Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
En realidad, se diría que Sharon ha estado llorando, porque tiene los ojos hinchados.
—Bueno, es que estoy embarazada. Así que...
—Eso no quiere decir necesariamente que...
—Eso es precisamente lo que implica, si eres católica.
Sharon suspira, y se arrellana en el sillón. La verdad es que conozco a varias chicas católicas que se han sometido a abortos y no las ha partido ningún rayo divino, pero por lo que veo Sharon es partidaria de una fe menos acomodaticia.
—En fin, felicidades. Por cierto, ¿cuándo...?
—El 11 de enero. —Al ver mi sorpresa, no obstante, rectifica—. Ah, ¿te refieres al bebé? En abril —precisa, haciendo una mueca—. Espero que sea después de las vacaciones de primavera, de otro modo no sé cómo me las arreglaré para... Claro que eso ahora no es que importe demasiado...
—¿En qué vas a especializarte?
—En medicina. Mis padres están furiosos. Me presionan para que dé a la criatura en adopción.
—¿No les gusta Mark?
—Ni siquiera conocen a Mark. No se trata de eso; tienen miedo de que no vaya a la facultad de medicina y sus sacrificios hayan sido en vano.
La puerta principal se abre y por ella aparecen los esquiadores que vienen de regreso. Una corriente de aire frío se abre paso por la sala de estar y sopla sobre nosotros. Es agradable; me doy cuenta de que sentado tan cerca del fuego me estoy rustiendo como el pavo de Nell.
—¿A qué hora es la cena? —le pregunto a Sharon.
—A las siete, pero anoche tomamos primero un aperitivo en la sala. Mark acababa de contárselo a sus padres, y la verdad, no me recibieron precisamente con los brazos abiertos. Lo cierto es que fueron muy correctos; pero es curioso constatar cómo las personas pueden ser agradables y mezquinas al mismo tiempo. Es como si me hubiera quedado embarazada por mi cuenta y riesgo y Mark no tuviera nada que ver con el tema...
Me siento aliviado cuando regresa Clare. Lleva una extraña gorra verde y picuda con una enorme borla colgando y un horrible jersey de esquiar amarillo sobre unos téjanos azules. Está ruborizada por el frío y entra sonriendo. Tiene el pelo mojado. Cuando la veo caminar pletórica por la enorme alfombra persa en calcetines y acercarse a mí comprendo, que pertenece a este lugar, que no es una aberración, sino que sencillamente ha elegido otra clase de vida, y eso me alegra. Me levanto y ella me abraza; y entonces se vuelve rápidamente hacia Sharon y exclama:
—¡Acabo de enterarme! ¡Felicidades!
Clare besa a Sharon, quien me mira por encima de su hombro, sorprendida pero sonriente. Más tarde Sharon me dice:
—Creo que tú te llevas a la única que vale la pena.
Niego con la cabeza, pero ya sé a lo que se refiere.
C
LARE
: Falta una hora para cenar y nadie se dará cuenta si nos marchamos.
—Ven —le digo a Henry—. Salgamos fuera.
—¿Es necesario? —se queja Henry.
—Quiero enseñarte una cosa.
Nos ponemos los abrigos, las botas, los sombreros y los guantes y atravesamos a pisotones la casa hasta salir por la puerta trasera. El cielo es de un azul ultramarino y está despejado. La nieve del prado le devuelve un reflejo más pálido, y los dos tonos de azul se funden en la oscura línea de árboles que marca el inicio del bosque. Es demasiado pronto para ver las estrellas, pero un avión parpadea en su ruta por el espacio. Imagino que la casa debe de verse como un diminuto punto de luz desde el aire, como si fuera una estrella.
—Por aquí.
El sendero que conduce al claro está cubierto por quince centímetros de nieve. Pienso en todas las veces que he hollado la nieve sobre huellas de pies desnudos para que nadie pudiera ver el rastro que partía desde el sendero y moría en la casa. Ahora hay pisadas de alces, y las marcas que ha dejado un perro enorme.
Los rastrojos de las plantas muertas bajo la nieve, el viento, el sonido de nuestras botas. El calvero es un suave cáliz de nieve azulada; la roca es una isla coronada por un montículo en forma de seta.
—Es esto.
Henry se detiene, con las manos en los bolsillos del abrigo. Gira sobre sus talones para observar el enclave.
—Así que es esto —repite Henry.
Le escruto el rostro a la búsqueda de alguna señal de reconocimiento. Nada.
—¿No tienes una sensación de
déjà vu?
Henry suspira.
—Mi vida entera es un larguísimo
déjà vu.
Nos volvemos y regresamos a la casa caminando sobre nuestras propias huellas.
Más tarde
He advertido a Henry de que en Nochebuena nos arreglamos para cenar, y cuando me lo encuentro en el pasillo está resplandeciente: con el traje negro, la camisa blanca y la corbata marrón, pinzada con una aguja de madreperla.
—¡Madre mía! ¡Pero si les has sacado brillo a los zapatos!
—Cierto. Patético, ¿verdad?
—Estás guapísimo; tienes todo el aspecto de un joven apuesto y elegante.
