Abrazos tropicales no necesitaron demasiado tiempo para desencadenar el chisporroteo de la música caribeña. El cha-cha-cha estaba de moda como irrefutable expresión folclórica de Cuba. Nadie dejó de taconear. Arrastrados a una competencia de ondulaciones, los invitados se mantuvieron alegres toda la noche. Pocos quedaron en blusas y camisas y varios tuvieron que cambiarse la camiseta empapada por otras que yo tenía en el guardarropa. El vecindario aguantó la tortura de la música estridente, porque a mi casa la protegían policías armados.
No hubo luna de miel. Para nosotros la luna de miel era permanecer en Cuba. Nos excitaba la certeza de que se iba a transformar en la joya mejor cotizada del mundo. Millones de trabajadores exultantes labrábamos un desarrollo asombroso, soñado. Tan grande era nuestra convicción que las heridas abiertas en la Sierra y en los años siguientes ya se disolvían en las brumas del olvido. Pero algunos que venían de países socialistas, incluso de la Unión Soviética, nos advertían que abriésemos los ojos porque se estaban echando a perder los objetivos iniciales. Incómodos, les hacíamos burla, separábamos nuestros párpados con los dedos para gritarles: «¡Fíjense tenemos los ojos bien abiertos! ¡Vemos con los ojos y la nariz y el tacto! ¡El proceso no puede marchar mejor, pese a la guerra que nos hacen los imperialistas!». Cuando insistían, Carmela o yo les reprochábamos: «¿Saben que es muy triste el papel de traidores que están haciendo?». Entonces se ponían pálidos y dejaban de hablar.
Un checo llamado Horalec nos hacía reír con su español grotesco: «¿Qué les parece si vamos a tomar un café en mi bollo?». Pronunciaba «bollo» en lugar de bohío, el timbiriche de la playa. Tenía un pelo rojo fresa y el espeso bigote también rojo lo asemejaba a un Stalin teñido. Me asustó cuando, tras ingerir varias raciones de vodka, dijo muy serio que debíamos rebelarnos contra la vergonzosa libreta de racionamiento, un recurso que sólo cabía en tiempos de guerra. Agregó: «Verán que después no se la sacarán de encima nunca, se convertirá en una presencia normal y cómoda para una administración ineficaz». Semejante acusación me cayó horrible y le recriminé que pensara como un vulgar capitalista.
—No uses ese argumento —respondió tras disimular su eructo—, ya no me convence.
—Pero mi estimado Horalec —seguía yo enfático—, ¿no te das cuenta de que con la libreta de racionamiento se involucra a todo el pueblo en la construcción del socialismo?
—¿Haciéndolo sufrir? —sonrió triste.
—¡Exacto, amigo mío! ¡El sufrimiento nos mantuvo sobre brasas en la Sierra y el sufrimiento nos mantiene sobre brasas en este proceso revolucionario!
Horalec me miró fatigado.
—¿Sabes?, en Praga ya estamos hartos de sufrir, nos gustaría que el régimen fuera un poquito más tierno.
Los rusos nos confundían con heterogéneas opiniones sobre la guerra de Vietnam. Algunas nos dejaban helados, porque decían que esa guerra no era sólo culpa de los Estados Unidos, sino de la agresividad norvietnamita, que había conseguido involucrar a China y que no cesaba de suplicar mayor presencia a la URSS. «¡Es un argumento absurdo!», protestaba yo y nos trenzábamos en una polémica de horas. Me desagradaba que dejasen filtrar su desencanto con el sistema ellos, que con el socialismo habían alcanzado objetivos colosales en el terreno armamentístico y espacial. Pero replicaban que no se debía al sistema socialista, porque lo mismo —a veces más— lograba el capitalismo. «¿Dónde está la gran diferencia en nuestro favor?» Me dejaban atónito. Cuando se emborrachaban algunos daban miedo, porque llegaban a decir que vivíamos en el autoengaño. El
attaché
de prensa soviético hundió su índice en mi pecho y exclamó con un aliento a vodka que derrumbaba paredes:
—¡Tovarich, ustedes hober eligido la ruta oquivacada!
