La mujer del viajero en el tiempo (20 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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Nos marchamos por el mismo lugar por donde hemos entrado. Cierro la puerta con suavidad y paso la rejilla. Llevo mi anterior indumentaria en una bolsa. Ya intentaré encontrar luego un colector del Ejército de Salvación. Gómez me mira con cara expectante, como un perrazo que aguarda para ver si me queda más carne que darle. Eso me recuerda algo.

—Tengo un hambre canina. Vayamos a Ann Sather's.

—¿A Ann Sather's? Esperaba que me propusieras atracar un banco o acuchillar a alguien, como mínimo. Estas en vena, tío. ¡No pares!

—Tengo que hacer un alto en mi camino para llenarme de combustible. Vamos.

Atravesamos el callejón en dirección al aparcamiento del restaurante sueco Ann Sather's. El encargado nos observa silencioso mientras atravesamos su reino. Cortamos por Belmont. Solo son las nueve en punto, y en la calle se apiña la consabida mezcla de prófugos, vagabundos demenciados, asiduos de clubes y habitantes de barrios altos ávidos de emociones. Ann Sather's destaca como una isla de normalidad entre los salones de tatuajes y las tiendas de condones. Entramos y esperamos cerca de la panadería a que nos den sitio. El estómago me ruge. La decoración sueca es acogedora, panelada en madera y con veteados rojos dispuestos como remolinos. Nos sientan en la sección de fumadores, justo delante de la chimenea. Esto se anima. Nos quitamos los abrigos, nos acomodamos a la mesa y leemos la carta, a pesar de que, como residentes en Chicago de toda la vida, seguramente podríamos cantarla de memoria y a dos tonos. Gómez deja toda su parafernalia de fumador junto a sus cubiertos.

—¿Te importa?

—Sí, pero adelante.

El precio de disfrutar de la compañía de Gómez es macerarse en el constante flujo del humo de cigarrillo que le sale de la nariz. Tiene los dedos de un color ocre intenso; y le revolotean delicados sobre el papel de fumar mientras enrolla tabaco Drum en un cilindro compacto, lame el papel, lo dobla, lo encaja entre los labios y lo enciende.

—Ahhh.

Para Gómez, media hora sin humo resulta impensable. Siempre me divierte observar a la gente satisfacer sus apetitos, aun cuando yo no los comparta.

—¿No fumas? ¿Nada de nada?

—Yo me dedico a correr.

—Ah, sí, claro. Joder, tú sí que estás en forma. Creía que estabas a punto de matar a Nick, y ni siquiera te ha faltado el aliento.

—Él estaba demasiado borracho para pelear. Era tan solo un enorme saco de boxeo empapado en alcochol.

—¿Por qué le has saltado al cuello de ese modo?

—Por pura estupidez.

Llega el camarero, nos dice que se llama Lance y que los platos del día son salmón y guisantes con crema de leche. Toma nota de las bebidas y se marcha apresurado. Jugueteo con el dispensador de nata líquida.

—Se fijó en cómo iba yo vestido, sacó la conclusión de que vencerme sería pan comido, se puso repelente y quiso darme una paliza. No se conformó con mi negativa y, a cambio, se llevó una buena sorpresa. Yo solo iba a lo mío, de verdad.

—¿Y eso qué significa exactamente? —pregunta Gómez con aire pensativo.

—¿Cómo dices?

—Henry, igual te parezco un gilipollas pero, de hecho, tu viejo tío Gómez no anda despistado del todo. Me he estado fijando en ti desde hace tiempo: antes de que nuestra querida Clare te invitara a casa, de hecho. Quiero decir que no sé si eres consciente de ello, pero eres bastante famoso en ciertos círculos. Conozco a mucha gente que te conoce. Gente... bueno, mujeres más bien. Mujeres que te conocen. —Gómez me mira entre guiños a travésde la neblina del humo—. Mujeres que cuentan cosas muy extrañas de ti.

