La pasión según Carmela (15 page)

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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Intriga, #Histórico, #Romántico

BOOK: La pasión según Carmela
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Sentíamos amor, el amor que se sueña en la adolescencia, enardece en la juventud y consolida en la madurez. Yo entendía que Ignacio había llegado a mi tuétano afectivo y que m¡ enamoramiento era el más fuerte del que tenía memoria, al margen de ideologías o proyectos. Pero ¿qué pasaba con él? Creo que el miedo de que yo fuese dañada le hacía mantener un innecesario secreto.

Ignacio me había confesado, sin dar detalles, que cabalgó varias historias de amor. Ahora, aseguraba, había llegado al último puerto. Para que no lo acusara de argentino hiperbólico aclaró:

—Por lo menos el puerto donde me quedaré más tiempo, mucho tiempo.

—Sí, el amor es eterno... mientras existe —murmuré el viejo chiste.

—No me entendés —agregó tenso—, he decidido revelarte algo que antes no me animaba.

—Te escucho.

—Mira, no es fácil.

—¿Por qué antes no te animabas y ahora sí?

—Porque, porque ahora estoy seguro de lo mucho que te quiero.

—Te llevó meses darte cuenta, ¿verdad? —Sonreí.

—A los dos nos llevó tiempo, no seas agresiva.

—Bueno, soy toda oídos.

—Me cuesta hablar, temo ahuyentarte.

—¿Ahuyentarme? ¿De qué se trata? ¿Asesinaste a tu padre?

—No, pero te aseguro que haría cualquier cosa para que me tengas confianza.

—Te tengo confianza.

—Necesito más confianza, porque es un presupuesto del amor.

—Tienes mi amor y mi confianza, Ignacio... parcial; si ahora largas el chorro, eres sincero y revelas el famoso secreto que tanto has guardado, supongo que mi confianza crecerá.

—Gracias —dijo enrulándome el cabello.

—Mira chico —agregué—, te aseguro que prefiero cualquier horror al horror de perder la confianza.

Entonces Ignacio sacó la cabeza por encima del océano, inspiró y dijo lo que yo intuía. Estaba casado.

Casado con Irene, que vivía en La Habana. Se amaron y respetaron, aunque el respeto se quebraba a menudo por la infidelidad de él. Se querían a pesar de los reproches y los arañazos que ella le aplicaba donde podía, pero luego desembocaban en reencuentros febriles. Renovaban promesas que Ignacio no supo honrar. La peor crisis se produjo cuando se enamoró de una mujer que había pertenecido a Fidel. Yo la había escuchado nombrar y tuve un sobresalto. Me acarició las mejillas y contó que ese nuevo romance no sólo fue motivo de serios disgustos personales, sino de peleas políticas. Los tres, Irene, Ignacio y Fidel, intentaron ponerle sordina a la relación con esta nueva pieza del embrollo. La situación no podía resolverse fácil porque esa mujer estaba también enamorada de Ignacio y, al mismo tiempo, no quería separarse de Fidel, pero Fidel no la quería ver ni en foto. Se llama Julia, dijo Ignacio, y vino a visitarme.

—¿Aquí? ¿En La Habana?

—Sí, aquí, pero se ha ido ya.

—Entonces...

—Le pedí que se fuera, su familia es de Oriente —se frotó la curvatura de su nariz—. Le pedí que se fuera porque entre nosotros se había interpuesto una cuña que no voy a remover; esa cuña sos vos, Carmela. Y Fidel no la quiere.

Le acerqué la mirada. En la penumbra sus ojos brillaron con la fosforescencia de los tigres.

—¡No me mientas!

—No miento. Estoy atrapado por vos.

—¡Casado y embustero! ¿Ella te atendió cuando estuviste herido?

—No, con Julia se acabó, en serio. Fue Irene, mi esposa o no sé cómo llamarla, mi ex esposa.

—Será tu ex esposa cuando te divorcies.

—Es lo que decidimos.

—¡En buena hora!

—Irene se ocupó de llamar a médicos de absoluta confianza, que no me delatarían a Batista. Me inundaron de antibióticos para combatir un principio de gangrena. Desde su cama...

—¿Su cama?

