Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—¡Qué hombre más guapo, payasita mía! —Y luego se escabulle hacia la otra sala, antes de que Henry pueda unirse a nosotras.
—¿Es Nell? —conjetura él.
—No es que sea tímida —le confirmo con un gesto de asentimiento—, sino que anda muy atareada.
Subimos las escaleras de atrás hasta el segundo piso.
—Tú dormirás aquí —le digo, abriendo la puerta del dormitorio azul. Henry echa un vistazo al interior y me sigue por el pasillo—. Esta es mi habitación —le digo con aprensión, y Henry se desliza a mi lado y se sitúa en medio de la alfombra para observar, y cuando se vuelve hacia mí, veo que no reconoce nada: ningún objeto de mi dormitorio significa nada para él, y el cuchillo de la certidumbre se clava hasta el fondo: todos los pequeños obsequios y recuerdos de este museo de nuestro pasado son como cartas de amor para un analfabeto. Henry elige el nido de un chochín (que resulta ser el primero de los numerosos nidos de pájaro que me regaló a lo largo de todos esos años) y dice:
—Es bonito.
Asiento, y ya abro la boca para decírselo cuando, dejando el nido en la estantería, me pregunta:
—¿Esa puerta cierra?
Cierro con llave y llegamos tarde a comer.
H
ENRY
: Me siento bastante tranquilo cuando bajo las escaleras tras Clare, atravieso el oscuro y frío vestíbulo y entro en el comedor. Están todos comiendo. La habitación es de techo bajo y muy cómoda, de un estilo a lo William Morrisy; la atmósfera resulta cálida por el fuego que crepita en la pequeña chimenea, y los ventanales están tan congelados que no se ve nada a través de ellos. Clare se acerca a una mujer delgada, con el pelo de un tono rojizo claro, que debe de ser su madre. Inclina la cabeza para recibir el beso de Clare y apenas se levanta para estrechar mi mano. Clare me la presenta como «mi madre», y yo la llamo «señora Abshire», a lo cual ella responde de inmediato: «No, no, debes llamarme Lucille, como todo el mundo». Sonríe agotada, aunque con calidez, como si fuera un brillante sol de alguna remota galaxia. Nos sentamos a la mesa, el uno frente al otro. Clare se sienta entre Mark y una señora mayor, que resulta ser la tía abuela Dulcie; yo lo hago entre Alicia y una preciosa rubia rellenita que nos presentan como Sharon, y que parece haber venido con Mark. El padre de Clare se sienta a la cabecera de la mesa, y mi primera impresión es que le he causado una profunda inquietud. El guapísimo y retorcido Mark parece también descompuesto. No es la primera vez que me ven. Me pregunto qué debí de hacer para que advirtieran mi presencia, me recuerden y den un ligero respingo de aversión cuando Clare me los presenta. Sin embargo, Philip Abshire, como buen abogado, domina sus expresiones faciales, y enseguida se muestra afable y sonriente, el anfitrión, el padre de mi novia, un hombre de mediana edad que se está quedando calvo, con gafas de aviador y un cuerpo atlético que ha perdido tono y empieza a volverse fondón, pero que todavía conserva unas manos fuertes, manos de jugador de tenis, y unos ojos grises que siguen mirándome con recelo, a pesar de su expresión de confianza. A Mark le cuesta bastante más disimular su desazón, y cada vez que cruzo la mirada con él, desvía los ojos hacia el plato. Alicia no es como me la imaginaba; es directa y agradable, pero un poco rara, está como ausente. Tiene el pelo oscuro de Philip, al igual que Mark, y los rasgos de Lucille, más o menos; se diría por su aspecto que Alicia es una combinación desafortunada entre Clare y Mark, como si alguien, al ver el resultado final, hubiera echado mano de una especie de Eleanor Roosevelt para rellenar los huecos. Philip hace un comentario y Alicia ríe, y en ese preciso instante se revela encantadora, y me vuelvo hacia ella sorprendido, mientras se levanta de la mesa.
