La mujer del viajero en el tiempo (10 page)

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Authors: Audrey Niffenegger

BOOK: La mujer del viajero en el tiempo
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—¿Qué es New Age?

—Religiones extrañísimas. Música ñoña y aburrida. Patéticos intentos de convencerse de la superioridad de todo lo relacionado con lo hindú. La medicina no occidental.

—Pues a ti no te gusta la medicina convencional.

—Eso es porque los médicos siempre intentan convencerme de que estoy loco. Si me hubiera roto un brazo, sería un gran entusiasta de la medicina occidental.

—¿Qué me dices de Paul?

—Paul es para las chicas.

Clare sonríe, con una sonrisa tímida.

—A mí el que más me gusta es Paul.

—Claro, eres una chica.

—¿Por qué Paul es para las chicas?

«Ve con cuidado», me digo.

—Mmm... Vaya... Paul es algo así como... como el Beatle bueno, ¿sabes?

—Y eso ¿es malo?

—No, no. Claro que no. Ahora bien, a los chicos nos interesa más ser guay, y John es el Beatle guay.

—Ya, pero está muerto.

No puedo evitar reírme.

—Puedes seguir siendo guay después de muerto. De hecho, es mucho más fácil, porque no envejeces, no engordas ni se te cae el pelo.

Clare tararea el comienzo de
When I'm 64
. Mueve su torre hacia delante y avanza cinco casillas. Ahora puedo hacerle jaque mate, la aviso y se apresura a deshacer la jugada.

—Dime, ¿por qué te gusta Paul? —Levanto los ojos a tiempo de ver cómo se ruboriza.

—Porque es tan... tan guapo.

Hay algo en el modo de pronunciar esa frase que hace que me sienta incómodo. Estudio el tablero, y me doy cuenta de que Clare podría hacerme jaque mate si me comiera el alfil con el caballo. Me pregunto si debería decírselo. Si fuera más pequeña, lo haría. Con doce años, sin embargo, ya tiene edad suficiente para valerse por sí misma. Clare contempla el tablero con aire soñador. Me asalta la idea de que estoy celoso. ¡Será posible! No puedo creer que esté celoso de una vieja y multimillonaria estrella de rock lo bastante mayor para ser el padre de Clare.

—Mmmm... Ya.

Clare busca mis ojos con malicia.

—Y a ti, ¿quién te gusta?

«Me gustas tú», pienso, pero no lo digo.

—¿Te refieres a cuando tenía tu edad?

—Mmm, sí. ¿Cuándo tenías tú mi edad?

Sopeso el valor y el potencial de este cartucho antes de lanzarlo.

—Tenía tu edad en 1975. Soy ocho años mayor que tú.

—Entonces, ¿tienes veinte años?

—Bueno, no. Tengo treinta y seis. —Soy lo bastante mayor para ser su padre.

Clare frunce el ceño. Las matemáticas no son su fuerte.

—Pero si en 1975 tenías doce...

—Oh, lo siento. Tienes razón. Quiero decir que este yo que ves ahora tiene treinta y seis años, pero en algún lugar de ahí fuera tengo veinte —le digo señalando hacia el sur—. En tiempo real.

Clare se esfuerza por entenderlo.

—Es decir, que hay dos personas en realidad.

—No exactamente. Siempre hay un solo yo, pero cuando viajo a través del tiempo, a veces voy a algún lugar donde ya estoy, y entonces sí, entonces podríamos decir que hay dos personas. O más.

—¿Cómo es que yo nunca he visto a más de una?

—Ya las verás. Cuando tú y yo nos conozcamos en mi presente, eso sucederá con frecuencia. —Más a menudo de lo que yo querría, Clare.

—Dime, ¿quién te gustaba en 1975?

—Nadie, en realidad. A los doce tenía otras cosas en que pensar, pero cuando cumplí los trece me enamoré locamente de Patty Hearst.

—¿Una chica que conociste en la escuela? —me pregunta con aire ofendido.