—Bueno, la que había sido nuestra cama... escuché la algarabía de la entrada triunfal. Estaba débil no sólo de cuerpo, sino de espíritu. No pude salir. Esa mujer me producía una extrañeza dolorosa. Con ella, si hubiera tenido fuerzas, no habría podido hacer el amor, era un espectro asociado a otra época. Su bondad la convertía en una persona desconocida. Me dedicaba la atención que se brinda a un amigo con el que hay barreras, no al esposo con el que solía regañar defraudada. Tal vez porque no se sentía mi esposa pudo ser tan buena conmigo. Los vínculos amorosos tienen esas cosas raras.

Tan raras como nuestro compromiso con la Revolución, pensé. Entonces lo pellizqué hostil:

—¿Imaginabas que durante tu ausencia la pasé muy bien con Húber?

—¿Qué querés decir?

—Eso... lo que entendiste.

Ignacio apoyó su cabeza entre las manos.

El Che había decidido liberar a Lucas. Pero fijó una condición, que abandonase el país; no quería que su mal ejemplo contagiase a los cubanos. En una llamada telefónica bastante lacónica avisó a Ignacio que mi padre debía comprarle un pasaje de ida a México para dentro de cuarenta y ocho horas. Autorizaba que lo despidiésemos en el aeropuerto. Ignacio tartamudeó su retaceada gratitud y quiso decirle que nos dejase estar con él más tiempo, pero el Che cortó. Ignacio apoyó el irritado auricular y giró lento para no ver mi aflicción. Luego me tomó de los hombros y besó las mejillas ardiendo cólera.

—¡Es muy duro! —protesté.

—Lo deja irse —intentó consolarme—, y Lucas reconstruirá su vida.

—¡Lejos de nosotros, echado de Cuba!

Preferimos no seguir con el tema y fuimos a la casa de mis padres.

Ambos se habían convertido en furiosos anticastristas. La detención de Lucas fue la gota que faltaba para que viesen en la Revolución una obra de Lucifer. Decían que el gobierno estaba en manos de facinerosos sin moral, ¿no era repugnante lo que le habían hecho a Húber Matos? ¿Ignacio no tenía vergüenza de vivir en un departamento quitado a gente que huyó de Cuba? Don Calixto Marcial Gutiérrez ya había sido despojado de dos tercios de su fortuna y se preparaba para abandonar el país. «¿Qué haces junto a estos asesinos y ladrones?», se encrespaba mi madre. Papá rogaba que bajásemos la voz, porque la mucama nos podría denunciar. Les dije que no perdiésemos el tiempo con discusiones ideológicas, porque traía una noticia importante.

—¿Te alejas de esta basura? —se entusiasmó mamá.

—No, vengo a contarles que Lucas va a ser liberado.

Ambos abrieron la boca. Enseguida me abrazaron.

—¿Cuándo? ¿Cuándo?

—Mañana sale de la prisión, pero... —Me pusieron la cara encima.

—¿Pero qué?

—Pero deberá abandonar Cuba.

Tras unos segundos de sorpresa, mamá empezó a llorar apretándome el brazo con tanta rabia que me hizo doler.

—Mejor... —balbuceó papá—, mejor.

—¿Por qué mejor?

—Porque aquí no hay futuro.

Ignacio trató de comunicarse de nuevo con el Che para solicitarle que la despedida no fuese en un angustiante cuarto del aeropuerto, que le permitiese a Lucas regresar por una hora a la casa de nuestros padres. No obtuvo respuesta; era evidente que el Che había llegado al límite de su concesión. A la hora indicada fuimos al encuentro de Lucas; papá tenía en su bolsillo el ticket para México. Mamá no cesaba de llorar. Había querido armar cinco maletas con todos los efectos personales de Lucas, pero a Ignacio le hicieron saber que solamente lo autorizaban a viajar con la ropa puesta y un pequeño bolso. Entonces mamá llenó a reventar un bolso que en el auto abrazaba sobre su regazo como si fuese un bebé. Adentro empujó fotos, medallas, algunos libros, discos, un gorrito que conservaba desde pequeño, tres de las mejores camisas, un alfiler de corbata coronado por un rubí que nunca usaba, pañuelos bordados... y una larga carta.

