Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
Miércoles 21 de junio de 1984
Clare tiene 13 años
C
LARE
: Estoy en el prado, a finales de junio, a última hora de la tarde; dentro de poco tendré que ir a lavarme para la cena. La temperatura ha descendido. Hace diez minutos el cielo era azul cobrizo, y un calor opresivo atenazaba el prado, todo parecía curvado, como si estuviéramos bajo una inmensa cúpula vitrea, los ruidos más próximos eran sofocados por el calor mientras un coro sobrecogedor de insectos zumbaba. Me he quedado sentada en la pequeña pasarela, contemplando las chinches de agua que patinan en el estanque diminuto y calmo, pensando en Henry. Hoy no me toca verlo; y para la próxima vez faltan veintidós días. Ahora hace más frío. Henry me desconcierta. Toda mi vida lo he aceptado como algo normal y corriente; es decir, creía que Henry era un secreto y por lo tanto alguien realmente fascinante, pero también una especie de milagro, y solo recientemente me he dado cuenta de que la mayoría de las chicas no tienen un Henry, y si cuentan con uno, se lo tienen muy callado. Se levanta el viento; la hierba alta se ondula, cierro los ojos y parece que oigo el sonido del mar (que nunca he visto, salvo por televisión). Cuando los abro, el cielo es amarillo y luego verde. Henry dice que viene del futuro. De pequeña, eso no me creaba ningún conflicto; claro que no tenía ni idea de lo que eso significaba. En cambio ahora me pregunto si la idea implica que el futuro es un lugar o algo parecido a un lugar al que podría ir; me refiero a ir de otra manera que no sea envejeciendo. Me pregunto si Henry podría llevarme al futuro con él. El bosque ennegrece y los árboles se doblegan, fustigados de lado a lado hasta quedar inclinados. El murmullo de los insectos ha desaparecido y el viento lo alisa todo, la hierba se aplana, y los árboles crujen y gimen. Tengo miedo del futuro; me da la impresión de que es como una caja enorme que me espera. Henry dice que me conoce del futuro. Unos nubarrones negros se desplazan y surgen tras los árboles, aparecen tan de repente que me río, son como marionetas, y todo gira a mi alrededor mientras se oye un prolongado y grave retumbar de truenos. De repente, adquiero conciencia de mí misma como alguien que está en un prado, delgada y erecta, en un lugar donde todo se ha allanado. Me echo al suelo, esperando que la tormenta, que se arremolina, no repare en mí, y me tiendo de espaldas, mirando hacia arriba, cuando el agua empieza a caer del cielo. Se me empapa la ropa en un instante, y en ese mismo momento noto que Henry está ahí, siento una increíble necesidad de que él esté ahí y ponga sus manos sobre mí, aun cuando me embarga la sensación de que Henry es la lluvia y yo estoy sola, deseándolo.
Domingo 23 de septiembre de 1984
Henry tiene 35 años, y Clare 13
H
ENRY
: Estoy en el claro del prado. Es muy pronto, por la mañana, justo antes del amanecer. Estamos a finales de verano; las flores y la hierba me llegan al pecho. Hace frío. Estoy solo. Me abro paso entre las plantas y localizo la caja de la ropa, la abro y encuentro unos tejanos azules, una camisa oxford blanca y unas chanclas. Jamás había visto esas prendas y por lo tanto no se me ocurre en qué época debo de estar. Clare también me ha dejado un tentempié: un bocadillo de jalea y mantequilla de cacahuete, envuelto cuidadosamente en papel de aluminio, acompañado de una manzana y una bolsa de patatas fritas de Jay. A lo mejor este almuerzo es el que Clare se lleva a la escuela. Mis pesquisas se encaminan hacia finales de los setenta o principios de los ochenta. Me siento en la roca y como hasta sentirme mejor. Sale el sol. El prado se vuelve azul, luego naranja, y rosa, las sombras se alargan, y finalmente se hace de día. No hay señales de Clare. Gateo unos metros y me adentro en la vegetación, me acurruco en el suelo, a pesar de que está mojado por el rocío, y me duermo.