En un esquema simplista diría que Carmela era revolucionaria por pasión, y yo por razones intelectuales. Ella era una fanática emocional y yo un luchador armado de teorías. Una vez, sin embargo, me pidió leer
Granma
en voz alta, porque no entendía los procedimientos del Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados.
—Actúa con prepotencia, no de acuerdo a leyes que respetan derechos —dijo.
—¿Qué leyes?, ¿las capitalistas?, ¿las que protegen al explotador y al ladrón? —repliqué.
—No todos los propietarios de Cuba son ladrones —rechazó.
—Querida —repliqué—, ¿no te hice leer y releer las páginas de Marx destinadas a la plusvalía?
—Me cuesta aceptar que toda riqueza es producto de la plusvalía. No sé, algo no encaja.
—Mira, antes de Marx, ya Proudhon aseguró que la propiedad es un robo.
—¿Pero Proudhon no era un socialista utópico, por lo tanto un delirante?
—Los utópicos deliraban, claro, pero en el fondo de cualquier delirio existen granos de verdad.
Por la noche, un largo año y medio después, el checo Horalec llamó a casa. Su respiración estaba agitada, no podía expresarse en castellano. Alcanzó a decirnos que los tanques soviéticos habían entrado en Praga. «¡Adiós la pri... mavera!», exclamó antes de quebrarse y cortar. Carmela me miró con un signo de interrogación. Dubcek nos había caído bien, nos había caído bien eso de construir un socialismo con rostro humano. ¿Por qué Jruschev, nada menos que el mayor crítico de Stalin, procedía como hubiera procedido el mismo Stalin? La Primavera de Praga había comenzado a arder como una nueva antorcha de la izquierda democrática en el mundo. Pero los tanques soviéticos ingresaron con furia, como si debiesen arrasar un bastión enemigo. Encendimos la radio para escuchar las noticias que llegaban con parquedad de telegrama. Decían que el primer ministro cubano se había reunido con su gente de confianza para analizar la situación.
—Ahora Fidel pondrá las cosas en su sitio, verás —le dije a Carmela.
—¿Qué me quieres decir?
—Que su inteligencia política volverá a deslumbrarnos.
—¿Cuál supones que será su posición?
—No puedo decírtelo con exactitud, pero estoy seguro de que nos sorprenderá, y hasta sorprenderá al mismo Jruschev.
Carmela me puso la mano en el cuello y me miró con ojos húmedos:
—Yo también espero lo mismo, aunque me acuerdo del pobre Húber Matos y de sus prevenciones.
En unas horas llegó el cimbronazo.
Fidel aprobaba la invasión soviética de Checoslovaquia. «¡Esto es lo que merecen los traidores!», machacó. El narigón Dubcek, secretario general del Partido Comunista checo y líder de su herética Primavera, era un felón que en buena hora fue arrancado de su oficina. Pero Jruschev, aunque bruto, no era el frío Stalin y evitó su fusilamiento. Grave error, cuánta debilidad. Lo envió a una cabaña en las montañas para que trabaje de guardabosques.
Carmela me exigía explicaciones. Esto activaba sus conflictivos recuerdos sobre la destitución y el encarcelamiento de Húber. Se supone que nuestra Revolución es más joven y diferente a la Revolución rusa. Yo la escuchaba incómodo y revolvía en el altillo de mis cuerpos doctrinarios los esquemas políticos que frecuenté toda la vida; para consolarla dije que nuestro Comandante es tan hábil que ha utilizado esta inesperada oportunidad para reconciliarse con la URSS. «Pero actúa como Stalin», retrucó ella. «No es para tanto», respondí. Después nos enteramos de que Fidel había dicho que los checos tenían bien merecida esta reprimenda soviética porque, en contraste con los cubanos, no sabían pelear ni defenderse. Confieso que esa desafortunada reflexión me cayó como una piedra: el sufrido y culto pueblo checo no merecía semejante puñalada.