Lance llega con mi café y la leche de Gómez. Pedimos una hamburguesa de queso y patatas fritas para Gómez y sopa de guisantes cortada con nata, patatas dulces y ensalada de frutas para mí. Siento que me desplomaré en este mismo instante si no ingiero un montón de calorías a toda velocidad. Lance se apresura. Me cuesta tomarme en serio las pifias de mi anterior yo, y todavía más justificárselas a Gómez. A fin de cuentas, no es asunto suyo. Sin embargo, espera una respuesta. Vierto crema de leche en el café, y contemplo cómo la ligera espuma blanca de la superficie se diluye en un torbellino. Lanzo por la borda todo intento de cautela por mi parte. ¡Qué más da!

—¿Qué querrías saber, camarada?

—Todo. Quiero saber por qué un supuesto bibliotecario de andares dóciles pega una paliza a un individuo hasta dejarlo en coma por algo tan insignificante como ir vestido con ropa de profesor de parvulario. Quiero saber por qué Ingrid Carmichel intentó suicidarse hace ocho días. Quiero saber por qué en este instante pareces diez años mayor que la última vez que te vi. Tienes el pelo canoso. Quiero saber por qué sabes forzar una cerradura Yale. Quiero saber por qué Clare guarda una fotografía tuya de antes de conocerte.

¿Clare tiene una fotografía mía anterior a 1991? No lo sabía. Buufff.

—¿Qué aspecto tengo yo en la foto?

—Más parecido al de ahora —contesta Gómez, sosteniendo mi mirada—. Distinto al que tenías hace un par de semanas, cuando viniste a cenar.

¿Eso fue hace dos semanas? Esta sí que es buena... Tan solo es la segunda vez que Gómez y yo coincidimos.

—Está tomada al aire libre. Se te ve sonriendo. La fecha del reverso es junio de 1988.

Llega la comida, y dejamos de hablar para disponerlo todo sobre nuestra mesita. Empiezo a comer como si el mañana no existiera.

Gómez se sienta y me mira comer, sin tocar su plato. He visto a Gómez ensayar esa actitud ante testigos hostiles, la misma que ahora emplea conmigo. Simplemente les deja que metan la pata. Por mi parte, no me importa contárselo todo, solo quiero comer primero. De hecho, necesito que Gómez sepa la verdad, porque en los años venideros será él quien me salve el culo en diversas ocasiones.

Estoy a mitad del plato de salmón y él todavía no ha comenzado.

—Come, come —le digo, imitando a la perfección a la señora Kim. Él moja una patata frita en el ketchup y la mastica—. No te preocupes. Lo confesaré todo. Tan solo te pido que me dejes tomar mi última cena en paz.

Gómez capitula y empieza a comerse la hamburguesa. No media palabra entre los dos hasta que termino de comer la fruta. Lance me trae más café. Lo adultero y lo remuevo. Gómez me mira como si quisiera sacudirme. Decido divertirme a su costa.

—Muy bien. Todo se resume en una única cuestión: el viaje a través del tiempo.

Gómez pone los ojos en blanco y me dedica una mueca, pero no dice nada.

—Soy un viajero del tiempo. En la actualidad tengo treinta y seis años. Esta tarde era el 9 de mayo del año 2000. Era martes. Yo estaba trabajando; acababa de terminar una ponencia para un grupo de miembros del Club Caxton y había vuelto a las estanterías para guardar los libros mostrados cuando, de repente, me encuentro en la calle de la Facultad en 1991. Con el consabido problema de que debo encontrar algo que ponerme encima. Me oculto bajo el porche de una casa durante un rato. Hace frío, y no viene nadie; pero finalmente aparece ese joven vestido... bueno, ya sabes cómo iba yo vestido. Lo atraco, le quito el efectivo y todo lo que lleva puesto, salvo la ropa interior. Le doy un susto de muerte. Creo que pensaba que iba a violarlo o algo parecido. En fin, consigo la ropa. Perfecto; pero en este barrio no puedes vestir así sin provocar ciertos malentendidos. Paso toda la tarde escuchando guarradas de varias personas, y tu amigo resulta ser la última gota que colma el vaso. Siento haberle dejado tan malherido. Tenía muchísimas ganas de conseguir su ropa, sobre todo los zapatos.

Gómez echa un vistazo bajo la mesa para mirarme los pies.

