Read La mujer del viajero en el tiempo Online
Authors: Audrey Niffenegger
—Clare.
—¿Qué?
—¿Recuerdas la primera vez que te besé?
—De un modo muy vivido.
—Lo siento —se disculpa, y se da la vuelta.
Me pica muchísimo la curiosidad.
—¿Qué es lo que te alteraba tanto? Intentabas hacer algo que no salió bien, y dijiste que a mí no me gustaría. ¿Qué era?
—¿Cómo consigues recordar todas esas cosas?
—Porque soy la genuina niña elefante. ¿Me lo vas a contar ahora?
—No.
—Si lo adivino, ¿me dirás si tengo razón?
—Probablemente no.
—¿Por qué no?
—Porque estoy agotado, y no quiero pelearme esta noche.
Yo tampoco quiero pelearme. Me gusta estar echada en el suelo. Está algo frío, pero es muy sólido.
—Fuiste a que te practicaran una vasectomía.
Henry se queda en silencio. Se queda tan callado durante tanto tiempo que me entran ganas de acercarle un espejo a la boca para comprobar si todavía respira. Al final, me dice:
—¿Cómo lo has sabido?
—En realidad no lo sabía, pero temía que se tratara de eso. Además, vi la nota que escribiste, en la que apuntabas la cita que tenías con el médico esta mañana.
—¡Pero si quemé esa nota!
—Vi la impresión que dejó sobre la página de debajo.
Henry gruñe.
—Muy bien, Sherlock. Me has atrapado.
Seguimos echados tranquilamente en la oscuridad.
—Adelante.
—¿Qué?
—Pues ve a que te practiquen la vasectomía, si crees que debes hacerlo.
Henry vuelve a darse la vuelta y me mira. Lo único que veo es su cabeza oscura recortada contra el techo en sombras.
—No me estás gritando.
—No. Yo tampoco puedo más. Me rindo. Tú ganas, dejaremos de intentar tener un bebé.
—Yo no describiría exactamente la situación como que yo gano; pero me parece... necesario.
—Como quieras.
Henry salta de la cama y se recuesta sobre el suelo, a mi lado.
—Gracias.
—De nada.
Me besa. Imagino el gris y deprimente día de noviembre de 1986, del que Henry acaba de regresar, el viento, la calidez de su cuerpo en el frío huerto. Al cabo de unos instantes, por primera vez en muchos meses, hacemos el amor sin preocuparnos de las consecuencias. Henry se ha contagiado del resfriado que tuve hace dieciséis años. Cuatro semanas después Henry se somete a una vasectomía y yo descubro que estoy embarazada por sexta vez.
Septiembre de 2000
Clare tiene 29 años
C
LARE
: Sueño que estoy bajando las escaleras del sótano de la casa de la abuela Abshire. La larga huella de hollín del día que cayó un cuervo por la chimenea todavía sigue en la pared izquierda; los escalones están polvorientos y la barandilla me deja marcas grises en la mano al afianzarme en ella; bajo y entro en el cuarto que siempre me asustó de pequeña. Hay estantes hondos con hileras y más hileras de latas, tomates y pepinillos, guarnición de maíz y remolacha. Parecen embalsamados. En uno de los tarros veo el pequeño feto de un pato. Lo abro con cuidado y vierto el canetón y el fluido sobre mi mano. El animalillo boquea y hace arcadas.
—¿Por qué me dejaste? —pregunta, cuando consigue hablar—. Te he estado esperando.
Sueño que mi madre y yo estamos paseando por una tranquila calle residencial de South Haven. Yo llevo un bebé en brazos. Pero a medida que caminamos la criatura se vuelve más pesada, hasta que apenas puedo sostenerla. Me vuelvo hacia mi madre y le digo que no puedo llevar más al bebé en brazos; ella lo coge sin problemas y seguimos andando. Llegamos a una casa y recorremos el caminito de entrada hasta alcanzar el jardincillo trasero, donde han instalado dos pantallas y un proyector de diapositivas. La gente está sentada en sillas de linón, admirando diapositivas de árboles. Cada pantalla refleja la mitad de un árbol. En una de ellas es verano y en la otra invierno; representan el mismo árbol en distintas estaciones del año. El bebé ríe y chilla de alegría.