Fidel consiguió su propósito, pero con un alto precio: los intelectuales que lo apoyaban empezaron a tratarlo con menos obsecuencia. Esa actitud desató la ira de Fidel, porque en la profundidad de su alma no les tenía confianza. Empezó a decir que eran pequeñoburgueses ensoberbecidos, ajenos a la auténtica producción de la riqueza. Les había brindado una atención que no merecían. Y para asestarles una lección, ordenó poner límites al irritante poeta Heberto Padilla.
Desde México llegó una larga carta de los padres de Carmela, que habían optado por reunirse con Lucas en ese país, el único de América que mantenía relaciones normales con Cuba. Don Emilio perdió todo su patrimonio en La Habana, pero había acumulado un pequeño capital en el exterior, con el que podía vivir modestamente. Ya no estaba en condiciones de proseguir con su profesión de abogado, aunque conocía a varios importantes colegas deseosos de brindarle ayuda. En cambio Lucas se destacó enseguida como economista y también decidió impulsar organizaciones que defendían los derechos de las minorías indígenas; era evidente que no se había apagado su fuego reivindicador pese a las frustraciones padecidas. Carmela les contestaba sin hacer referencia a los temas que podrían comprometer el flujo de las cartas.
Para consolidar su fanatismo, que empezaba a vacilar, denunció a Melchor Gutiérrez, parte de cuyo patrimonio había conseguido eludir la guadaña expropiadora del gobierno. Carmela se enteró de esta irregularidad gracias a la infidencia de un colega en el hospital. Le hubiera gustado que le dijesen a su ex marido, infatuado e inservible gozador de mujeres, que ella se había encargado de aplicarle este justo castigo por sus delitos pasados y presentes. Sintió que esta severa acción la volvía a comprometer con el campo revolucionario. Dijo que estaba satisfecha de haberle dado el gusto a su viejo rencor. Hasta yo quedé sorprendido.
En el tormentoso año 1968 fui designado coordinador responsable del Plan Azucarero, cuyo objetivo era alcanzar una espectacular zafra de diez millones de toneladas de azúcar dos años más tarde. No podía aspirar a una distinción más importante, porque me ponía por encima de los ministros y me transformaba en el conductor de lo que sería el más resonante éxito de la Revolución. Carmela, curiosamente, presintió que la distinción venía con carga negativa, aunque se resistía a explicarme su escondido miedo.
Por las radios y en las manifestaciones callejeras las gargantas empezaron a repicar: ¡Los diez millones van, / que van, que van! A la madrugada, al mediodía, a la tarde y a la noche: ¡Los diez millones van, / que van, que van! Se convirtió en el núcleo de conversaciones y discursos. El número diez se asociaba a los millones, a las toneladas, a que van que van, y al trabajo voluntario o forzoso.
Después de explicar su idea y comprometer a los organismos del Estado, Fidel consultó a los técnicos que aún quedaban en Cuba, muchos con gran experiencia, yo entre ellos. Esas consultas eran una distinción y un peligro, porque resultaban extenuantes. Habíamos aprendido a exponer ante el Comandante con elipsis. Para expresar una objeción debíamos enmascararla de tal forma que pareciera una confirmación de lo que él pensaba. Oponerse a sus hipótesis era como insultarle la madre. La mayoría de los técnicos confesaba tras bambalinas que se quería mandar a mudar. Esa mañana, con prudencia se vertieron algunas gotas amargas. Pese a tantos éxitos, aún (acentuábamos el «aún» como si fuese un dulce), aún no se había conseguido que las centrales azucareras tuvieran un buen mantenimiento: faltaban piezas que bloqueaban la fluidez del proceso socialista. Además, las máquinas soviéticas no cortaban bien las cañas (culpa de los soviéticos, por supuesto, no de los cubanos). A medida que avanzaba el análisis, estimulados por la benigna atención de Fidel, algunos emitieron juicios sobre la gestión económica que, desde los tiempos del Che (asesinado en Bolivia el año anterior), no daba pie con bola. El primer ministro pidió que nos expresáramos con franqueza con respecto a los diez millones. Todos menos tres, yo entre éstos, confesaron que la industria azucarera estaba tan moribunda que los diez millones no se podrían alcanzar nunca.
