Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—¡Clare!
En el silencio del prado se oye la voz del padre que la llama a gritos. Clare se levanta de un salto y agarra los zapatos y los calcetines.
—Es hora de ir a la iglesia —me dice, nerviosa de repente.
—De acuerdo. Humm... Adiós.
Me despido con un gesto de la mano, ella sonríe y me dice adiós en silencio. Luego corre por el sendero y desaparece. Me quedo echado tomando el sol durante un rato, cuestionándome la existencia de Dios y leyendo a Dorothy Sayers. Al cabo de una hora aproximadamente, yo también me marcho, y tan solo quedan una manta, un libro, unas tazas de café y unas prendas de ropa que testimonian nuestra presencia.
Sábado 21 de octubre de 1984
Clare tiene 13 años, y Henry 43
C
LARE
: Me despierto de repente. He oído un ruido: alguien pronuncia mi nombre. Me ha parecido que era Henry. Me incorporo en la cama, escucho. Oigo el viento y el graznido de los cuervos. ¿Y si es Henry? Salto de la cama y, sin zapatos, bajo corriendo las escaleras, salgo por la puerta trasera y me dirijo al prado. Hace frío, el viento corta y traspasa mi camisón. ¿Dónde está? Me detengo y miro; al fondo, junto al huerto, veo a mi padre y a Mark, con su indumentaria de caza naranja claro, y a un hombre a su lado. Están de pie, mirando algo, pero entonces me oyen y se vuelven; y me doy cuenta de que ese hombre es Henry. ¿Qué hace él con mi padre y Mark? Corro hacia ellos, con los pies lacerados por la hierba seca, y mi padre viene a mi encuentro.
—Corazón, ¿qué haces fuera tan temprano?
—Me ha parecido que alguien me llamaba.
Me sonríe, con una sonrisa que significa: «¡Qué alocada es esta chica!». Miro a Henry, para que me explique todo aquello. «¿Por qué me has llamado, Henry?», pienso, pero él hace un gesto de negación y se lleva un dedo a los labios. «Chitón, Clare. No hables.» Entra en el huerto, y quiero saber qué es lo que miran, pero ahí no hay nada, y mi padre dice:
—Vuelve a la cama, Clare. Solo ha sido un sueño.
Me rodea con sus brazos y empieza a caminar hacia la casa conmigo. Me doy la vuelta y miro a Henry, quien me saluda, sonriendo. «No pasa nada, Clare. Te lo explicaré luego» (aunque, conociendo a Henry, es probable que no me explique nada. Hará que yo lo adivine, o que los hechos hablen por sí solos uno de estos días). Le saludo, y compruebo si Mark lo ha visto, pero mi hermano está de espaldas, enfadado, y espera que me vaya para que él y mi padre puedan irse a cazar. Me pregunto qué hace ahí Henry, de qué están hablando. Me vuelvo otra vez para mirarlos, pero no veo a Henry, y mi padre dice:
—Venga, Clare. A la cama.
Me da un beso en la frente. Parece triste y echo a correr, corro hacia la casa, y luego subo las escaleras con sigilo, me siento en la cama, temblando; sigo sin comprender lo que ha ocurrido, pero sé que es algo malo, muy malo.
Lunes 2 de febrero de 1987
Clare tiene 15 años, y Henry 38
C
LARE
: Cuando regreso de la escuela a casa, Henry me está esperando en la sala de lectura. Le he arreglado una pequeña habitación junto al cuarto de la caldera, que está al otro lado del lugar en el que guardamos las bicicletas. He dicho a los de casa que me gusta leer en el sótano y, de hecho, paso mucho tiempo aquí; así que ya no les resulta extraño. Henry ha apoyado una silla bajo el pomo de la puerta. Llamo cuatro veces y me deja entrar. Se ha construido una especie de nido de almohadas, cojines y mantas, y ha estado leyendo viejas revistas bajo mi lámpara de escritorio. Lleva los tejanos viejos de mi padre y una camisa de franela a cuadros; se le ve cansado y va sin afeitar. Esta mañana le he dejado la puerta trasera abierta para que pudiera entrar, y aquí está.
Dejo en el suelo la bandeja de comida que le he traído.
—Podría bajarte unos libros.
—La verdad es que esto es fantástico.
Ha estado leyendo revistas
Mad
de los sesenta.
—Es indispensable para los viajeros del tiempo, que necesitan conocer toda clase de gacetillas, que te cuenten las noticias de un momento determinado —me dice con un ejemplar de
World Almanac
de 1968 en las manos.
Me siento a su lado sobre las mantas y lo miro para ver si me obligará a moverme. Me doy cuenta de que está considerándolo; por lo tanto, levanto las manos para que me las vea y me siento sobre ellas.
—Ponte cómoda —me dice Henry sonriendo.
—¿De dónde vienes?
—Del año 2001. Del mes de octubre.
—Pareces cansado. —Veo que se debate entre el impulso de contarme la causa de su cansancio y el de callar. Finalmente, vence lo segundo—. ¿En qué estamos metidos en 2001?