—Cuando, de hecho, soy el Bibliotecario Punk Deluxe. Padres: alerta roja.
—Te adorarán.
—Soy yo quien te adora. Ven aquí.
Henry y yo nos quedamos de pie ante el espejo de cuerpo entero que hay en lo alto de las escaleras, admirando nuestras figuras. Yo llevo un vestido sin tirantes de seda color verde pálido que perteneció a mi abuela. Tengo una fotografía en la que aparece ella vistiendo ese vestido durante la Nochebuena de 1941. Está riendo. Sus labios son oscuros por el carmín, y sostiene un cigarrillo en la mano. El hombre que aparece en la fotografía es su hermano Teddy, al que mataron en Francia. También se ríe. Henry me pasa la mano por la cintura y se muestra sorprendido por las ballenas y el corsé que palpa bajo la seda. Le hablo de la abuela.
—Ella era más menuda que yo. Solo me duele cuando me siento; los extremos de las varillas de acero se me clavan en las caderas.
Henry me besa el cuello y entonces alguien tose y nos separamos de un salto. Mark y Sharon están de pie en la puerta del dormitorio de Mark, puesto que mis padres han coincidido a su pesar en que no tiene ningún sentido que no lo compartan.
—Ya basta, muchachos —dice Mark con voz de maestrilla ofendida—. ¿Acaso no habéis aprendido nada del penoso ejemplo de vuestros mayores?
—Sí —contesta Henry—. Ve preparado.
Esgrimiendo una sonrisa, se da unos golpecillos en el bolsillo de los pantalones (que, en realidad, está vacío) y bajamos corriendo por las escaleras mientras Sharon estalla en risitas nerviosas.
Todos llevan ya unas cuantas copas cuando llegamos a la sala de estar. Alicia me hace nuestra señal particular con la mano que significa: «Vigila a mamá. Está fatal». Mi madre está sentada en el sofá y parece inofensiva, con el pelo recogido en un moño alto, sus perlas y el vestido de terciopelo melocotón con las mangas de lacitos. Parece complacida de que Mark se le acerque y se siente junto a ella, se ríe cuando le dedica un chiste y, por un instante, me pregunto si Alicia no se habrá equivocado. Entonces veo el modo en que mi padre la está mirando, y me doy cuenta de que debe de haber dicho algo horrible justo antes de entrar nosotros. Mi padre está de pie junto al carrito de las bebidas y se vuelve hacia mí, aliviado, para servirme una Coca-Cola y darle a Mark una cerveza y un vaso. Pregunta a Sharon y a Henry qué van a tomar. Sharon pide La Croix y Henry, tras pensárselo unos segundos, pide un whisky con agua. Mi padre mezcla las bebidas con mano diestra, y no puede evitar sorprenderse cuando Henry se echa el escocés cuello abajo sin aparente esfuerzo.
—¿Otro?
—No, gracias.
A estas alturas ya sé que a Henry le gustaría coger la botella y un vaso y enroscarse en la cama con un libro, y que se niega a beber otro whisky porque entonces no tendría ningún reparo en pedir un tercero y un cuarto. Sharon se mueve alrededor de Henry, y yo los abandono y cruzo la sala para ir a sentarme junto a la tía Dulcie, bajo la ventana.
—Niña mía, ¡qué guapa estás!... No había visto este vestido desde que Elizabeth lo llevó en la fiesta que los Licht dieron en el Planetario.
Alicia se une a nosotras; lleva un jersey azul marino de cuello alto, con un diminuto agujero en el punto donde la manga se une al cuerpo, y una vieja falda escocesa deshilachada, con unas medias de lana que le hacen bolsas en los tobillos, como las de una anciana. Sé que lo hace para molestar a mi padre, pero aun así...
—¿Qué le sucede a mamá? —le pregunto.
Alicia se encoge de hombros.
—Está cabreada con Sharon.
—¿Qué pasa con Sharon? —pregunta Dulcie, leyendo nuestros labios—. Me parece una chica muy agradable. Más agradable que Mark, si queréis saber mi opinión.
—Está embarazada —le digo a Dulcie—. Van a casarse. Mamá piensa que es escoria blanca porque es la primera persona de su familia que pisa una universidad.
Dulcie me lanza una mirada áspera; ella sabe que yo también lo sé.
—Lucille, más que nadie en el mundo, debería ser un poco comprensiva con esa chica.
Alicia está a punto de preguntarle a Dulcie a qué se refiere cuando suena la campanilla que anuncia la cena y nos levantamos, pavlovianas, para dirigirnos en fila hacia el comedor. Me da tiempo a susurrarle a Alicia:
—¿Está borracha?
—Creo que ha estado bebiendo en su dormitorio antes de bajar a cenar —me contesta bajito Alicia.
Le aprieto la mano y Henry se acerca a nosotras. Entramos en el comedor y ocupamos nuestros lugares: mis padres sentados a cada uno de los extremos de la mesa; Dulcie, Sharon y Mark a un lado, con Mark junto a mi madre; Alicia, Henry y yo en el otro, con Alicia al lado de mi padre. La sala está llena de velas y florecillas que flotan en cuencos de cristal tallado. Etta ha vestido la mesa con el mantel bordado de la abuela que cosieron las monjas de Provenza y ha puesto el servicio de plata y porcelana. En definitiva, estamos en Nochebuena, y esta Nochebuena es exacta a todas las que recuerdo, salvo por el hecho de que Henry se encuentra junto a mí, inclinando obediente la cabeza mientras mi padre bendice la mesa.