—Me encuentro continuamente en situaciones como esta. No pretendo hacer juegos de palabras. Algo me pasa, y me deslocalizo en el tiempo, sin razón aparente. No puedo controlarlo, y nunca sé cuándo va a suceder, dónde ni cuándo terminaré el viaje. Por lo tanto, para salir del paso fuerzo cerraduras, desvalijo tiendas, robo carteras, atraco a la gente, pido limosna, me dedico al allanamiento de morada, robo coches, miento, doblo, punzo y rompo. Cualquier cosa que se te ocurra, seguro que ya la he hecho.

—Asesinato.

—Hombre... No que yo sepa. Tampoco he violado jamás a nadie.

Lo miro mientras hablo. Pone cara de póquer.

—En cuanto a Ingrid... ¿Conoces a Ingrid de verdad?

—Conozco a Celia Attley

—¡Dios! La verdad es que tienes amistades muy extrañas... ¿Cómo intentó matarse Ingrid?

—Con una sobredosis de Valium.

—¿En 1991? Ya... Sí. Ese debe de ser el cuarto intento de suicidio de Ingrid.

—¿Qué?

—Ah, pero... ¿No lo sabías? Celia selecciona muchísimo la información. Ingrid se suicidó con éxito el 2 de enero de 1994. Se disparó en el pecho.

—Henry...

—Bueno, eso sucedió hace seis años, y todavía no se lo he perdonado. ¡Qué desperdicio! Claro que tenía una depresión severa, llevaba mucho tiempo así; y lo único que ocurrió fue que se hundió. No pude hacer nada por ella. Esa era una de las razones por las que solíamos discutir.

—Me parece una broma de muy mal gusto, bibliotecario.

—Quieres pruebas, claro.

Gómez sonríe.

—¿Qué me dices de la fotografía, la que dices que tiene Clare?

—De acuerdo —responde mientras se le borra la sonrisa del rostro—. Admito que todo esto me aturde un poco.

—Conocí a Clare por primera vez en 1991 y, sin embargo, ella me conoció a mí en septiembre de 1977. Clare tenía seis años, y yo tendré treinta y ocho cuando eso suceda. Me conoce desde siempre. En 1991, sin embargo, yo estoy empezando a conocerla. A propósito, deberías preguntarle a Clare por todo este embrollo. Te lo contará.

—Ya lo hice, y me lo contó.

—Entonces, ¿qué diantre...? ¡Gómez! Me estás haciendo perder un tiempo valiosísimo obligándome a que te cuente lo mismo una y otra vez. ¿Acaso no la has creído?

—No. ¿La creerías tú?

—Claro. Clare es muy sincera. Y eso se debe a la educación católica que ha recibido.

Lance viene a nuestra mesa con más café. Ya llevo una buena dosis de cafeína, pero un poco más no me hará ningún daño.

—Veamos, ¿qué clase de prueba andas buscando?

—Clare me dijo que desaparecías.

—Sí, es uno de mis trucos de salón más teatrales. Tú pégate a mí como la cola y tarde o temprano me desvaneceré. Quizá me lleve unos minutos, unas horas o unos días, pero en eso sí que no fallo.

—¿Nos conocemos en el año 2000?

—Sí —le preciso con una sonrisa de oreja a oreja—. Somos buenos amigos.

—Háblame de mi futuro.

Ni hablar. Eso sí que es una mala idea.

—No.

—¿Por qué no?

—Gómez. Las cosas ocurren. Saberlas de antemano las convierte en... algo extraño. En cualquier caso, no se puede cambiar nada.

—¿Por qué?

—La causalidad solo funciona hacia delante. Las cosas solo ocurren una vez, nada más. Si sabes lo que va a suceder... La mayoría de las veces yo me siento atrapado. Si estás en tu presente, sin saber nada..., eres libre. Confía en mí.

Parece frustrado.

—Serás el padrino de nuestra boda; y yo el de la tuya. Tienes una vida fantástica por delante, Gómez. Ahora bien, te advierto que no voy a entrar en detalles.

—¿Algún pronóstico bursátil?

Sí, ¿por qué no? En el año 2000 el mercado bursátil está loco, pero pueden hacerse fortunas increíbles, y Gómez será uno de los afortunados.

—¿Has oído hablar alguna vez de internet?

—No.