Sueño que estoy de pie en el andén del metro, en Sedgewick, esperando el de la línea marrón. Llevo dos bolsas de la compra, que tras inspeccionarlas resulta que contienen cajas de galletitas crujientes saladas y un bebé diminuto, todavía por nacer, con el pelo rojizo, envuelto en papel transparente.
Sueño que me encuentro en casa, en mi antiguo dormitorio. Es de noche, tarde, y la habitación está iluminada por la tenue luz del acuario. De repente me doy cuenta, horrorizada, de que hay un animalillo nadando y dando vueltas por el tanque; quito la tapa con premura y pesco al animal, que resulta ser un jerbo con branquias.
—Lo siento muchísimo —le digo—. Me olvidé de ti. —El jerbo se limita a mirarme con aire de reproche.
Sueño que estoy subiendo las escaleras de Casa Alondra del Prado. Los muebles han desaparecido, las habitaciones están vacías y el polvo flota bajo la luz del sol, que crea estanques dorados sobre los suelos de roble pulidos. Recorro el largo pasillo, echando un vistazo a los dormitorios, hasta que llego a mi cuarto, donde tan solo hay una cunita de madera. No se oye sonido alguno. Me da miedo mirar dentro de la cuna. En el dormitorio de mi madre hay unas sábanas blancas tendidas en el suelo. Junto a mis pies veo una gotita de sangre, que toca la punta de una sábana y se propaga bajo mi mirada hasta que todo el suelo queda cubierto de sangre.
Sábado 23 de septiembre de 2000
Clare tiene 29 años, y Henry 37
C
LARE
: Vivo bajo el agua. Todo parece lento y distante. Sé que ahí arriba hay otro mundo, un mundo rápido e iluminado por el sol, donde el tiempo corre como la arena seca dentro de un reloj, pero aquí abajo, donde me encuentro, el aire, el sonido, el tiempo y las sensaciones son espesos y densos. Estoy en una campana de inmersión con este bebé, los dos solos, intentando sobrevivir en esta atmósfera extraña, pero me siento muy sola.
—Hola, ¿estás ahí? —No recibo ninguna respuesta—. Está muerto —le digo a Amit.
—No —me contesta ella, sonriendo angustiada—. No, Clare, ¿lo ves? Ahí está su corazón.
No logro explicármelo. Henry da vueltas a mi alrededor intentando alimentarme, masajearme, animarme, hasta que le doy un bofetón. Cruzo el patio y me meto en el estudio. Es como un museo, un mausoleo, tan quieto, sin nada que viva ni respire, no hay ideas, solo cosas, objetos que me contemplan fijamente con aire acusador.
—Lo siento —le digo a mi mesa de dibujo, inexpresiva y vacía, a mis cubas y moldes secos, a las esculturas a medio hacer.
«No nacido», pienso, mirando el armazón envuelto en papel azul iris que tan prometedor parecía en junio. Mis manos están limpias, suaves y rosadas. Las odio. Odio esta vacuidad. Odio este bebé. ¡No! No lo odio. Es solo que no consigo encontrarlo.
Me siento frente al tablero de dibujo con un lápiz en la mano y una hoja de papel blanco. No me sale nada. Cierro los ojos y en lo único que logro pensar es en el rojo. Por lo tanto, cojo un tubo de acuarela, un rojo cadmio oscuro, y un pincel grande, de abundantes cerdas, lleno una jarra con agua y empiezo a cubrir el papel de rojo. Un rojo que brilla. El papel se arruga por la humedad, y se oscurece a medida que se seca. Observo el secado. Huele a goma arábiga. En medio del papel, muy pequeñito, en tinta negra, dibujo un corazón, no un estúpido corazón del día de San Valentín, sino un corazón anatómicamente correcto, pequeñito, como de muñeca, y luego venas, delicados mapas de rutas venosas, que trepan hasta los bordes del papel, el cual sostiene el corazoncito, enredado como una mosca en una tela de araña. «¿Lo ves? Ahí está su corazón.»