—Padre Nuestro, que estás en los cielos: en esta noche sagrada te damos las gracias por tu misericordia y tu generosidad, por que nos procures otro año de salud y felicidad, por el consuelo de la familia y por los nuevos amigos. Te agradecemos que enviaras a tu Hijo para que nos guiara y redimiera bajo la forma de un niño indefenso, y te damos las gracias también por el bebé que Mark y Sharon traerán a la familia. Te rogamos que nos ilumines para que amemos más a los demás y seamos más pacientes con ellos. Amén.
«Oh, no —pienso—. Ahora sí que la ha hecho buena.» Echo un vistazo a mi madre y veo que le hierve la sangre. Es imposible adivinarlo, si no se la conoce: está muy quieta y contempla fijamente su plato. En ese momento se abre la puerta de la cocina, entra Etta con la sopa y coloca un pequeño cuenco delante de cada uno de nosotros. Mi mirada se cruza con la de Mark; él inclina ligeramente la cabeza en dirección a nuestra madre enarcando las cejas, y yo asiento casi de modo imperceptible. Mark le pregunta algo sobre la cosecha de manzanas de ese año y ella le responde. Alicia y yo nos relajamos un poco. Sharon me está mirando y yo le guiño un ojo. La sopa es de castañas y nabos, lo cual parece un disparate hasta que pruebas la de Nell.
—Uauuu —exclama Henry, y todos reímos y nos terminamos la sopa.
Etta se lleva luego los cuencos y Nell trae el pavo. Es dorado, humeante, enorme, y todos aplaudimos con entusiasmo, como hacemos cada año. Nell sonríe de oreja a oreja y dice, como cada año:
—Muy bien, pues.
—Oh, Nell. Es absolutamente perfecto —interviene mi madre con lágrimas en los ojos.
Nell le dirige una mirada áspera y luego mira a mi padre.
—Gracias, señorita Lucille.
Etta nos sirve el relleno: zanahorias glaseadas, puré de patatas y crema de limón; le pasamos los platos a mi padre, que los inunda con una montaña de pavo. Observo a Henry mientras da el primer mordisco al pavo de Nell: acusa la sorpresa que se transforma en adoración.
—Acabo de tener una visión de mi futuro —anuncia, y yo no puedo evitar ponerme rígida—. Voy a abandonar mi oficio de bibliotecario y vendré a vivir a vuestra cocina para rendir pleitesía a Nell; o igual me caso con ella.
—Has llegado demasiado tarde —dice Mark—. Nell ya está casada.
—Bueno, pues entonces tendré que decantarme por rendirle pleitesía. ¿Cómo es que no pesáis todos ciento treinta kilos?
—Yo estoy en ello —interviene mi padre, dándose golpecitos en la panza.
—Yo pesaré ciento treinta kilos cuando sea vieja y no tenga que arrastrar mi chelo a todas partes —le dice Alicia a Henry—. Viviré en París y no comeré nada que no sea chocolate; además fumaré puros, me inyectaré heroína y solo escucharé a Jimi Hendrix y The Doors. ¿Verdad que sí, mamá?
—Yo iré contigo —dice su madre con grandilocuencia—; pero preferiría escuchar a Johnny Mathis.
—Si te inyectas heroína, no tendrás demasiado apetito —informa Henry a Alicia, quien lo contempla con una expresión especulativa—. Vale más que pruebes con la marihuana.
Mi padre frunce el ceño. Mark cambia de tema.
—He oído en la radio que van a caer veinte centímetros de nieve esta noche.
—¡Veinte! —exclamamos todos a coro.
—
I'm dreaming of a white Christmas...
—se aventura a cantar Sharon sin convicción.
—Espero que no nos caiga encima mientras estamos en la iglesia —dice Alicia de mal humor—. Tengo tanto sueño después de misa...
Charlamos sobre los temporales de nieve que hemos vivido. Dulcie nos cuenta que quedó atrapada en la gran nevada de 1967, en Chicago.
—Tuve que abandonar el coche en el paseo de la Ribera del Lago y hacer todo el camino a pie desde Adams hasta Belmont.
—Yo también quedé atrapado en esa tempestad —dice Henry—. Casi me congelo; pero terminé en la rectoría de la Cuarta Iglesia Presbiteriana que hay en la avenida Michigan.
—¿Cuántos años tenías? —pregunta mi padre.
Henry titubea y responde:
—Tres. —Me mira y me doy cuenta de que se refiere a una experiencia que tuvo viajando a través del tiempo; y entonces añade—: Iba con mi padre.
Resulta tan evidente que está mintiendo..., pero nadie parece darse cuenta. Etta entra, retira los platos y pone el servicio de postre. Tras un ligero retraso, Nell regresa con un pudin de ciruela flambeándose.