Ignacio y yo vestimos el uniforme verde olivo para abrir puertas. En el aeropuerto nos esperaba un oficial de La Cabaña, que nos hizo la venia y condujo al cuarto que era, como había anticipado Ignacio, vacío y angustiante. Adentro ya había soldados, además de los que se habían instalado en la puerta. Parecía el operativo para despachar a un delincuente peligroso.

Dábamos vueltas mientras esperábamos. Cada minuto que pasaba reducía el lapso del encuentro, porque el avión cumpliría con su horario. Mamá no se desprendía del bolso y mojaba un pañuelo tras otro. Escuché que los parlantes anunciaban el embarque de los pasajeros. Me mordí las uñas, hábito que había abandonado en mi adolescencia: «¡Esto es una cochinada!», murmuré. «Debe haber sucedido algo», replicó Ignacio sin convicción. El chirrido de una frenada llegó hasta nosotros y los guardias se tensaron. El oficial que nos había esperado salió para ver qué pasaba y retornó con la noticia:

—Están aquí.

Me puse al lado de mamá para contenerla. Papá había palidecido y no cesaba de abrochar y desabrochar un botón de su camisa. Ignacio permanecía detrás, como si sintiese culpa por haber logrado una liberación tan mezquina. Se abrió la puerta de golpe, ingresaron otros dos guardias y por fin apareció Lucas con un gastado traje sport. Mamá saltó hacia él como una fiera y lo abrazó convulsa. El me miró por sobre el hombro de ella, sus ojeras profundas revelaban un vasto sufrimiento. Se desprendió de mamá con dulzura, sin soltarle un brazo, y se estrechó con papá, quien empezó a ser sacudido por un sollozo sin lágrimas, las mandíbulas contraídas de impotencia. Ignacio se mordía los labios y yo aguardé con la máxima paciencia que mis padres se aflojasen un poco para abrazarlo también. Lucas susurró:

—Pensé tanto en ti, Carmela...

Los guardias formaban un círculo de acero como si estuviesen atentos al estallido de una fuga. El oficial de La Cabaña se acercó a Lucas y le dijo:

—No queda tiempo, debe embarcar.

—¡Pero me acaban de traer, carajo! —gritó.

—Van a retirar la escalerilla —explicó apenado. Lucas, que lo miraba con llamaradas de odio, disminuyó su fuego al advertir que ese oficial se solidarizaba con su dolor. Apretó los labios y me dio otro abrazo.

—Debemos comunicarnos todo el tiempo, hermanita.

—Sí, sí, avísanos apenas llegues dónde estarás.

Otro oficial ingresó con ruido de tacos y ordenó que el prisionero —el canalla dijo «prisionero»— debía ser llevado a la carrera hasta el avión. Lo empujaron y Lucas estuvo a punto de darles puñetazos, pero lo rodearon y nos mandó otro beso por encima de las cabezas, nada resignado, con resistencias inútiles. Fue empujado hacia la pista y su última mirada emitía más tristeza aún. Quisimos acompañarlo, pero el oficial de La Cabaña, pese a su buena voluntad, aclaró que tenía órdenes de que el contacto personal sólo tuviese lugar en esta habitación. «¡Quiero verlo partir!», rogó entonces papá. «Lo harán desde fuera del edificio —se le ocurrió—. Yo los acompaño.»

Moví la cabeza para ordenar mi caos; era difícil creer que nosotros habíamos contribuido a instalar este sistema. Salimos atropellándonos, mamá delante, como si contemplar el despegue fuese darle otro abrazo. Nos condujeron hasta una alejada verja de alambre tejido, que permitía observar a mucha distancia el carreteo de la nave. Tuve la fantasía de que Lucas había logrado desprenderse de los guardias y se escondió en algún recoveco. Ignacio abrazó mis hombros, su fortaleza estaba quebrada y no podía hablar. Nuestros ojos quedaron besando el cielo, en cuyas desmembradas nubes se introdujo el avión de la libertad y de la ofensa.