—No —me río yo—. Era una estudiante californiana muy rica; la secuestraron unos malvados terroristas políticos de extrema izquierda y la obligaron a atracar bancos. Salió en los informativos todas las noches durante meses.

—¿Qué le ocurrió? ¿Por qué te gustaba?

—Al final la liberaron, se casó y tuvo hijos. Ahora es una señora riquísima que vive en California. ¿Por qué me gustaba, dices?Ah, pues no lo sé. Es algo irracional, ¿sabes? Supongo que creía saber cómo se sentía, por el hecho de estar secuestrada y de que la obligasen a actuar de un modo que ella no deseaba, aunque al mismo tiempo parecía que disfrutaba con todo aquello.

—¿Haces cosas que no desearías hacer?

—Sí, continuamente. —Se me ha dormido la pierna y me levanto para sacudirla hasta que empiezo a notar un cosquilleo—. No siempre acabo sano y salvo como contigo, Clare. Muchas veces aparezco en lugares donde solo consigo ropa y comida robando.

—¡Oh! —Se le entristece el rostro, pero entonces ve la jugada y la ejecuta mirándome con aires de triunfo—. ¡Jaque mate!

—¡Eh, bravo! —exclamo haciéndole una zalama—. Eres la reina del ajedrez
du jour.

—Es cierto —corrobora Clare, roja de satisfacción. Empieza a colocar las fichas de nuevo en sus posiciones iniciales—. ¿Otra?

Finjo consultar mi inexistente reloj.

—Por supuesto —le digo, acomodándome otra vez—. ¿Tienes hambre?

Llevamos horas en ese lugar, y se nos han acabado las provisiones; lo único que nos queda son los restos de una bolsa de Doritos.

—Ajá.

Clare oculta los peones tras su espalda; le doy unos golpecitos en el codo derecho y me muestra el peón blanco. Abro siguiendo el movimiento habitual: peón cuatro reina. Ella reacciona como siempre a mi clásica jugada de apertura: peón cuatro reina. Ejecutamos las siguientes diez jugadas con bastante rapidez y un moderado derramamiento de sangre, y entonces Clare se queda quieta calculando las posibilidades. Siempre está experimentando, buscando el
coup d'éclat.

—¿Quién te gusta ahora? —pregunta sin levantar la vista.

—¿Quieres decir a los veinte años o a los treinta y seis?

—Tanto a los veinte como a los treinta y seis.

Intento recordar cómo era cuando tenía veinte años. Veo imágenes borrosas de mujeres, pechos, piernas, piel, pelo. Todas sus historias se han entremezclado, y los rostros ya no se corresponden con sus nombres. Estaba muy ocupado a los veinte, pero me sentía muy desgraciado.

—A los veinte no había ninguna mujer relevante en mi vida. No recuerdo a nadie en especial.

—¿Y a los treinta y seis?

Escruto el rostro de Clare. ¿Será demasiado pronto decírselo a los doce años? Estoy seguro de que con esa edad es demasiado joven. Es mejor fantasear con el guapísimo, inalcanzable y seguro Paul McCartney que tener que lidiar con Henry el Viejete Viajero del Tiempo. De todos modos, ¿por qué lo preguntará?

—¿Henry?

—Dime.

—¿Estás casado?

—Sí —admito con reticencia.

—¿Con quién?

—Con una mujer preciosa, paciente, con muchísimo talento y muy lista.

Su rostro se ensombrece.

—Ah. —Coge uno de mis alfiles blancos, que capturó dos jugadas antes, y lo voltea como si fuera una peonza—. Me alegro mucho.

Parece algo decepcionada por la noticia.

—¿Qué pasa?

—Nada. —Clare mueve su reina de Q2 a KN5—. Jaque.

Yo muevo el caballo para proteger al rey.

—¿Estoy casada yo? —quiere saber Clare.

—Hoy estás forzando tu suerte —le digo, cruzándome con su mirada.