—He de marcharme a San Basilio —me informa—. Tengo ensayo. ¿Vendrás a la iglesia?
Aventuro una mirada hacia Clare, que asiente débilmente, y le confirmo mi asistencia a Alicia. Todos suspiran con algo parecido al alivio, quizá. Recuerdo entonces que las Navidades, después de todo, son unas fiestas cristianas, además de ser mi día de expiación personal. Alicia se marcha. Me imagino a mi madre riéndose de mí, enarcando sus bien depiladas cejas ante la visión de su hijo medio judío abandonado en plena Navidad en tierra de gentiles, y mentalmente levanto el dedo para amonestarla. «Mira quién fue a hablar —le digo—. Tú te casaste con un episcopaliano.» Me fijo en mi plato y me doy cuenta de que es jamón con guisantes y una ensaladita decadente. No como tocino, y además odio los guisantes.
—Clare nos ha contado que eres bibliotecario —dice Philip, iniciando un conato de conversación.
Le confirmo que es cierto, y charlamos alegremente sobre la Newberry y los miembros del patronato, que también son clientes del bufete de Philip, el cual parece ser que tiene su sede en Chicago, por lo que no me queda muy claro por qué la familia de Clare vive tan lejos, en Michigan.
—Residencias veraniegas —me dice, y recuerdo que Clare me explicó que su padre estaba especializado en sucesiones y fondos de inversiones. Me imagino a ricos maduritos echados en sus playas privadas, untándose con protector solar, mientras deciden que van a desheredar a su hijo mayor y cogen el móvil para llamar a Philip. Recuerdo que Avi, que es primer violín junto con mi padre, que es segundo de la Orquesta Sinfónica de Chicago, tiene una casa por los alrededores. Cuando menciono el tema, todos me prestan atención.
—¿Lo conoces? —pregunta Lucille.
—Claro. Él y mi padre se sientan juntos.
—¿Se sientan juntos?
—Pues, sí... Como primer y segundo violín.
—¿Tu padre es violinista?
—Sí —Miro a Clare, que no deja de acribillar a su madre con una expresión de «no me pongas en ridículo» dibujada en el rostro.
—¿Toca para la Orquesta Sinfónica de Chicago?
—Sí.
El rostro de Lucille se tiñe de rosa; ahora ya sé de dónde proviene el rubor de Clare.
—¿Crees que querría oír cómo toca Alicia? ¿Podemos entregarle una cinta?
Espero con denuedo que Alicia sea buena, que sea buenísima. La gente no para de enviarle cintas a mi padre. Sin embargo, se me ocurre una idea mejor.
—Alicia es violonchelista, ¿no?
—Sí.
—¿Está buscando profesor?
—Estudia con Frank Wainwright en Kalamazoo —interviene Philip.
—Lo digo porque podría darle la cinta a Yoshi Akawa. Uno de sus alumnos acaba de marcharse porque le han ofrecido un empleo en París.
Yoshi es un tipo fantástico y primer chelo de la orquesta. Sé que al menos él sí escuchará la cinta; mi padre, en cambio, que no da clases, se limitará a echarla al cubo de la basura. Lucille se muestra efusiva; incluso Philip parece complacido. A Clare se la ve aliviada. Mark come. La tía abuela Dulcie, diminuta con su pelo rosa, hace caso omiso al intercambio de palabras que se produce ante ella. A lo mejor es sorda. Echo un vistazo a Sharon, que sigue sentada a mi izquierda y no ha dicho ni una sola palabra. Se la ve desgraciada. Philip y Lucille están discutiendo qué cinta deberían darme o si quizá Alicia tendría que grabar una nueva. Le pregunto a Sharon si es la primera vez que viene, y la muchacha asiente. Cuando empiezo a hablar con ella, Philip me pregunta a qué se dedica mi madre, y parpadeo de incredulidad; lanzo una mirada a Clare que significa: «Pero ¿no les has contado nada?».