—Es una historia de ordenadores. Una red inmensa de alcance mundial con gente que siempre está conectándose, comunicándose vía telefónica con distintos ordenadores. Vale la pena que compres acciones en tecnología: Netscape, America Online, Sun Microsystems, Yahoo!, Microsoft, Amazon.com.

Gómez toma notas.

—¿Puntocom?

—No te preocupes. Tú cómpralas en el mercado de Oferta Pública de Acciones —le aconsejo sonriendo—. Ya puedes batir de palmas si crees en las hadas.

—Creía que esta noche te dedicabas a noquear a cualquiera que osara hacer insinuaciones sobre hadas.

—Eso es de Peter Pan, so analfabeto. —De repente, me entran náuseas. No quiero montar una escena en este lugar ni en este momento. Así que me levanto de un salto—. Sigúeme —le conmino, corriendo hacia el servicio de caballeros con Gómez pegado a los talones.

Entro como una tromba en el váter, milagrosamente vacío. El sudor me gotea por el rostro. Vomito en el lavabo.

—¡Joder, tío! —exclama Gómez— Maldita sea, bibliotecario...

No oigo el resto de la frase que iba a pronunciar, porque estoy echado en el suelo, de costado, desnudo, sobre un frío suelo de linóleo, sumido en una oscuridad absoluta. Estoy mareado; me quedo inmóvil durante un rato. Luego alargo el brazo y toco los lomos de los libros. Me hallo junto a las estanterías de la biblioteca Newberry. Me levanto, camino dando tumbos hasta el extremo del pasillo y enciendo el interruptor; la luz inunda la hilera en la que me encuentro, cegándome. Mi ropa y el carro de libros que estaba clasificando se encuentran en el siguiente pasillo. Me visto, guardo los libros y abro alegremente la puerta de seguridad que comunica con las estanterías. No sé qué hora es; las alarmas podrían estar conectadas. Sin embargo tengo suerte. Todo está igual que antes. Isabelle está explicándole a un nuevo miembro del patronato cómo funciona el servicio de la sala de lectura; Matt pasa junto a mí y me saluda con la mano. El sol entra a raudales por las ventanas, y las manecillas del reloj de la sala de lectura señalan las 16.15. He estado fuera menos de quince minutos. Amelia me ve y señala hacia la puerta.

—Me voy al Starbucks. ¿Te apetece un java?

—Eh... No, me parece que no. Gracias de todos modos.

Tengo un dolor de cabeza espantoso. Saco la cabeza por el despacho de Roberto y le digo que no me encuentro bien. Asiente, haciéndose cargo, y señala el teléfono, que le escupe al oído un italiano más veloz que el rayo. Cojo mis cosas y me marcho.

Una rutinaria jornada laboral más para el joven bibliotecario.

Domingo 15 de diciembre de 1991

Clare tiene 20 años

C
LARE
: Es una preciosa mañana soleada de domingo. He salido del piso de Henry y me marcho hacia casa. Las calles están heladas, y hay unos cinco centímetros de nieve reciente. Todo refulge de blancura y limpieza. Canto con Aretha Franklin «R-E-S-P-E-C-T!» mientras giro por Addison, me meto en Hoyne y, mira tú por dónde, encuentro una plaza de aparcamiento justo enfrente. Es mi día de suerte. Aparco, intento mantener el equilibrio sobre la resbaladiza acera y consigo entrar en el vestíbulo, todavía tarareando. Noto una sensación somnolienta y gomosa en la columna vertebral que asocio con el sexo, con despertarme en la cama de Henry y llegar a casa a cualquier hora de la mañana. Subo las escaleras flotando. Charisse habrá ido a misa. Estoy deseando darme un buen baño y leer el
New York Times.
Tan pronto como abro la puerta, sé que no me encuentro sola. Gómez está sentado en la sala de estar, envuelto en una nube de humo y con las contraventanas cerradas. En ese contexto, con el rojo y aterciopelado papel pintado, el mobiliario de terciopelo rojizo y todo ese humo, Gómez parece un Satán polaco y rubio a lo Elvis. Gómez sigue sentado y sin moverse, y yo me dirijo hacia mi dormitorio sin decirle una palabra. Todavía estoy furiosa con él.

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