Fidel contrajo los labios y levantó la sesión bruscamente. Por la tarde todos los técnicos estaban despedidos, menos los tres que nos habíamos callado. De ellos, yo fui investido con el omnipotente diploma de coordinador responsable del Plan Azucarero. La decisión fue rápida, porque se refería al objetivo cardinal del Jefe Máximo.
Me apliqué a la transformación de una utopía en realidad. Quería lograr que el proyecto voluntarista de Fidel fuese claramente viable. Analicé balances y proyecciones, puse a prueba censos y estadísticas, sometí mis resultados a la revisión rigurosa de varios colegas, recomencé los análisis desde cero cuatro veces. Pero chocaba de nariz contra la roca de las evidencias. Por empeño que aplicase a columnas, planillas, informes y pronósticos, no se llegaría a los diez millones en 1970. No. Estábamos lejos. Con suerte se alcanzarían los ocho.
Me atacó un insomnio tenaz y Carmela recetaba un hipnótico tras otro con creciente preocupación. Mi rostro tenía los colores del cadáver y por momentos no encontraba forma de expresarme. Ella no sabía qué hacer para aliviarme, hasta me arrastraba al sexo sin que ninguno de los dos tuviese ganas de verdad. Discutí con técnicos lúcidos, quienes se deprimían al no poder ofrecerme pistas para alcanzar la meta soñada, ni siquiera aumentando hasta la locura el trabajo voluntario. Cuando me exigieron que expusiera ante el Buró político del Partido presidido por Fidel en persona, caí en pánico. Carmela me suspendió la medicación para que no comprometiera mi claridad mental. Ya no estaba el Che para defenderme. Tampoco podía seguir enmascarando las conclusiones adversas ni decir que faltaban evaluaciones, o que tal vez conseguiríamos los instrumentos necesarios para transformar el maravilloso objetivo en una realidad feliz. Me preguntarán: «La zafra de los diez millones de toneladas anunciada por el Comandante y cantada con fiebre por toda la nación, ¿es posible o no? ¡Al grano!». Podría responder que sí, pero... y los peros causarían la cólera del Buró. Me exigirán que sea preciso. Entonces mostraría mis cuadernos y carpetas llenas de cálculos y, simulando que hablaban las carpetas, no yo, diría con la nariz pegada al pecho: «La zafra no puede llegar a los diez millones de ninguna forma, apenas a los ocho».
Llegué a cometer la imprudencia de telefonear a Lucas, cosa que hacíamos muy de vez en cuando para intercambiar sólo informaciones inocentes. Aunque mi nivel de técnico extranjero me otorgaba privilegios en materia de comunicación, nunca ponía sangre en los dientes de los tiburones que se dedican a escuchar llamadas ajenas. Pero esta vez me parecía distinto, porque Lucas era un economista bien informado, talentoso, y su consejo tal vez podía encenderme una milagrosa luz. Hablamos por más de dos horas. Yo le comunicaba los datos en código hermético y él contestaba con elipsis, pero al cabo de diez minutos nos entendimos a la perfección, como niños que logran inventar un eficiente lenguaje exclusivo. Calculó y propuso varias alternativas que luego él mismo desechaba. Al final coincidió conmigo en que estaba en un callejón sin salida. Sus frases de cierre fueron destinadas a las bellezas de México que, dijo apenado, Carmela y yo deberíamos disfrutar cuanto antes.