Al cabo de unos meses trascendió que aquel arrugado anciano había estado en lo cierto, porque las siembras de café caturra resultaron estériles y en esa agotada tierra se erigieron en cambio improductivas cortinas rompevientos.
—¿Puede que sea falible la vanguardia lúcida? —preguntó Carmela a Ignacio en voz baja.
—La vanguardia lúcida está compuesta por hombres, no por dioses. Tiene en su favor que sabe adonde quiere ir y como debe ir. Eso no significa que no aparezcan piedras en el camino. Ahí es donde hay que poner la creatividad y la investigación.
Faltar al trabajo voluntario era tan grave como una traición política. Por eso había que pagar cada ausencia con horas extras. Una mañana Carmela faltó por una infección intestinal que la tuvo en el baño durante horas. Deshidratada y enclenque, debió aplicarse a compensar ese tiempo. La reeducación incluía no dejarse vencer por las debilidades del cuerpo, a menudo imaginarias.
Los campos eran visitados por oficiales uniformados, con una pistola en la cintura. Su presencia exaltaba los ánimos porque eran el símbolo de la Revolución, del poder en manos del pueblo, una gloriosa novedad que por fin se había instalado en América Latina. Llegaban en autos, observaban, preguntaban, evaluaban. E impartían órdenes. Pero un día mandaban hacer una cosa y al día siguiente otra. La Revolución es la Revolución y tiene sus reglas específicas, a menudo misteriosas para los profanos, como son misteriosas las leyes de la física para quienes no saben física; claro como el agua, ¿no?, decía Ignacio.
En los dos primeros años de la Revolución no faltaron alimentos, por suerte. El llamado Cinturón de La Habana era trabajado por la laboriosa comunidad china que proveía frutas y hortalizas en cantidad. Los supermercados seguían abarrotados de mercadería, como durante la dictadura. Pero al cabo de ese tiempo, cuando a Carmela se le terminó el período de la reeducación, las cosas empezaron a sufrir un giro. La planificación socialista y las reformas audaces iban a tener un resultado multiplicador, se esperaba, que no fue exactamente así. Se quería convertir en oro las piedras y en comida los campos secos, como en la alquimia, pero se encogían las fruterías, menguaban las hortalizas, languidecía el ganado, faltaba la leche y bajaba la producción de tradicionales fortalezas como el azúcar, el café y el algodón. El trabajo voluntario, incluso el provisto por extranjeros, no había sido una bendición. El Jefe Máximo insistía que no estaba permitido retroceder: la planificación socialista y las reformas audaces producirían un fabuloso despegue. El Che Guevara prometió en la Conferencia de Punta del Este que en diez años la economía cubana alcanzaría la de los Estados Unidos. Al reformismo burgués de Kennedy opuso la revolución popular de Fidel.
Ante los fracasos, Fidel acusó a los expertos agrícolas de mal asesoramiento. Les reprochó el uso de datos herméticos para ocultar su escaso profesionalismo. Uno de los asesores fue el francés Rene Dumont, quien partió enojado y después escribió un libro que fue prohibido en Cuba. Refutaba a Fidel y denunciaba que las barbaridades se habían impuesto desde la cúpula, contra la opinión de los expertos. Carmela e Ignacio tuvieron noticias de ese libro a través de amigos franceses, pero estaban seguros de que Dumont no pudo hacer otra cosa, envenenado de rencor.
Me invitaron a trabajar en el Ministerio de Relaciones Exteriores. Se trataba de otra postergación del pleno ejercicio de mi carrera, pero era una distinción de pocos meses que me serviría para diluir la mancha que significaba haber estado tan cerca de Húber Matos. Mi apego a la Revolución recibía una recompensa. Lucas había llegado bien a México, adonde papá le había girado dinero y tenía posibilidades de reiniciar su profesión. Ignacio trabajaba como asesor económico.
Cuba era aún la fiesta más alocada del mundo, más intensa que la famosa liberación de París. La Revolución bolchevique había sido agrietada por el informe secreto de Jruschev sobre los crímenes de Stalin. En cambio, el fresco aire que imponía Fidel daba a la Revolución cubana un aliento nuevo que se extendía al mundo. Los dictadores de América Latina debían preparar sus maletas y los intelectuales más destacados de los cinco continentes nos aplaudían con fervor, nos hacían visitas, nos estudiaban.
Los fusilamientos disminuyeron, aunque circulaba la palabra «purga», lo mismo que el vampiresco grito «¡Paredón! ¡Paredón!». Ignacio me aconsejó: «No cedas ante esos prejuicios, porque encantan a los burgueses». Es cierto que fusilar asquea, pero la Revolución tenía que decidir su triunfo o su sepelio. No era un jueguito inocente. El miedo a los fusilamientos predomina en las clases decadentes, que no entienden el apotegma de Marx, más luminoso que un diamante: «La violencia es la partera de la historia». Revolución sin violencia no es revolución. Y también había que aceptar las purgas, aunque doliesen. Los funcionarios aparecían y desaparecían menos el sol del indiscutible Líder Máximo, al que amaban hasta las gaviotas y los mosquitos, como decía una canción popular.