—¿Por qué no? De todos modos, jamás me cuentas nada. Venga, Henry, dime si voy a convertirme en una vieja solterona.

—Eres una monja —la engaño.

—Chico, espero que no —dice ella estremeciéndose. Se come uno de mis peones con la torre—. ¿Cómo conociste a tu mujer?

—Lo siento. Eso es información altamente confidencial. —Me como su torre con la reina. Clare hace una mueca.

—Auuu. ¿Estabas viajando a través del tiempo? Cuando la conociste, quiero decir.

—Me ocupaba de mis asuntos.

Clare suspira. Se hace con otro peón gracias a su otra torre. Empiezo a quedarme corto de peones. Muevo el alfil de la reina a KB4.

—No es justo que tú lo sepas todo de mí y, en cambio, no me cuentes nunca nada de ti.

—Es cierto. No es justo. —Intento fingir que lo siento y me muestro complaciente.

—Quiero decir que Ruth, Helen, Megan y Laura me lo cuentan todo, y yo se lo cuento todo a ellas.

—¿Todo?

—Sí... Bueno, todo no. No les digo nada de ti.

—¿Ah, no? Y eso, ¿por qué?

—Tú eres mi secreto. De todos modos, tampoco me creerían. —Conquista mi alfil con su caballo y esboza una sonrisa ladina. Contemplo el tablero, intentando encontrar el modo de matar su caballo o mover mi alfil. Las cosas se ponen feas para las blancas—. Henry, ¿eres una persona de verdad?

Me quedo un tanto traspuesto.

—Sí. ¿Qué quieres que sea si no?

—No lo sé. ¿Un espíritu, tal vez?

—Te prometo que soy una persona, Clare.

—Demuéstralo.

—¿Cómo?

—No lo sé.

—Oye, Clare... Tampoco creo que tú puedas demostrar que eres una persona.

—Claro que puedo.

—¿Cómo?

—Pues diciéndote que soy una persona.

—Bueno, pues yo también te digo que soy una persona.

Es curioso que Clare traiga a colación el tema; en 1999, de donde yo vengo, el doctor Kendrick y yo nos hemos enzarzado en una guerra de trincheras sobre ese mismo tema. Kendrick está convencido de que soy el precursor de una nueva especie de raza humana, tan diversa a los individuos de hoy en día como el hombre de Cromagnon lo fue respecto de sus vecinos neandertales. Yo sostengo que solo soy un ejemplo de código enrevesado, y nuestra incapacidad para tener hijos demuestra que no me convertiré en el eslabón perdido. Hemos citado a Kierkegaard y a Heidegger y nos hemos lanzado miradas furibundas. Ahora, sin embargo, Clare me mira con una sombra de duda.

—La gente no aparece y desaparece como tú. Eres como el gato de Cheshire.

—¿Estás diciendo que soy un personaje de ficción?

Finalmente veo la jugada: torre del rey a QR3. Ahora puede comerse mi alfil, pero perderá la reina. Clare tarda un rato en darse cuenta, y cuando eso ocurre me saca la lengua, que posee un preocupante tono naranja debido a todos los Doritos que se ha comido.

—Tu caso hace que me cuestione los cuentos de hadas. Es decir, si tú eres real, ¿por qué no habrían de ser reales los cuentos de hadas? —Clare se levanta, calculando todavía las posibilidades del tablero, y ejecuta una breve danza, saltando a mi alrededor como si se le hubiera calado fuego a los pantalones—. Creo que el suelo está cada vez más duro. Se me ha dormido el culo.

—Puede que sean reales; o bien que algo en ellos sea real y la gente les haya ido añadiendo cosas, ¿me explico?

—¿Como si Blancanieves hubiera entrado en coma?

—Y también la Bella Durmiente.

—Y Juan, el de las judías mágicas, fuera tan solo un jardinero portentoso.

—Y Noé un viejo extraordinario con un arca y un montón de gatos.

—Noé aparece en la Biblia —me dice Clare, sin apartar la vista de mi rostro—. No es un cuento de hadas.