—Mi madre era cantante, pero murió hace tiempo.
—La madre de Henry era Annette Lyn Robinson —dice Clare con voz queda.
Es como si les hubiera dicho que era la Virgen María; el rostro de Philip se ilumina. Lucille no puede evitar hacer aspavientos con las manos.
—Increíble... ¡Es fantástico! Tenemos todos sus discos... —
Und so wiete.
—La conocí cuando yo era jovencita —dice entonces Lucille—. Mi padre me llevó a ver su
Madame Butterfly
, y como él conocía a alguien de dentro, nos hicieron pasar entre bambalinas. Fuimos a su camerino, y ahí estaba ella, ¡rodeada de tantísimas flores! Estaba con su hijo pequeño... ¡Claro, eras tú!
Asiento, intentando recuperar la voz.
—¿Qué aspecto tenía ella? —pregunta Clare.
—¿Vamos a esquiar esta tarde? —pregunta Mark, a lo cual Philip asiente.
Lucille sonríe, perdida en sus ensoñaciones.
—Era tan bonita... Todavía llevaba puesta la peluca, esa larguísima melena negra, y jugueteaba con el niño, haciéndole cosquillas con el pelo, mientras la criatura bailaba por el camerino. Tenía unas manos preciosas, y era de mi misma estatura, muy esbelta. Era judía, claro, pero pensé que parecía más bien italiana... —Lucille se exclama y se lleva una mano a los labios. Sus ojos se abalanzan sobre mi plato, que está limpio, salvo por la presencia de unos cuantos guisantes.
—¿Eres judío? —pregunta Mark con afabilidad.
—Supongo que podría serlo, si quisiera, pero nadie se lo propuso en realidad. Mi madre murió cuando yo tenía seis años, y mi padre es un episcopaliano renegado.
—Te pareces muchísimo a ella —opina Lucille, y le agradezco el comentario.
Etta se lleva nuestros platos y nos pregunta a Sharon y a mí si tomamos café. Ambos decimos que sí a la vez, con tanta vehemencia que toda la familia de Clare se pone a reír. Etta nos dedica una sonrisa maternal y unos minutos después coloca unas humeantes tazas de café delante de nosotros. Pienso que no ha sido una experiencia tan negativa, después de todo. Hablan de irse a esquiar, y del tiempo. Nos levantamos y Philip y Mark salen al vestíbulo; yo le pregunto a Clare si se marcha a esquiar con ellos, ella se encoge de hombros y me pregunta si me apetece ir. Le digo que no sé esquiar, y que tampoco tengo ningún interés en aprender. Sin embargo, Clare decide ir de todos modos cuando Lucille comenta que necesitará que alguien la ayude con las fijaciones. Al subir por las escaleras, oigo que Mark dice: «... un parecido increíble. ..», y sonrío para mis adentros.
Más tarde, cuando ya se han marchado todos y la casa está en silencio, me aventuro a bajar de mi helado dormitorio en busca de calor y más café. Atravieso el comedor, entro en la cocina y veo ante mis ojos una sorprendente exposición de cristalería, cubertería, pasteles, verduras cortadas y sartenes al fuego, que hacen que la cocina se asemeje a los fogones de un restaurante de tres tenedores. En medio del escenario veo a Nell, de espaldas a mí, cantando
Rudolph, el reno de la nariz roja
, cimbreando sus enormes caderas y jugueteando con el rociador de jugos ante una niñita negra que me señala en silencio. Nell se gira en redondo y me dedica una desdentada y sincera sonrisa.
—¿Qué estás haciendo en mi cocina, señor novio?
—Quería preguntarle si ha sobrado café.