Se ha hecho de noche. Vacío la jarra de agua y lavo el pincel. Cierro con llave la puerta del estudio, cruzo el jardincillo y entro por la puerta trasera. Henry está preparando la salsa de los espaguetis. Levanta los ojos cuando entro.
—¿Mejor? —me pregunta.
—Mejor —le aseguro a él y a mí misma.
Miércoles 21 de septiembre de 2000
Clare tiene 29 años
C
LARE
: Está echado en la cama. Hay un poco de sangre, pero no mucha. Está de espaldas, intentando respirar, su diminuto costillar tiembla, pero es demasiado pronto, se convulsiona, y la sangre fluye del cordón al mismo ritmo que los latidos de su corazón. Me arrodillo junto a la cama y lo recojo, recojo a mi niño chiquitito, que se sacude como un pececito recién pescado, que se ahoga en el aire. Lo sostengo, con suavidad, pero él no sabe que estoy aquí, cogiéndolo; es resbaladizo, y su piel, casi imaginaria. Tiene los ojos cerrados y pienso desesperada en hacerle la respiración boca a boca, en el 061 y en Henry, «¡oh, no te vayas antes de que Henry pueda verte!», pero su aliento burbujea con fluidos, esa pequeña criatura marina que respira agua, y luego abre la boca, y puedo ver a través de ella. Mis manos están vacías, se ha ido, se ha marchado.
No sé cuánto, pero pasa mucho tiempo. Estoy arrodillada. Rezo arrodillada:
—Dios mío querido. Dios mío querido. Dios mío querido.
El bebé se mueve en mi útero. «Calla. Escóndete.»
Me despierto en el hospital. Henry está conmigo. El bebé ha muerto.
Jueves 28 de diciembre de 2000
Henry tiene 33 y 37 años, y Clare 29
H
ENRY
: Estoy de pie en nuestro dormitorio, en el futuro. Es de noche, pero la luz de la luna confiere a la estancia una nitidez monocromática, surreal. Noto como un timbre en los oídos, como suele ocurrirme en el futuro. Bajo la mirada y veo a Clare y me veo a mí, dormidos. Se percibe la muerte. Yo estoy durmiendo como una pelota encerrada en sí misma, con las rodillas en el pecho, retorcido bajo las mantas, con la boca ligeramente abierta. Quiero tocar a mi otro yo. Quiero sostenerlo en mis brazos, mirarle a los ojos. Sin embargo, eso no sucederá; sigo en pie durante mucho rato, contemplando fijamente a mi futuro yo dormido. Al final, camino con sigilo hacia el lado de Clare y me arrodillo. La escena tiene visos de una tremenda actualidad. Me fuerzo a olvidar el otro cuerpo que yace en la cama, a concentrarme en Clare.
Ella se mueve y abre los ojos. No está segura de dónde estamos. Yo tampoco.
Me embarga el deseo, el anhelo de sentirme unido del todo a Clare, de disfrutar del presente. La beso con dulzura, demorándome, sin pensar en nada. Está borracha de sueño, acerca su mano a mi rostro y se despierta un poco al sentir la solidez de mi persona. Ahora es ella quien regresa al presente; recorre mi brazo con su mano, una caricia. Aparto la sábana con cuidado, para no molestar a mi otro yo, de quien Clare todavía no es consciente. Me pregunto si este otro yo es inmune al despertar, pero decido no averiguarlo. Me echo sobre Clare, cubriéndola del todo con mi cuerpo. Me gustaría impedir que volviera la cabeza, pero lo hará en cualquier momento. Mientras penetro a Clare, ella me mira, y entonces pienso que no existo, y un segundo después vuelve la cabeza y me ve. Profiere un grito, ahogado, y vuelve a mirarme a mí, encima de ella, dentro de ella. Entonces recuerda, lo acepta, «todo esto es muy raro, pero no pasa nada», y en ese momento la amo más que a nada en mi vida.
