—Soy yo, diez años atrás. —Después se dirigió al conductor—: Los otros ya esperan afuera.
—Bueno —contestó—, entonces ¡vamos!
Nos llevó hacia el extremo trasero de la vivienda, que daba al mar. Nos sacudió la brisa marina de enero. Fuimos hasta un grupo de personas que formaban un semicírculo cerca de los botes. El dueño de la casa indicó cuál era el nuestro. Ahora no tendríamos que remar hasta otra isla, sino que embarcaríamos en la única y definitiva nave comprada para esta ocasión. Le calculé unos doce metros de largo, con un techo a la mitad sostenido por cuatro columnas de madera. Vi el motor en la popa.
—No lo pondrán en marcha hasta que se alejen —advirtió el hombre.
—Es un motor pequeño —me quejé.
—Es lo único que conseguimos para cruzar sin problemas los manglares —respondió.
Carmela apretó mi mano.
—Iremos igual.
—No hay salvavidas —advertí.
—¿Crees que esto es un crucero de lujo? —protestó el coordinador.
—Pero sin salvavidas nos arriesgamos a...
—Iremos de cualquier forma —insistió Carmela.
—Sólo conseguí tres neumáticos viejos —se excusó el coordinador— porque cuestan una fortuna.
—Tres para diez personas... es un suicidio.
—¡Vamos! —insistió Carmela.
Entramos en el agua para llegar al barquito. Pisamos piedras cubiertas de algas cuidando de no resbalar. Algunos sostenían la embarcación mientras otros subían. Nos acomodamos sobre los tablones transversales que oficiaban de asientos. Cuando se ubicó el último advertimos que no sobraba espacio; menos mal que todo el viaje duraría doce horas a lo sumo.
Ya eran las tres de la madrugada, estaba frío y había que partir enseguida. Aferramos los remos mientras desde las piedras nos empujaban para darnos el impulso inicial. Avanzamos por uno de los angostos canales que existían en ese bosque submarino de manglares cuyas fuertes y gruesas ramificaciones llegaban casi hasta la superficie. En un momento dado el pescador bajó al agua y, caminando sobre los manglares, dirigió la embarcación hacia la ruta que llevaba al mar abierto. A nuestro alrededor seguía la protectora oscuridad, seguía el apagón, seguía la ausencia de faroles guardacosteros, seguía la angustiante expectativa de obtener la libertad. El viento era blando, pero sus agujas atravesaban las mejillas. Me levanté las solapas y me puse un gorro tejido. También le subí las solapas a Carmela, que iba delante de mí.
Los remos golpeaban con buen ritmo y nos alejamos de la costa. De pronto me sorprendió que alguien se arrojase al agua.
—¿Qué pasa? —se inquietó un viajero.
—Es el pescador que nos trajo hasta aquí y regresa nadando. Ya pagamos por su trabajo —dijo otro.
—Claro que sí, y lo merece.
—Ahora encenderé el motor —anunció una voz desde la popa.
—Es un fugitivo como todos nosotros —me aclaró el compañero sentado a mi izquierda—, que además tiene experiencia en motores.
Lo hizo arrancar en un instante, parecía de buena calidad. El timonel encendió una linterna, miró la brújula y su carta de navegación. La precaria carabela de la libertad empezó a correr. No pude refrenar mi alegría y le apreté los hombros a Carmela:
—¡Volamos, querida, volamos!
El viento se tornó intenso y deslizamos el cuerpo hacia abajo para protegernos mejor. Nos salpicaban las gotas salobres, una mínima protesta del mar cortado por el cuchillo de la proa. La felicidad aumentó al desplegarse el amanecer y darnos cuenta de que ya no había tierra ni barco alguno. Estábamos solos en el estrecho que separa Cuba de Florida. Nos rodeaba un azul parejo. Éramos los únicos seres vivos en la inmensidad. Decidimos beber agua y comer algo mientras la proa tajaba vigorosa hacia adelante. Soñé con mi Argentina, la que abandoné para ir a Sierra Maestra, que sufrió dictaduras y muertes, y que en ese momento se desperezaba con la recuperación de la democracia.