Cuando me levanto, el sol está más alto y Clare se encuentra sentada junto a mí. Está leyendo un libro. Me sonríe y dice:
—Amanece en los pantanos. Los pájaros cantan y las ranas croan. ¡Hora de despertarse!
Gruño y me froto los ojos.
—Hola, Clare. ¿Qué fecha es hoy?
—Domingo, 23 de septiembre de 1984.
Clare tiene trece años. Una edad difícil y extraña, pero no tan complicada como la que estamos pasando en mi presente. Me incorporo y bostezo.
—¿Puedo preguntarte si serías tan amable de ir a tu casa y escamotear una taza de café para mí?
—¿Café? —Clare pronuncia la palabra como si nunca hubiera oído hablar de ese brebaje. De adulta será tan adicta como yo. Sopesa la logística del tema.
—¿Me harías el favor?
—De acuerdo. Lo intentaré.
Se levanta, despacio. Este es el año en que Clare pegó de repente un estirón. El año pasado creció trece centímetros, y todavía no se ha acostumbrado a su nuevo cuerpo. Los pechos, las piernas y las caderas, todo recién acuñado. Intento no pensar en ello mientras la observo alejarse por el sendero que conduce a la casa. Echo un vistazo al libro que estaba leyendo. Es de Dorothy Sayers, uno que no he leído. Voy por la página treinta y tres cuando regresa. Ha traído un termo, tazas, una manta y unos donuts. El sol del verano ha coronado de pecas la nariz de Clare, y tengo que resistir el impulso de pasar mis manos por su pelo rubísimo, que le cae por los hombros cuando extiende la manta.
—Dios te bendiga.
Recibo el termo como si contuviera un sacramento. Nos instalamos sobre la manta. Me saco las chanclas de una patada, me sirvo una taza y tomo un sorbito. Está increíblemente fuerte y amargo.
—¡Uau! Esto es combustible para cohetes, Clare.
—¿Está demasiado fuerte?
Parece un tanto deprimida, y me apresuro a hacerle un cumplido.
—Bueno, no es que sea demasiado fuerte, pero algo sí. De todos modos me gusta. ¿Lo has preparado tú?
—Sí. Es la primera vez que hago cafe, y como ha entrado Mark y ha empezado a molestarme, a lo mejor por eso lo he hecho mal.
—No, no. Está muy bien.
Soplo el café y me lo bebo de un sorbo. Enseguida me siento mejor. Me sirvo otra taza. Clare me coge el termo, se sirve un dedito de café y lo prueba con cautela.
—¡Puaj! —exclama—. Es asqueroso. ¿Tiene que saber así?
—Bueno, por lo general no es tan brutal. A ti te gusta con muchísima crema de leche y con azúcar.
Clare echa el resto de su café al prado y coge un donut.
—Me estás convirtiendo en un fenómeno.
No se me ocurre una respuesta adecuada, porque esa idea jamás había cruzado por mi mente.
—Ah... No, no es verdad.
—Sí lo es.
—No. ¿Qué quieres decir con eso de que te estoy convirtiendo en un fenómeno? Yo no te estoy convirtiendo en nada.
—Cuando dices cosas como que me gusta el café con crema de leche y azúcar antes de haberlo probado siquiera. ¿Cómo voy a saber discernir si eso es lo que me gusta o si solo me gusta porque eres tú quien dice que me gusta?
—Pero Clare... Hablamos de gustos personales. Sabrás cómo te gusta el café al margen de lo que yo te diga. Por otro lado, eres tú quien siempre me azuza para que te cuente cosas del futuro.
—Conocer el futuro no tiene nada que ver con que te digan qué cosas te gustan.
