esperar y abandono la mesa y los abrigos, me abro paso entre la marabunta que invade el proscenio, bajo las escaleras y me adentro en el largo y penumbroso vestíbulo, donde está el bar. No veo a Henry. Camino despacio por las salas y los reservados; miro e intento que no parezca que estoy observando.

Lo distingo al final del pasillo. Está de pie, y tan cerca de una mujer que al principio pienso que se están besando: ella se encuentra de espaldas a la pared, Henry se inclina hacia delante y apoya su mano contra la pared, por encima del hombro de la mujer. La intimidad de la postura me deja sin aliento. Es rubia y bonita al estilo alemán, alta y teatral.

A medida que me acerco, me doy cuenta de que no se están besando; discuten. Henry utiliza su mano libre para recalcar a gritos unas palabras que no entiendo. De repente, el rostro impasible de ella se crispa de rabia: está a punto de llorar. Le grita algo. Henry da un paso atrás y levánta las manos en un arranque de impotencia. Oigo sus últimas palabras cuando ya se aleja:

—No puedo, Ingrid. ¡No puedo, de verdad! Lo siento muchísimo...

—¡Henry! —exclama ella corriendo tras él; entonces me ven los dos, quieta e inmóvil en medio del pasillo.

Henry tiene una expresión adusta cuando me coge del brazo y nos apresuramos hacia la escalera. Subo tres escalones, me vuelvo y la veo de pie, observándonos, con los brazos inermes, indefensa y reconcentrada. Henry echa un vistazo hacia atrás, nos volvemos y seguimos subiendo las escaleras.

Llegamos a nuestra mesa, que milagrosamente sigue libre y todavía nos guarda los abrigos. Las luces bajan y Henry levanta la voz para hacerse oír entre el griterío.

—Lo siento. No he conseguido llegar al bar porque antes me encontré con Ingrid...

«¿Quién es Ingrid?», pienso para mis adentros recordando la escena en el baño de Henry, con el pintalabios en la mano; necesito saber más, pero todo se queda a oscuras y los Violent Femmes suben al escenario.

Gordon Cano está ante el micrófono vociferando al público y pulsando acordes amenazadores; se inclina hacia delante, entona las primeras notas de
Blister in the Sun
y empieza la marcha. Henry y yo seguimos sentados, escuchando, y entonces él se acerca y me grita:

—¿Quieres que nos vayamos?

La pista de baile es una masa excitada de humanidad que se agita sin cesar.

—¡Quiero bailar!

Henry parece aliviado.

—¡Fantástico! ¡Sí, vamos!

Se quita la corbata y la mete en el bolsillo del abrigo. Bajamos y entramos en la pista principal. Veo a Charisse y a Gómez bailando más o menos juntos. Charisse prescinde del entorno y baila con frenesí; Gómez, en cambio, apenas se mueve, y sostiene un cigarrillo perfectamente equilibrado entre los labios. Me ve y me saluda con la mano. Moverse entre el gentío es como vadear el lago Michigan; nos engulle y avanzamos por la superficie, flotando hacia el escenario. La multitud ruge: «¡Dale caña! ¡Dale caña!», y los Violent Femmes reaccionan atacando sus instrumentos con un vigor demencial.

Henry se mueve al son de las vibraciones de los bajos. Nos encontramos justo frente al borde del foso de la orquesta; a un lado los que bailan chocan entre sí a gran velocidad, y al otro el público mueve las caderas, agita los brazos y sigue con los pies el ritmo de la música.

Bailamos. La música me penetra, oleadas de sonidos que me agarran por la columna, mueven mis pies y caderas, y los hombros también, sin consultar con mi cerebro.
(Beautiful girl, love your dress, high school smile, oh yes, where she is now, I can only guess
.) Abro los ojos y veo que Henry me observa mientras baila. Cuando levanto los brazos, me coge con fuerza por la cintura y yo salto. Me obsequia con una vista panorámica de la pista de baile durante una poderosa eternidad. Alguien me hace señas con la mano, pero antes de poder ver de quién se trata Henry me deja en el suelo. Bailamos tocándonos, bailamos separados. (
How can I explain personal pain?
) El sudor me baja a chorros. Henry sacude la cabeza, su pelo se agita en negra distorsión y me salpica con su sudor. La música es incitadora, burlesca (
I ain't had much to live for, I ain't had much to live for, I ain't had much to live for
). Nos embarcamos en ella. Noto mi cuerpo elástico, las piernas adormecidas, y una sensación de calor al rojo vivo asciende por mi cuerpo desde la entrepierna a la coronilla. Mi pelo se ha convertido en húmedas cuerdas que se adhieren a los brazos, el cuello, la cara y la espalda. La música se estrella contra una pared y se detiene. El corazón me late a toda prisa. Coloco la mano sobre el pecho de Henry y me sorprende comprobar que el suyo apenas se ha acelerado.

Poco después entro en el servicio de señoras y veo a Ingrid sentada, llorando. Una mujer negra y bajita, con preciosas y largas rastas, está de pie frente a ella, hablándole con dulzura y acariciándole el pelo. El sonido de los sollozos de Ingrid reverbera como un eco en las mugrientas baldosas amarillas. Hago el gesto de retroceder pero mi movimiento atrae la atención de las mujeres. Se quedan mirándome. Ingrid está hecha un asco. Toda su frialdad teutónica ha desaparecido, tiene la cara roja e hinchada, y el maquillaje corrido. Me mira fijamente, alicaída y agotada. La mujer de color viene hacia mí. Es exquisita y delicada, oscura y triste. Se pega a mí y habla con voz queda.

—Oye, tía, ¿cómo te llamas?

Vacilo.

—Clare —respondo finalmente.

La mujer se vuelve para mirar a Ingrid.