Al mediodía se nos paralizó la sangre porque el motor empezó a boquear. Sus ruidos de ahogo sonaron a carcajada de los tiburones. El mecánico maniobró con energía para devolverle la potencia, golpeó, gritó a la máquina y hasta le dio patadas. El motor, cada vez más ahogado, murió por completo. ¿Qué hacer? No teníamos otro, fue una cochinada no habernos provisto de un motor mejor. Para colmo, el cielo se encapotaba con una de esas frecuentes tormentas de invierno que asaltan sin aviso. Varios empezaron a remar, yo me ofrecí para reemplazar al primero que se cansara. ¡Tenemos que remar! ¡No podemos quedarnos aquí para siempre! ¿Dónde está la brújula? ¡Enfilemos hacia el norte, hacia el norte!
Retumbaron relámpagos en la rabiosa cavidad del cielo. Los rayos se convulsionaban en busca de nuestro navío. Gotas grandes como uvas rebotaron en el mar y enseguida sobre nuestras cabezas. Pronto se transformaron en aguacero. Las olas se inflaron. ¡Sigamos con los remos! ¡Sigamos hacia el norte! ¡El viento nos ayudará!
Por suerte en pocos minutos cesó la lluvia y asomaba el sol entre las nubes que no se decidían a alejarse del todo. Siempre fui resistente a los mareos y suponía que no me visitarían en esa oportunidad. Pregunté a Carmela cómo se sentía. Giró la cabeza y me vio preocupado. Trató de animarme: «Saldremos de esto», dijo. No quise preguntarle cómo.
Luego de beberse media botella de agua, el experto se puso a arreglar el motor con menos ira. Mientras los remos continuaban su actividad, él trabajó hasta la noche con su caja de herramientas. Junto a él vomitaban algunos sin moverse del lugar, no era fácil abstraerse del hostil balanceo de las aguas. Otra tormenta, menos fuerte que la anterior pero más larga, nos introdujo en la noche. Estábamos pegados uno junto al hombro del vecino, enrollados en las vendas de terror que producía el infinito de la nada. No había a quién pedirle auxilio. El balanceo no cesaba y yo traté de imaginar con los ojos cerrados que era un bebé en una cuna agitada, pero segura. Aunque me resistí hasta sentir puntadas, oriné sentado, no había margen para el pudor. Nos empezábamos a resignar sobre el fin próximo, que no sería bueno. Me repetía que cerca de nosotros sólo había delfines y ningún tiburón.
Circulamos a la deriva durante la noche. Me esforcé por dormir con la cabeza apoyada sobre mis rodillas. Quienes continuaban dándole a los remos se habían extenuado. Me despertaba a cada rato, eléctrico, porque soñaba con cárceles y con las avenidas de Buenos Aires. El amanecer nos dio la peor de las noticias: estábamos de nuevo en aguas cubanas. El contorno de la tierra se veía nítido, sin el amor que durante años me había ligado a ella. En cualquier momento nos descubrirían los guardacostas y nos arrastrarían de los pelos al juicio sumario.
«¡Aquí hay manglares! —gritó mi compañero de asiento y se bajó al agua. Pisó sobre el alto tejido de ramas submarinas—. ¡Están rozando la quilla, por eso me di cuenta! Podemos quedar trabados, no debemos avanzar. Con los remos conseguimos detener el deslizamiento.» «¡Voy a hacer funcionar este motor de mierda!», siguió gritando el experto desde la popa. «Pero mientras deberíamos ocultar nuestra presencia con ramas de manglares», dije. No entendieron la idea, inspirada en lo que había hecho dos veces con mi auto. «¿Cómo subimos las ramas?» «Algunos trajeron machetes», respondí. Los dueños de machetes los extrajeron de sus bolsos y bajaron al agua. Cortaron con bastante facilidad las maderas húmedas y convertimos la embarcación en una desordenada cabellera vegetal, sostenida por la caseta del medio. Esa cabellera marrón nos protegía de los largavistas, sólo faltaba que el motor funcionase.