—¿Por qué? Todo está relacionado con el libre albedrío.
Clare se quita los zapatos y los calcetines. Embute los calcetines en los zapatos y los coloca bien puestos junto al borde de la manta. Luego coge las chanclas que he abandonado y las alinea junto a su calzado, como si la manta fuera un tatami.
—Yo creía que el libre albedrío tenía que ver con el pecado.
—No —le digo, tras reflexionar unos segundos—. ¿Por qué debería limitarse el libre albedrío al bien o al mal? Quiero decir, acabas de decidir, haciendo gala de tu libre albedrío, quitarte los zapatos. No importa, a nadie le preocupa que lleves zapatos o no, no es algo pecaminoso o virtuoso, y no influye en el futuro, pero tú has hecho uso de tu libertad de albedrío.
Clare se encoge de hombros.
—Pero a veces tú me dices cosas, y siento como si viera el futuro ante mí, ¿sabes? Como si mi futuro hubiera sucedido en el pasado y no pudiera hacer nada al respecto.
—A eso se le llama determinismo. Me acecha en sueños.
Clare está intrigada.
—¿Por qué?
—Bueno, si precisamente tú te sientes constreñida por la idea de que tu futuro es inalterable, imagínate cómo me siento yo. No dejo de darme de narices contra el hecho de que no puedo cambiar nada, a pesar de hallarme aquí, contemplándolo.
—Pero, Henry, ¡tú cambias las cosas! Es decir, fuiste tú quien escribió aquella historia que se supone tengo que entregarte en 1991 sobre el bebé con síndrome de Down. En cuanto a la lista, si yo no la tuviese, no podría saber cuándo reunirme aquí contigo. Puedes cambiar las cosas sin cesar.
—Solo puedo hacer aquello que no entra en contradicción con lo que ya ha sucedido —le explico sonriendo—. No puedo, por ejemplo, evitar lo que acabas de hacer: quitarte los zapatos.
—¿Y a ti qué puede importarte si me los quito o no? —replica ella riéndose.
—Nada, pero aunque me importara, ahora es una parte inalterable de la historia del universo y yo no puedo hacer nada para evitarlo.
Cojo un donut. Es un Bismarck, mi favorito. El glaseado se ha derretido un poco al sol y se me pega a los dedos. Clare termina el suyo, se arremanga los bajos de su tejano y se sienta con las piernas cruzadas. Se rasca el cuello y me mira molesta.
—Ahora haces que me entren complejos. Es como si cada vez que me sonara la nariz fuera un acontecimiento histórico.
—Pues lo es.
Clare pone los ojos en blanco.
—¿Qué es lo contrario al determinismo?
—El caos.
—Ah. No creo que me guste. ¿Te gusta a ti?
Doy un buen mordisco al Bismarck y reflexiono sobre el caos.
—Bueno... Digamos que sí y que no. El caos implica mayor libertad; de hecho, es la libertad total, pero sin significado alguno. Yo, en cambio, deseo ser libre para actuar y que mis acciones signifiquen algo.
—Pero, Henry, te olvidas de Dios... ¿Por qué no puede existir un Dios que dé un sentido a todo eso?
Clare frunce el ceño, convencida, y dirige su mirada al prado mientras habla. En cuanto a mí, me meto el último trozo del Bismarck en la boca y lo mastico despacio para ganar tiempo. Cada vez que Clare menciona a Dios me sudan las palmas de las manos y siento la necesidad de esconderme, correr o desaparecer.
—No lo sé, Clare. Quiero decir que todo me parece demasiado azaroso y absurdo para pensar que existe un Dios.
Clare se sujeta las rodillas con los brazos.
—Acabas de decir que parece que todo está planificado de antemano.