Al terminar mi primer ciclo de trabajo voluntario ya era médica y avanzaba en mi especialización de neurocirujana. Fue entonces cuando Raúl Roa, ministro de Relaciones Exteriores, me dio la sorpresa de convocarme. Yo sabía tres idiomas y tuve una buena educación humanista, pero no me consideraba preparada para ese ministerio.
—No te preocupes —dijo Roa—, has cumplido tareas más difíciles.
Me designaron jefa de Despacho, más de lo que esperaba. A las tres semanas me fue añadida la responsabilidad de jefa de Agitación y Propaganda de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) del mismo ministerio.
—Jefa... ¿de qué? —pregunté con susto.
Roa explicó sonriendo que tan sólo de Agitación y Propaganda con los que trabajaban en el ministerio. Debía organizar mítines relámpago en las calles y cafeterías, congregar gente y meterles bajo la piel, con megáfono y también de viva voz, las nuevas ideas. No contaba con un manual para inspirarme y tenía que imaginar la escena adonde llevaría la columna de jóvenes. Recorrí pasillos y oficinas, recluté mi tropa y la arrastré como una víbora que invadía la calle mientras sus escamas disparaban aullidos y banderas, entorpecían el tránsito y suscitaban la inmediata atracción de curiosos. Entonces yo chillaba consignas y exigía que la gente chillase con nosotros una vez y otra vez, así, otra vez, y otra vez, hasta que nuestros gritos salvajes en favor de la Revolución retumbaban como cañonazos de cuadra en cuadra.
Mi escritorio estaba cerca del despacho ministerial y servía de paso obligado para quienes se entrevistaban con Raúl Roa. Buen número de butacas confortables, las mismas que se habían usado en los años de Batista, invitaban a que durante la espera se desarrollasen conversaciones jugosas y hasta confidenciales. Entre los que se desempeñaban para ayudarme en la redacción de resoluciones, había quienes tenían la misión de realizar un sigiloso espionaje del que yo no tuve noticias al principio. El espionaje es tan antiguo como la prostitución, sólo que más secreto. Los espías no parecían espías: como el resto de los funcionarios, reían y tomaban café, caminaban de aquí para allá, fotocopiaban y escribían con inocente corrección mientras mantenían levantado el hocico.
Una mañana, al llegar a mi escritorio de roble deposité el portafolio en un ángulo y apoyé mis manos sobre el vidrio que cubría la superficie. Desde abajo del vidrio me saludaron las fotos de mis padres, de Ignacio, Lucas y algunos compañeros de la guerrilla. Les sonreí y me dispuse a iniciar la tarea. Raúl Roa arribó a las ocho y media y se encerró veloz. Traía más apuro que de costumbre, cosa que percibió el mayordomo de pelo ensortijado, porque casi cayó al tropezar con la pata de una silla, pero gracias a su agilidad de tigre recuperó el equilibrio y evitó arrojar al piso la bandeja de plata donde llevaba la cafetera humeante, tazas, una jarra de agua, vasos y un paquete de cigarros. Roa esperaba a una persona importante.
Quince minutos después irrumpieron dos soldados con sus armas en ristre. Permanecieron junto a la puerta y en un minuto se apartaron para dejar pasar a quien los seguía. Era nada menos que el comandante Ernesto «Che» Guevara. Yo lo detestaba desde el fondo de mi corazón, aunque no me atrevía a manifestarlo; ahora tenía más poder que varios generales juntos. Vestía uniforme verde olivo, por supuesto, pero su camisa flotaba por encima de los pantalones y la clásica boina negra recogía sus largos cabellos. Lo envolvía un extraño olor a metal, quizá a pólvora. Sus botines sonaban sobre el piso de madera con insolencia. Evité mirarlo. Le vaciló el paso al pasar cerca de mi escritorio. Levanté la cabeza y vi que los carbones de sus ojos me pincelaron el cuello, el pecho y las caderas, pero no me saludó. Ingresó en el salón del ministro sin pedir que lo anunciaran, acompañado por un hombre rubicundo que vestía traje y corbata.
Cuando desapareció estallaron contenidas expresiones de alegría entre mis compañeros. Esa visita era un regalo adicional a la permanente fiesta de la Revolución. Los soldados que hacían guardia junto a la puerta sonrieron también, pero sin ablandar su postura ni desprenderse del arma. La colisión de mi mirada con la del Che me produjo una frívola y corta resurrección de vengativos impulsos. Estuve tentada de provocarlo como mujer, para que sintiera remordimiento por su crueldad con Lucas. Imaginé que me dirigía al toilet para mirarme en el espejo y corregir el maquillaje que no tenía. Era un súbito desequilibrio de mi fe revolucionaria. «Qué vergüenza», me dije. El hombre nuevo no actúa de esta forma. Celebré que en mi portafolio no hubiese lápiz labial ni polvera y ni siquiera un peine; la reeducación funcionaba.