—Tenemos grandes proyectos. Tareas abrumadoras. —Henry empieza a comer el emparedado de rosbif que le he traído—. Oye, ¡qué bueno...!
—Lo ha preparado Nell.
Henry se ríe.
—Nunca entenderé cómo puedes crear unas esculturas enormes que soportan los embates de vientos huracanados, interpretar recetas para tintes, manufacturar kozo y hacer mil cosas más y, en cambio, no sepas arreglártelas en la cocina —me dice riendo—. Es sorprendente.
—Es un bloqueo mental. Una fobia.
—Es extrañísimo.
—Cuando entro en la cocina, oigo una vocecita qué me dice: «Márchate»; y eso es lo que hago.
—¿Comes bien? Se te ve delgada.
Yo, en cambio, me siento gorda.
—Sí que como. —Entonces me viene un pensamiento inquietante—. ¿Estoy muy gorda en 2001? A lo mejor por eso piensas que estoy demasiado delgada.
Henry sonríe por alguna broma que se me escapa.
—Bueno, estás un poco rellenita en la actualidad, en mi presente, pero ya pasará.
—Ecs.
—Estar rellenita es bueno. A ti te sienta muy bien.
—No, gracias.
Henry me mira, preocupado.
—No te preocupes, no soy anoréxica ni nada parecido. Quiero decir, que no hace falta que te preocupes.
—Bueno, como tu madre siempre daba la lata con el tema...
—¿Daba?
—Da.
—¿Por qué has dicho «daba»?
—Por nada en especial. Lucille se encuentra bien. No te preocupes.
Miente. Siento un espasmo en el estómago. Acurruco la cabeza entre las rodillas y cruzo los brazos.
H
ENRY
: No puedo creer que haya cometido un desliz verbal de esa magnitud. Acaricio el pelo de Clare, y deseo fervientemente poder regresar al presente durante tan solo un minuto, el suficiente para consultar con Clare, para descubrir lo que debía decirle, a los quince años, sobre la muerte de su madre. Todo esto me pasa porque no consigo dormir. Con unas cuantas horas de sueño habría pensado con mayor rapidez o, al menos, habría disimulado mejor mi lapsus. No obstante, Clare, que es la persona más honesta que conozco, es hipersensible incluso a las mentiras más piadosas, y ahora las únicas opciones de que dispongo son negarme a decir nada más, lo cual la sacará de quicio, mentir, algo que ella no aceptará, o decirle la verdad, que la entristecerá y complicará la relación con su madre. Clare se me queda mirando.
—Dímelo —me exige.
C
LARE
: Henry tiene una expresión sombría.
—No puedo, Clare.
—¿Por qué no?
—No es bueno saber las cosas antes de tiempo. Te fastidia la vida.
—Sí, pero no puedes dejarme así.
—No hay nada que decir.
Empiezo a sentir pánico de verdad.
—Se suicidó —aventuro, embargada por la incertidumbre. Esa es una de las cosas que más temo.
—No, qué va. No, no. De ninguna manera.
Me quedo mirándolo fijamente.
Henry tiene una expresión compungida. No logro adivinar si me está diciendo la verdad. ¡Ojalá pudiera leerle el pensamiento! ¡La vida sería tan fácil! Mamá... ¡Oh, mamá!
H
ENRY
: Es espantoso. No puedo dejar a Clare así.
—Cáncer de ovarios —le digo bajito.
—Gracias a Dios —comenta ella, y se pone a llorar.
Viernes 5 de junio de 1987
Clare tiene 16 años, y Henry 32
C
LARE
: Llevo todo el día esperando a Henry. Estoy nerviosísima. Ayer me saqué el carnet de conducir, y mi padre me dijo que podía llevarme el Fiat a la fiesta de Ruth esta noche. A mi madre no le gusta nada la idea, pero como mi padre ya me ha dicho que sí, no puede hacer nada para impedirlo. Los oigo discutir en la biblioteca después de cenar.
—Hubieras podido preguntármelo antes...
—Me ha parecido que no tenía importancia, Lucy...
Cojo mi libro y me marcho al prado. Me echo sobre la hierba. El sol empieza a ponerse. Hace frío aquí fuera, y la hierba está plagada de pequeñas polillas blancas. El cielo vira hacia un rosado naranja tras los árboles que dan hacia el oeste, y el azul intenso traza su arco sobre mí. Estoy a punto de regresar a la casa para coger un jersey cuando oigo que alguien camina por la hierba. No hay duda, tiene que ser Henry. Penetra en el claro y se sienta sobre la roca. Lo espío desde la vegetación. Parece bastante joven, quizá tenga treinta y pocos años. Lleva una camiseta negra y lisa, unos tejanos y unas zapatillas deportivas abotinadas. Está sentado en silencio, aguardando. Para mí, sin embargo, no cabe la espera, y aparezco ante él de un brinco, asustándolo.
—¡Por el amor de Dios, Clare! ¿Acaso quieres que a este vejete le dé un ataque al corazón?
—No eres un vejete.
Henry sonríe. Siempre dice estupideces sobre su edad.
—Dame un beso —le pido, y él me besa.
—¿A santo de qué?
—¡Me he sacado el carnet de conducir!