—Ah, es verdad. Lo siento.

Tengo un hambre atroz. En cualquier momento Nell tocará la campana para ir a cenar y Clare tendrá que regresar a casa. Vuelve a sentarse frente a su lado del tablero. Adivino que ha perdido interés por el juego por el modo en que empieza a construir una pequeña pirámide con las fichas ganadas.

—Todavía no me has demostrado que seas real.

—Tú tampoco.

—¿Te preguntas alguna vez si soy real? —me pregunta ella, sorprendida.

—A lo mejor eres un sueño. Quizá tú estés soñando conmigo; puede que solo existamos en los sueños del otro y cada mañana, al despertarnos, nos olvidemos el uno del otro.

Clare frunce el ceño y me hace un gesto con la mano como para alejar de sí la idea.

—Pellízcame —me pide. Me inclino hacia delante y le pellizco ligeramente en el brazo—. ¡Más fuerte! —La vuelvo a pellizcar, lo bastante fuerte para dejarle una marca blanca y roja que perdura unos segundos y luego desaparece—. ¿No crees que me despertaría, si estuviera dormida? En cualquier caso, no tengo sueño.

—Bueno, pues yo no me siento como un fantasma, o un personaje de ficción.

—¿Cómo lo sabes? Es decir, si soy yo quien te está inventando, y no quisiera que tú supieras que eres un invento mío, no te lo diría, ¿verdad?

—Quizá es Dios quien nos ha inventado y no quiere decírnoslo —respondo, moviendo las cejas.

—No deberías hablar así —exclama Clare—. Además, tú ni siquiera crees en Dios, ¿verdad?

Me encojo de hombros y cambio de tema de conversación.

—Soy más real que Paul McCartney.

Clare tiene una expresión preocupada. Empieza a recoger las piezas y las introduce en la caja, separando con tino las blancas de las negras.

—Hay mucha gente que conoce a Paul McCartney... pero yo soy la única que te conoce a ti.

—Pero a mí me has conocido de verdad, y en cambio a él no lo has conocido nunca.

—Mi madre fue a un concierto de los Beatles —dice ella; cierra la tapa del juego de ajedrez y se echa luego sobre el suelo para quedarse contemplando el baldaquino de hojas tiernas—. Fue en el parque Comiskey, en Chicago, el 8 de agosto de 1965.

Le pincho el estómago con el dedo y ella se dobla como un erizo, riéndose. Al cabo de un rato de hacernos cosquillas y revolcarnos, nos quedamos sobre la hierba con las manos aferradas al estómago y Clare me pregunta:

—¿Tu esposa también es una viajera del tiempo?

—No, a Dios gracias.

—¿Por qué «a Dios gracias»? Creo que sería divertido. Podríais ir a los mismos lugares juntos.

—Con un viajero del tiempo por familia hay más que suficiente. Es peligroso, Clare.

—¿Le preocupas mucho?

—Sí —le respondo bajito—. Mucho, sí.

Me pregunto qué estará haciendo ahora Clare, en 1999. Quizá esté durmiendo todavía. Puede que no sepa que me he marchado.

—¿La amas?

—Muchísimo —susurro.

Estamos echados en silencio, el uno al lado del otro, contemplando los árboles que se mecen, los pájaros, el cielo. Oigo un sollozo ahogado y miro a Clare. Me sorprende ver que las lágrimas le surcan las mejillas hasta desaparecer bajo las orejas. Me incorporo y me inclino sobre ella.

—¿Qué te pasa, Clare?

Clare mueve la cabeza hacia delante, en un estertor, y tiene los labios prietos. Le acaricio el pelo y la atraigo hacia mí hasta sentarla y rodearla con mis brazos. Es una niña, aunque no del todo.

—¿Qué sucede?

Lo dice tan bajito que tengo que pedirle que vuelva a repetirlo:

—Es que pensaba que a lo mejor estabas casado conmigo.

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