—¿Si ha sobrado? ¿Acaso crees que dejo reposar el café todo el día para que se eche a perder? Venga, venga, chico, sal de mi cocina y ve a sentarte en la sala de estar. Tira de la campanilla, que yo te prepararé café recién hecho. ¿No te dijo tu madre que el café nunca debe guardarse?
—La verdad es que mi madre no era muy buena cocinera —le digo, aventurándome hacia el centro del vórtice. Un aroma delicioso impregna la cocina—. ¿Qué está preparando?
—Lo que estás oliendo es un pavo Thompson —dice Nell, abriendo el horno para mostrarme un pavo monstruoso que parece una víctima del gran incendio de Chicago. Está completamente negro—. No lo mires con tanta desconfianza, chico. Bajo esa costra está el mejor pavo que puedas comer en el planeta tierra.
La creo a pies juntillas, porque el olor es increíble.
—¿Qué es un pavo Thompson?
Nell me da una conferencia sobre las propiedades milagrosas del pavo Thompson, inventado por Morton Thompson, un vendedor de periódicos, en los años treinta. Parece ser que es necesario rellenar, rociar con su jugo y voltear muchísimas veces esta criatura maravillosa para conseguir un resultado espectacular. Nell me permite que me quede en su cocina mientras me prepara el café, pelea con el pavo para sacarlo del horno, forcejea con él para ponerlo de espaldas y finalmente, con mucho arte, vierte salsa de sidra por todo el animal antes de embutirlo de nuevo en su receptáculo. Doce langostas se arrastran por un enorme contenedor de plástico lleno de agua que hay cerca del fregadero.
—¿Son las mascotas? —le digo bromeando.
—Esa es tu cena de Navidad, muchacho; ¿quieres escoger una? Supongo que no serás vegetariano, ¿verdad?
Le aseguro que no, que soy un chico bueno que siempre se come todo lo que le ponen en el plato.
—¡Quién lo diría! Estás tan delgado... Ya me encargaré yo de alimentarte bien.
—Por eso me ha traído Clare a su casa.
—Mmmm... ya veo —comenta Nell, encantada—. Muy bien, pues. Y ahora, largo, que tengo que seguir trabajando.
Cojo una gran taza de un oloroso café y me encamino a la sala de estar, hacia el cobijo que me proporcionará el inmenso árbol de Navidad y el fuego de la chimenea. Parece un anuncio de la tienda Pottery Barn. Me instalo en un orejero naranja que hay junto al fuego y empiezo a hojear un montón de periódicos, cuando alguien dice:
—¿Dónde has conseguido el café?
Levanto los ojos y veo que Sharon se sienta delante de mí, en un sillón azul que hace juego con su jersey, que es del mismo tono.
—Hola, lo siento...
—No pasa nada.
—Yo he ido a buscarlo a la cocina, pero al parecer hay que tirar de una campanilla que no sé dónde está.
Examinamos la habitación y no falla: encontramos la campanilla en una esquina.
—Es tan extraño todo esto... —me comenta Sharon—. Llegamos ayer, y me he pasado el día moviéndome con sigilo por todos lados, ¿sabes?, temiendo usar el cubierto equivocado o algo parecido.
—¿De dónde eres?
—De Florida —dice riendo—. Nunca supe lo que eran unas Navidades blancas hasta que entré en Harvard. Mi padre es el propietario de una gasolinera de Jacksonville. Pensé que cuando acabara la facultad regresaría allí, porque no me gusta el frío, pero ahora supongo que no me queda más remedio que quedarme.
—Y eso, ¿por qué?
—¿No te lo han dicho? —exclama Sharon con una mirada de sorpresa—. Mark y yo vamos a casarnos.
Me pregunto si Clare lo sabe; de hecho, creo que si lo supiera, me lo habría comentado. Advierto entonces el diamante que lleva Sharon en el dedo.
—Felicidades.
—Supongo que sí. Quiero decir, gracias.
—¡Vaya! ¿No estás segura? De casarte, quiero decir.