25

Carmela se incorporó a los trabajos voluntarios. Entendía que aún le faltaba terminar de ajustar su visión del mundo para liberarse de los prejuicios vinculados a la democracia formal y las libertades de élite. Húber había sido condenado a veinte años de prisión y ella debía sacarse de encima la influencia negativa que él pudo haber ejercido sobre sus ideas. Húber no quiso aceptar la existencia de una vanguardia lúcida, como señaló Lenin, y esa vanguardia, encabezada por Fidel, era la única que podía conducir la Revolución por el camino correcto. Alternó los trabajos voluntarios con su entrenamiento en la Facultad de Medicina.

Conoció por primera vez las plantaciones de algodón, esas míticas extensiones donde habían dejado sus canciones y sus vidas los negros, indígenas y guajiros. Al algodón sólo lo había visto en su casa y en las farmacias. Desde la madrugada sonaban himnos revolucionarios que arrancaban de la modorra. Había parlantes en casi todas las esquinas que convocaban «¡A trabajar por un futuro mejor!». Vestía ásperas ropas y botas duras. A menudo sus movimientos eran acompañados por una danza de cucarachas que corrían como rayos. Ella trataba de aplastarlas y, cada vez que lo lograba, el crujido del cascarón le producía un asco triunfal. Luego buscaba dónde limpiarse la suela. Era una vida distinta, con hombres y mujeres provistos de un nuevo ideal. Muchos simpatizantes llegaban del exterior para sumarse a esta vibrante etapa.

Del algodón pasó a la cosecha de tomates. Al cabo de las tres primeras semanas escuchó que había problemas con el transporte, por eso el espectáculo de cajas llenas alineadas junto al camino que se pudrían al sol. Los jefes, no obstante, felicitaron a los trabajadores por haber cosechado más tomates de los que se podían trasladar: «¡Nos ha ido muy bien, somos el orgullo de la Revolución!». «¡Pero es una pena que se pierdan tantas toneladas!», protestó un voluntario de Colombia con manchas amarillas en su cabello de carbón. «Y bueno, chico, el transporte que nos dejó el hijo'e puta de Batista no alcanza.» Carmela pensó que el colombiano tenía razón y eso de seguir echándole la culpa de todo a Batista no era correcto, pero se abstuvo de formular críticas, podía interpretarse como que no le servía la reeducación.

Dejaron las plantaciones de tomate y fueron a cortar caña, la tradicional producción de la isla. Hasta el Che se había incorporado a esta tarea. Era un trabajo más exigente, porque había que saber manejar el machete y mantener flexible la espalda para no terminar con lumbago. Aprendió a descansar enrollándose sobre el suelo astillado mientras chupaba el jugo dulce de un trozo de caña. Cuando empezó a sentirse hábil para este trabajo, la pasaron a otro más urgente, la siembra de arroz. Terminada la siembra fue provista de una guataca para remover tierra seca en otra parte. Sudó extrayendo de raíz las malas hierbas de los surcos. Después echó fertilizantes.

También sembró café caturra, y un campesino que se secaba la frente con el antebrazo le dijo: «El café que usted siembra no se va a dar aquí, no es tierra buena para el cafe». Carmela lo escuchó asombrada, segura de que ese hombre desdentado decía la verdad, pero los jefes no querían escuchar a los campesinos, porque eran unos ignorantes que aún no entendían la Revolución. Al buen hombre le preguntó cuánto ganaba y era menos de lo que le pagaban a Carmela por ser voluntaria. El campesino se animó a preguntarle: «¿Tanto le gusta el campo? Creo que sería más útil como maestra...». Carmela no se molestó y le explicó que de esa forma demostraba su espíritu revolucionario. La boca del hombre se abrió en una ancha sonrisa negra: «También vienen voluntarios que son médicos, ¿por qué no trabajan en los hospitales y nos dejan los campos a nosotros?». Carmela no se dio por vencida e intentó explicarle que marchaban hacia una sociedad igualitaria, verdaderamente justa, donde el trabajo físico no debía considerarse inferior al intelectual; el campo y la ciudad debían ser iguales; un maestro y un médico no son superiores a ustedes, los campesinos. El viejo encogió los hombros: «Muy bonito, pero dígame: ¿yo soy igual a los comandantes? ¿Por qué no soy yo el que manda?». Carmela abrió grandes los ojos y no supo qué contestar.

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