Desde la central telefónica del ministerio llegaban llamadas continuas. Mi filtro, desde el primer día, consistía en un cordial embuste: «Momentico, veré si está» y consultaba con Raúl para enterarme si aceptaba responder. Cuando mi jefe decía «no», anotaba el mensaje. En ese momento me pareció necesario proteger la reunión que se efectuaba a puertas cerradas entre el ministro y uno de los comandantes más encumbrados de la Revolución. Casi media hora más tarde se abrió el despacho y apareció de nuevo el Che seguido por el ministro. Caminaron deprisa y no saludaron a nadie, excepto el rubicundo acompañante, que iba fijándose en las compañeras más bonitas para saludarlas con la mano y una complacida sonrisa.
Supe que ese acompañante se llamaba Alexandr Alexeyev, corresponsal de la agencia de noticias soviética Tass, un tío simpático que se lucía en los cócteles. Ignacio entonces me contó un secreto: Alexandr Alexeyev fue quien había informado hacía tiempo a Moscú de que Cuba marchaba en forma resuelta hacia el socialismo marxista y que el doble discurso de Fidel era una estratagema transitoria para evitar la fuga de capitales, los levantamientos castrenses o las acciones armadas del exterior. «¿Entendés ahora por qué te aseguraba que el rumbo ya estaba fijado desde hacía rato?» Después supe que en esa reunión se analizó la inminente visita del ministro soviético Mikoyan y su propósito reservado, que iba a cambiar la historia del continente.
Carmela amaba la lectura e Ignacio insistía que estudiase a fondo las obras del marxismo-leninismo, una excitante brújula que develaba el rumbo del universo.
La incorporaron a la Federación de Mujeres Cubanas y el carnet que recibió fueron considerados otra condecoración. Completó en el ministerio el curso de Instrucción Revolucionaria, donde lució un rápido aprendizaje. También aprendió a marchar como miliciana, el busto alto, la mirada desafiante y los músculos tensos. En la Sierra había desarmado FAL, pero ahora se las tenía que ver con ametralladoras checas. Se hacía tiempo para concurrir algunas noches a las prácticas de Protocolo, necesarias para su trato con embajadores, pero le resultaron cómicas por su rigidez obsesiva. Lo bueno era que ciertos compañeros usaban barbas y medias rojas, poco diplomáticas, pero adecuadas al desenfado del nuevo espíritu. Y, lo más importante, por las tardes trabajaba en el hospital y ayudaba en intervenciones neuroquirúrgicas. El doctor Eneas Sarmiento advirtió su aplicación y destreza, por lo cual decidió permitirle avanzar más rápido. Antes de lo que ella hubiese sospechado, la autorizó a realizar craneotomías y a operar traumatizados. El ministro Raúl Roa pudo reemplazarla en el ministerio y la despidió con sincera gratitud, de modo que Carmela pudo desde entonces dedicar la jornada completa a su vocación, sin dispersiones.
Ignacio, mientras, fue instalado por Ernesto Guevara en el Departamento de Industrialización del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria). Cuando más tarde el Che fue ascendido a presidente del Banco Central, Ignacio lo siguió. Pese a ese vínculo de recíproca confianza profesional y revolucionaria, la herida que produjo su dureza con Lucas no pudo cicatrizar.
Ignacio disentía con los intelectuales que elogiaban la resistencia de Castro al Partido Socialista Popular (comunista). Para los intelectuales, Fidel representaba un socialismo revolucionario que no repetiría los errores de la senil Unión Soviética. También le molestó que el poeta Carlos María Gutiérrez, premiado por un librito irrelevante, hubiese tenido el tupé de insultar a Pablo Neruda acusándolo de ser un oportunista del aparato soviético, primero con Stalin, y ahora con Jruschev.
—¿Te das cuenta? Estos nuevos socialistas de mierda quieren asesinar a los viejos. Están locos.
Neruda había viajado a Cuba y escribió su vibrante poema Canción de gesta. Pero en Cuba manifestó que le disgustaba cuando los procesos se cerraban en torno a un líder. Lo abandonaron en un hotel de La Habana. Carlos Franqui, director de la revista Lunes de Revolución, donde publicaban firmas como la de Roberto Fernández Retamar, Heberto Padilla y Guillermo Cabrera Infante, intervino escandalizado: «¡Es Pablo Neruda!». Consiguió que Fidel lo recibiera, pero como un favor. También lo recibió el Che de mala gana en su oficina del Banco después de la medianoche. Más tarde se hizo correr la voz de que al famoso poeta sólo le interesaba el whisky. Una carta pública lo acusaba de revisionista miope, incapaz de entender el modelo guerrillero de Cuba. También se enumeraban sus claudicaciones, entre las cuales figuraba un viaje a Nueva York invitado por Arthur Miller, presidente del pen Club Internacional.
—Esto va a traer cola —intuyó Ignacio.
Franqui era un comunista manifiesto y había dirigido Radio Rebelde desde Sierra Maestra, pero en una recepción a Valentina Tereshkova, Raúl Castro lo insultó en público. Pese a su heroico historial decidió marcharse del país. Su deserción fue objeto de nuevos insultos por parte de Raúl. Guillermo Cabrera Infante, que había sido enviado a Bélgica como consejero de la embajada, avisó que no regresaría a Cuba mientras la gobernase Fidel.