—Clare. Una palabra a tener en cuenta. Te estás metiendo donde no te llaman. Henry es un pájaro de mal agüero, pero es el pájaro de Ingrid, y eres una loca si te lías con él. ¿Oyes lo que te estoy diciendo?

No quiero saber nada, pero no puedo controlarme.

—¿De qué estás hablando?

—Iban a casarse, pero entonces Henry rompió el compromiso, le dijo a Ingrid que lo sentía, que no importaba nada, que lo olvidara todo. Yo le he dicho que está mucho mejor sin él, pero ella no me escucha. La trata mal, bebe como si ya no fueran a destilar más alcohol, desaparece durante días, luego viene por sorpresa como si nada hubiera sucedido y duerme con cualquier cosa que se esté lo bastante quieta. Sí, señora. Ese es Henry. Cuando te haga llorar a pleno pulmón, no digas que nadie te advirtió. —La mujer se gira en redondo y vuelve hacia donde está Ingrid, que sigue mirándome con una desesperación incondicional.

Debo de estar contemplándolas boquiabierta.

—Lo siento —les digo, y escapo.

Deambulo entre las salas y finalmente encuentro un reservado que está vacío, salvo por la presencia de una jovencita gótica, desvanecida sobre un sofá de vinilo y con un cigarrillo encendido entre los dedos. Lo cojo y lo apago en una baldosa sucia. Me siento en el brazo del sofá y la música vibra y penetra por mi rabadilla hasta alcanzar la espina dorsal. La noto en los dientes. Todavía tengo que hacer pis, y me duele la cabeza. Quiero llorar. No comprendo lo que acaba de ocurrir. Es decir, sí lo comprendo, pero no sé qué debería hacer al respecto. No sé si debería olvidarlo, simplemente, o enfadarme con Henry y exigirle una explicación... ¿Esperaba algo distinto quizá? ¡Ojalá pudiera enviar una postal al pasado, a ese bellaco de Henry a quien no conozco: «No hagas nada. Espérame. Ojalá estuvieras aquí»!

Henry saca la cabeza por la esquina.

—Al fin te encuentro. Creía que te había perdido.

Tiene el pelo corto. O bien Henry se ha cortado el pelo durante la última media hora, o bien estoy mirando a mi persona favorita y cronodesplazada. Me levanto de un salto y me lanzo en sus brazos.

—Ufff... Eh, yo también estoy contento de verte.

—Te he echado tanto de menos... —le digo llorando.

—Llevas varias semanas conmigo de forma casi ininterrumpida.

—Ya lo sé pero... Tú todavía no eres tú... Quiero decir que eres diferente. Maldita sea.

Me apoyo contra la pared y Henry se aprieta contra mí. Nos besamos, y entonces empieza a lamerme la cara como mamá gata. Intento ronronear y me pongo a reír.

—Serás cabrón... Estás intentando despistarme para que no te pregunte por tu comportamiento canalla.

—¿Qué comportamiento? Yo no sabía que existías, y salía con Ingrid a mi pesar. Rompí con ella cuando ni siquiera hacía veinticuatro horas que te conocía. Vaya, supongo que la infidelidad no es retroactiva, ¿verdad?

—Ella me ha dicho que...

—¿Quién?

—La mujer negra. —Imito con un gesto su pelo largo—. Bajita, con ojos grandes y trenzas a lo rasta...

—¡Acabáramos! Es Celia Attley. Me desprecia. Está enamorada de Ingrid.

—Me ha dicho que ibas a casarte con Ingrid, que bebes sin parar, que follas por todas partes y básicamente que eres una mala persona. Me ha aconsejado que salga corriendo. Eso es lo que me ha dicho.

Henry se encuentra dividido entre la mofa y la incredulidad.

—Bueno, hay algo de cierto en todo eso. Es verdad que follo donde puedo, y mucho; y sin duda tengo fama de beber cantidades inconmensurables de alcohol. Ahora bien, no estábamos comprometidos. Nunca he estado tan loco como para casarme con Ingrid. Nuestra convivencia era más desgraciada que la de la realeza.

—Entonces no entiendo por qué...

—Clare, hay muy pocas personas que encuentren a su media naranja a los seis años. Por lo tanto, hay que pasar el rato de alguna manera. Ingrid era muy... paciente, extremadamente paciente; y con voluntad suficiente para soportar mi conducta extraña, con la esperanza de que algún día yo me retractaría y me casaría con su martirizado culo. Cuando alguien tiene tanta paciencia contigo, hay que mostrarse agradecido, pero la verdad es que entonces te entran ganas de herirlo. ¿Tiene esto algún sentido para ti?

—Supongo que sí. Bueno, en realidad, no, para mí no; yo no pienso así.

Henry suspira.

—Es un detalle por tu parte manifestar tu ignorancia ante la retorcida lógica de la mayoría de las relaciones. Confía en mí. Cuando nos conocimos, yo estaba destrozado, hecho polvo y condenado; y ahora empiezo a recuperarme porque veo que eres un ser humano y sé que a mí también me gustaría serlo. Intento hacerlo sin que te des cuenta, porque todavía no he entendido que es inútil fingir ante el otro. Sin embargo, dista un largo camino entre el yo con el que te relacionas en 1991 y el mío, el que te habla ahora. mismo y que procede de 1996. Tienes que esforzarte en ayudarme; yo solo no podré conseguirlo.

—Sí, pero cuesta mucho. No estoy acostumbrada a ser la maestra.

—Bueno, siempre que te sientas desanimada piensa en todas las horas que pasé, que estoy pasando, con tu yo infantil. Matemática moderna y botánica, ortografía e historia de América. Es decir, si sabes insultarme en francés es porque me senté contigo y te enseñé.

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