—Sí. —Agarro a Clare por los tobillos y le pongo los pies sobre mi regazo sin soltarlos. Clare ríe y se apoya sobre los codos. Noto el frío de sus pies en mis manos; son sonrosados, y están limpísimos—. Veamos. Las alternativas que estamos considerando son un universo en bloque, en el que el pasado, el presente y el futuro coexisten simultáneamente y todo ha sucedido ya; el caos, donde puede suceder cualquier cosa y no podemos predecir nada porque no conocemos todas las variables; y un universo cristiano en el que Dios lo ha creado todo y las cosas existen con un propósito determinado, pero en cualquier caso nosotros tenemos libertad de albedrío, ¿correcto?
—Supongo que sí —responde Clare, moviendo los dedos de los pies ante mi cara.
—Y tú, ¿por qué opción votas?
Clare se queda en silencio. A los trece años su pragmatismo y sus sentimientos románticos sobre Jesús y María tienen la misma importancia. Hace un año, sin embargo, habría elegido a Dios sin dudarlo. Dentro de una década votará por el determinismo, y diez años después Clare creerá que el universo es arbitrario, que si Dios existe, no oye nuestras plegarias, que la causa y el efecto son ineludibles y brutales, pero sin sentido alguno. Después, ya no lo sé. Sin embargo, ahora Clare está entrando en el umbral de la adolescencia con la confianza en una mano y su creciente escepticismo en la otra, y lo único que puede hacer es practicar malabarismos con ambas cosas, o exprimirlas hasta que se fundan en una sola.
—No lo sé —dice negando con la cabeza—. Quiero a Dios. ¿Es eso válido?
Me siento como un cabrón.
—Claro que es válido. Es lo que tú crees.
—Pero yo no deseo creerlo; necesito que sea verdad.
Le paso los pulgares por el arco del pie y ella cierra los ojos.
—Tú y santo Tomás de Aquino.
—He oído hablar de él —dice Clare, como si hablase de ese tío preferido con el que hace tiempo perdió el contacto o del protagonista de un programa de televisión que solía ver cuando era pequeña.
—Buscaba el orden y la razón, y a Dios también. Vivió en el siglo XIII y dio clases en la Universidad de París. Aquino creía en Aristóteles y en los ángeles.
—Me encantan los ángeles. Son preciosos. ¡Ojalá pudiera tener alas para volar y sentarme en las nubes!
—
Ein jeder Engel ist schrecklich.
Clare suspira, un breve y suave suspiro que significa: «No sé alemán, ¿lo recuerdas?».
—¿Eh?
—«Todo ángel es terrible.» Forma parte de una antología de poesías,
Las elegías de Duino
, de un poeta llamado Rilke. Es uno de nuestros poetas preferidos.
—¡Ya has vuelto a hacerlo! —exclama Clare risueña.
—¿El qué?
—Decirme lo que me gusta.
Clare entierra los pies en mi regazo. Sin pensarlo, los coloco sobre mis hombros, pero entonces me doy cuenta de que en cierto modo esa postura es demasiado sexual, y me apresuro de nuevo a cogerle los pies y a sostenerlos con una mano en el aire mientras ella yace de espaldas, inocente y angélica, con el pelo extendido como un nimbo sobre la manta. Le hago cosquillas en los pies. Clare ríe nerviosa y se retuerce en mis manos como un pez, se pone en pie de un salto y hace la carretilla por el calvero, sonriéndome y retándome para que la atrape. Me limito a sonreír, y ella regresa a la manta y se sienta junto a mí.
—Henry.
—Dime.
—Me estás cambiando.
—Ya lo sé.
Me vuelvo para mirar a Clare y por un instante olvido que es joven, y que esto ha sucedido hace mucho tiempo; veo a Clare, a mi esposa, superpuesta en el rostro de esta jovencita, y no sé qué decirle a esta Clare que es mayor y joven, y distinta a las demás chicas, que sabe que esa diferencia puede resultar problemática. Sin embargo, Clare no parece esperar una respuesta. Se recuesta en mi brazo y yo la atraigo hacia mí.