Como último recurso, el mecánico usó un cortafierros y un martillo para zafar las tuercas y destripar el motor. Quitó el piñón de la marcha atrás y quedó sólo la marcha hacia adelante. «Podemos vivir sin la marcha atrás», refunfuñó. Al cabo de otra media hora lo hizo arrancar. ¡Lo hizo arrancar! Su bramido nos besó con música celeste. Aplaudimos atragantados. El maldito se hizo esperar, carajo, pero no estaba muerto. Ahora tenía que lucirse. Decidimos mantener el disfraz de ramas hasta regresar a las aguas internacionales.
Divisamos un barco carguero sobre el horizonte y tratamos de evitar que nos localizara. Esos barcos suelen rescatar gente extraviada en el mar, pero la llevan a las Bahamas, desde donde la devuelven a Cuba. Si su destino es Estados Unidos tampoco sirve, porque la consideran gente «pies mojados», no «pies secos». Mi compañero me contó que un amigo suyo fue repatriado de los Estados Unidos porque lo descubrieron antes de que alcanzara la playa; estaba cerca, pero todavía en el mar, fue una crueldad terrible; ahora se pudre en la cárcel.
Según los cálculos de los que sabían de mar, habíamos ingresado en aguas internacionales. Ahora era cuestión de seguir recto hacia el norte. Y que no nos descubriese una torpedera de Castro, porque sobraban historias de gente cazada fuera de los límites cubanos.
Ese mes de enero parecía decidido a multiplicar sus tormentas. Con dos hubiera sido suficiente, pero se desató la tercera. Se nos encogía el corazón al advertir que la luz se debilitaba entre los gigantescos globos morados que se concentraban sobre nosotros. El viento soplaba con creciente hostilidad. Las olas aumentaban de tamaño y lanzaban crestas de espuma por sobre los bordes, mojándonos de pies a cabeza. Tragué espuma, tosí y vomité pese a que con Carmela nos habíamos puesto de acuerdo en alimentarnos sólo con agua azucarada. El balanceo cortaba el aliento y acalambraba nuestras manos prendidas a las maderas del bote. Algunas olas nos levantaban tan alto que no podíamos ver el fondo del abismo abierto al costado. Subíamos y bajábamos como una pelota en manos de titanes que se divertían arrojándola con fuerza de uno a otro. Era posible que el bote se diera vuelta y acabásemos en el fondo del mar.
Propuse que eliminásemos la caseta, porque era movida por el viento y disminuía nuestro equilibrio. Cualquier idea era bien recibida ante la inminencia del fin. En medio del estruendo que nos envolvía se transmitió de boca en boca, a los gritos, la conveniencia de arrancar ese techo inservible. Emergieron los machetes que habían cortado manglares y ahora tajearon las columnas de la caseta. Al cabo de un rato fue arrojada al mar y se perdió de vista. Una ola gigante nos cubrió por completo. Permanecimos sumergidos el tiempo suficiente para imaginar que no volveríamos a respirar. Traté de enterarme de si Carmela seguía en su sitio y ese dato me brindó algo de consuelo: al menos moriríamos juntos. Le apreté los hombros para transmitirle que vigilaba junto a ella. El barquichuelo volvió a la superficie y volvió a hundirse. Cuando emergimos apareció lo peor.