Henry parece alarmado.
—¡Oh, no! Quiero decir... Felicidades.
Le sonrío; nada de lo que pueda decirme borrará mi buen humor.
—Lo que pasa es que estás celoso.
—De hecho, sí. Me encanta conducir, pero nunca me pongo al volante.
—¿Y eso por qué?
—Es demasiado peligroso.
—¡Gallina!
—Para los demás, claro. Imagínate lo que sucedería si estuviera conduciendo y desapareciera. El coche seguiría moviéndose y ¡patapuummm! Dejaría un reguero de sangre y muertes a mi espalda. No es una visión muy agradable que digamos.
Me siento en la roca junto a Henry, y él se aleja de mí. Ignoro su gesto.
—Esta noche voy a una fiesta a casa de Ruth, ¿quieres venir?
Enarca una ceja. Por lo general eso significa que va a pronunciar una cita de un libro del cual jamás he oído hablar o que me instruirá sobre algún tema en concreto. Sin embargo se limita a decirme:
—Pero, Clare... Eso implicaría conocer a una buena parte de tus amigos.
—¿Y qué? Estoy cansada de tantos secretos.
—Veamos. Tú tienes dieciséis años y yo treinta y dos. Te doblo la edad. Estoy seguro de que nadie se daría cuenta, y que tus padres jamás se enterarían del asunto.
Suspiro.
—En fin, yo tengo que asistir a la fiesta. Ven y quédate en el coche. No estaré mucho tiempo dentro, y luego podemos ir a cualquier otra parte.
H
ENRY
: Aparcamos a una manzana de distancia de casa de Ruth. Oigo la música desde aquí; suena
Once In A Life time
, de Talking Heads. En realidad me apetece ir con Clare, pero no sería prudente. Ella sale del coche de un salto, me dice: «¡Quédate aquí!», como si yo fuera un perrazo desobediente, y se aleja tambaleándose con sus tacones y su falda corta hacia el domicilio de Ruth. Me arrellano en el asiento y espero.
C
LARE
: Tan pronto entro por la puerta me doy cuenta de que esta fiesta es una equivocación. Los padres de Ruth estarán toda la semana en San Francisco; es decir, que al menos mi amiga gozará de cierto margen de tiempo para arreglarlo todo, limpiar la casa y dar las oportunas explicaciones, pero me alegro de que no se trate de mi casa. El hermano mayor de Ruth, Jake, también ha invitado a sus amigos, y en total hay aproximadamente unas cien personas, todas ellas borrachas. Hay más chicos que chicas, y desearía haber venido con pantalones y zapato plano, pero ya es demasiado tarde para remediarlo. Cuando entro en la cocina a por un refresco, alguien dice a mis espaldas:
—¡Cuidado con la señorita Mirad Pero No Toquéis! —exclama el sujeto, acompañando la frase de un sonido obsceno, como si se relamiera. Me vuelvo y veo al chico a quien llamamos Caralagarto (a causa de su acné) mirándome con lascivia—. Bonito vestido, Clare.
—Gracias, pero no es para que tú lo disfrutes, Caralagarto.
—Oye, jovencita, eso que me has llamado no es muy agradable que digamos —protesta, siguiéndome hasta la cocina—. A fin de cuentas, lo que he hecho es intentar expresar lo mucho que valoro tu atuendo extremadamente atractivo, y lo único que se te ocurre es insultarme...
No para de hablar. Finalmente escapo; agarro a Helen y la utilizo de escudo humano para salir de la cocina.
—Esto es una mierda —dice Helen—. ¿Dónde está Ruth?
Ruth se ha escondido con Laura arriba, en su dormitorio. Están fumando un porro a oscuras y observando por la ventana a un puñado de amigos de Jake que se están bañando en cueros en la piscina.
No tardamos en acomodarnos frente a la ventana para presenciar la escena con ojos desorbitados.
—Mmmm —exclama Helen—. Hay algunos que me gustan.
—¿Cuál de ellos? —le pregunta Ruth.
—El chico del trampolín.
—Ooooh...
—Fijaos en Ron —interviene Laura.
—¿Ese es Ron? —pregunta Ruth entre risitas.
—Uauu. Bueno, supongo que cualquiera estaría más favorecido sin la camiseta de Metallica y la repugnante cazadora de cuero —comenta Helen—. Oye, Clare. Estás calladísima.
—¿Eh? Sí..., supongo que sí —digo con un hilo de voz.
—Mírate. ¡Pero si te ciega la lujuria! Estoy avergonzada de ti. ¿Cómo has podido llegar a este estado? —me dice riendo—. Ahora en serio, Clare, ¿por qué no acabas con esta situación de una vez por todas?
—No puedo —le digo, sintiéndome muy desgraciada.
—Claro que puedes. Solo tienes que bajar y gritar: «¡Quiero follar!», y cincuenta tíos saldrán diciendo: «¡Conmigo, conmigo!».
—No lo entiendes. No quiero... No se trata de eso...
—Ella quiere que sea alguien especial —dice Ruth sin apartar los ojos de la piscina.
—¿Quién? —pregunta Helen.
Me encojo de hombros.