Lunes 12 de febrero de 2001
Henry tiene 37 años, y Clare 29
H
ENRY
: Clare está muy rara desde hace una semana. La noto distraída. Es como si algo que solo ella puede oír hubiera captado su atención, como si fuera la destinataria de ciertas revelaciones de Dios en sus entrañas o intentara descodificar mentalmente transmisiones vía satélite de criptología rusa. Cuando le pregunto qué le pasa, se limita a sonreír y encogerse de hombros. Es tan poco típico de Clare que me alarmo, y desisto de inmediato.
Una noche en que regreso a casa del trabajo siento solo con mirarla que algo horrible ha sucedido. Su expresión es de temor y súplica. Se acerca a mí y se detiene, sin decir nada. Pienso que alguien debe de haber muerto. ¿Quién ha fallecido? ¿Mi padre? ¿Kimy? ¿Philip?
—Di algo —le pido—. ¿Qué ha ocurrido?
—Estoy embarazada.
—¿Cómo es posible...? —En el mismo momento en que pronuncio estas palabras, sé exactamente cómo—. No importa, ya me acuerdo.
Para mí esa noche transcurrió hace años, pero para Clare tan solo hace unas semanas. Yo venía de 1996, cuando intentábamos concebir desesperadamente, y Clare apenas estaba despierta. Me culpo por haber actuado como un loco insensato. Clare está esperando mis palabras. Me obligo a sonreír.
—¡Sorpresa!
—Sí. —Parece algo lagrimosa. La cojo entre mis brazos y ella me abraza con fuerza.
—¿Asustada? —murmuro entre su pelo.
—Sí.
—Antes no tenías miedo.
—Antes estaba loca. Ahora ya sé...
—Lo que es.
—Lo que puede ocurrir.
Permanecemos en la misma posición, pensando en lo que podría suceder. Titubeo.
—Podríamos...—dejo caer.
—No. No puedo.
Es cierto. Clare no puede. Una nace y muere católica.
—Quizá todo vaya bien. Será un feliz accidente.
Clare sonríe, y me doy cuenta de que lo desea, que en realidad espera que el siete sea nuestro número de la suerte. Siento un nudo en la garganta, y tengo que volverme.
Martes 20 de febrero de 2001
Clare tiene 29 años, y Henry 37
C
LARE
: La radio despertador suena a las 7.46 y la Radio Pública Nacional me cuenta con tristeza que ha habido un accidente aéreo en algún lugar y que ochenta y seis personas han muerto. Estoy segurísima de que soy una de ellas. El espacio de Henry en la cama está vacío. Cierro los ojos y siento que estoy en una pequeña litera de un camarote, en un crucero, surcando mares embravecidos. Suspiro y salto alegremente de la cama y me dirijo al baño. Al cabo de diez minutos, cuando Henry asoma la cabeza por la puerta y me pregunta si me encuentro bien, todavía estoy vomitando.
—Fantástica. Mejor que nunca.
Se sienta en el borde de la bañera. De todos modos, preferiría no tener público en momentos como este.
—¿Hay motivo de alarma? Antes jamás vomitabas.
—Amit dice que es buena señal; se supone que tengo que vomitar.
La vomitona tiene que ver con el hecho de que mi cuerpo reconoce al bebé como parte de mí misma, en lugar de considerarlo un cuerpo extraño. Amit me ha recetado un medicamento que dan a los que acaban de sufrir un transplante de órganos.