Cerca, demasiado cerca, se elevaba la pared gris de una fragata de la Armada cubana. ¿Venía en nuestro auxilio o a cerciorarse de nuestra ejecución? Entre el patíbulo del mar y el patíbulo de Castro, no sabríamos cuál elegir. El timonel trataba de evitar el potente navío, que buscaba ponerse a un lado para el rescate o para darnos el empujón final. ¿Serían tan amables si, además de salvarnos, nos dejaban seguir hasta Florida después que amainase el temporal? No, eso no cabía ni en un sueño. Era preferible morir en el mar, pensó la mayoría, y por eso alentamos al timonel para que se apartase, aunque las olas caían sobre nosotros como elefantes. Todo se movía con violencia mortal. Estábamos empapados, asustados y desesperados. Otra ola torció el bote hasta casi volcarlo y tres viajeros, Carmela entre ellos, cayeron al mar.
Me agarré del tablón con todas mis fuerzas y le tendí la mano para recuperarla, pero era cubierta por sucesivas olas. Emergía como un globo, con la boca abierta para tragar aire, y miraba en nuestra dirección. Del torpedero nos arrojaron escalerillas de cuerdas. Atrapé una que se movía sobre mi cabeza, la enrollé en mi antebrazo izquierdo y me zambullí en busca de Carmela. Quizá un delfín invisible la empujó hacia mí. Se prendió de mi mano libre y tosía semiahogada, con los cabellos tapándole la cara como si fuesen un paño. Uní sus dedos a la escalerilla y ella se esforzó en agarrarla con firmeza, pese a que el viento nos llevaba en cualquier dirección, como la montaña rusa. Por suerte empezamos a ser izados. Era obvio que nos contemplaban desde arriba, pero nosotros no podíamos ver debido a las bofetadas incesantes del agua. Sólo teníamos noción de la alta pared de acero, contra la que golpeábamos como badajo de campana, empujados por el viento. Viboreábamos en el aire muy cerca de nuestro bote, que había sido enderezado porque —con una decisión que habría parecido ensayada— sus ocupantes se amontonaron sobre el borde levantado hasta recuperar el equilibrio. Percibí que a derecha e izquierda otros compañeros eran izados también. Carmela pudo tomarse con las dos manos cuando una ola feroz golpeó mi espalda y yo di de cabeza contra el muro de metal. Tuve una fugaz pérdida de conciencia y me recuperé en el agua. Vi que Carmela movía las piernas y me gritaba, pero no podía escucharla; seguro que se refería a un extremo de la escalerilla cercano a mi cabeza. Pero yo nadé hacia el bote, que estaba cerca. Me ayudaron a subir. Carmela ya había llegado al puente, levantada con rapidez, y me hacía señas exasperadas. Otra ola nos cubrió por completo y casi nos ahogamos en su vientre, pero aparecimos lejos de la fragata. «¡Voy para allá!», grité mientras me paraba para volver a zambullirme en el mar. Mis compañeros me contuvieron con insultos y tironeos. Yo no podía respirar de la frustración, me resbalaba sangre por la sien y prefería estar muerto.
La cosecha de los guardacostas satisfizo su codicia: tenían en su poder cinco fugados que devolverían a las autoridades. Quizá algunos marinos contemplaron con lástima nuestro bote, que les habrá parecido un adecuado ataúd para los traidores que no lograron cazar. Tampoco valía la pena gastar proyectiles en cadáveres inminentes. La soberbia proa de la fragata giró hacia Cuba y nosotros seguimos dando saltos que ponían el estómago en la boca.
Me recosté en el incómodo fondo del barco que ahora ofrecía más lugar. Las olas nos zangoloteaban sin piedad y yo caí en un estado de semiconciencia. Lágrimas y vómito eran una mezcla que me invadía la boca, me ardía en las fosas nasales y me enmelaba la cara. No entendía qué había pasado, por qué me amputaron a Carmela. ¿Cómo era posible que ella, a punto de ser alimento de tiburones, estuviese en un torpedero que la llevaba hacia una cárcel y yo, que la había rescatado, me alejaba en este cascarón que pronto terminaría en el fondo del mar? Me enrollé como un feto. No iba a mover un músculo para torcer la cínica voluntad de la Muerte.