—Ahí esperará Carmela——señaló Efraín—. Tú, Ignacio, más adelante, detrás de esos arbustos grandes. Avanza otro poco y regresemos, que parezca que nos hemos equivocado, por las dudas.
—Aquí no nos ha visto ni Dios —dije.
—La Seguridad del Estado ve más que Dios.
Nos instruyó sobre los víveres que debíamos traer, en especial mucha agua. Algunas travesías se demoran más de la cuenta, hay que estar preparados. Y no impacientarse hasta que llegue la señal, pero cuando llegue, nada de demoras. El coordinador les dirá estas palabras: Se montan o se quedan.
En casa contemplamos los muebles, los amistosos libros y otros objetos de valor afectivo. Nos entristecía abandonarlos. Eran cosas queridas pero inservibles, como las que se dejaban en la tumba de un faraón que permanecerá clausurada hasta que irrumpan los depredadores. Elegimos el calzado y la ropa que usaríamos para soportar el frío del mar. Acopiamos víveres y botellas de agua en un rincón de la cocina.
Yo regresaba de la Biblioteca cuando se me acercó un negro alto, de huesudas mejillas. Con voz cavernosa susurró a mi oído: «Te montas o te quedas». Lo miré sobresaltado, no suponía que iba a suceder tan pronto. Descendía la noche y penetré en los corredores malolientes de mi edificio en busca de Carmela, pero no había llegado aún. La llamé al hospital y me limité a decirle: «¿Venís a cenar?». Entendió, porque percibí su sorprendida respiración continuada por el escueto: «Sí, querido».
Guardé en el auto las botellas y los bolsos con víveres. Me sentía ansioso y excitado, iba hacia un peligro evidente, pero que llevaba a la libertad. Cuando entró Carmela nos cambiamos la ropa y viajamos hacia el intransitado sendero que nos había indicado Efraín. Yo podía suponer que nos controlaban miles de ojos, pero barrios enteros ingresaban en el abismo del corte de luz programado para ese día. La ruta se iluminaba con los faroles de los vehículos, y los vehículos disminuían a medida que nos internábamos en el campo. Antes de llegar al punto donde debía girar apagué del todo las luces y avancé con cautela, apenas orientado por la luna.
Pegué mi pecho al volante y mi cabeza al parabrisas, así lograba distinguir algo. Cerca de la parada, que identifiqué mediante un parpadeo del farol, salí del sendero quebrando ramas secas y me introduje entre los arbustos que rayaban la carrocería hasta encontrar la suave hondonada que había visto durante el ensayo y a la que bajé con el pie sobre el freno. Cubrimos nuestro auto con ramas para que tardasen en descubrirlo. Fuimos luego hacia la parada de buses y Carmela se escondió en la vegetación. Le di un beso largo. Después caminé hacia los arbustos que me esperaban más adelante. Ambos teníamos acelerado el pulso por la extrañeza de haber vuelto a los años de la Sierra. El fuerte olor del campo abierto y el firmamento encendido furiosamente de estrellas eran los mismos que gozamos durante la lucha contra Batista.
A las diez y cuarto tenía que arribar una suerte de taxi con las luces apagadas. Escuchábamos el estrépito de las cigarras y un croar distante. Las luciérnagas trazaban líneas en la furriginosa tela del aire y por momentos parecían marcar el contorno de los arbustos. Me asaltó la inquietud de que quizá alguien hubiera soplado y terminásemos entre los esbirros. No podía ver a Carmela, ni siquiera el esqueleto de la parada. Arranqué un tallo de hierba y empecé a mordisquear su sabor amargo. El ronroneo de un motor me paró las orejas. El ruido crecía y un fugaz guiño cerca de la parada estaba destinado a Carmela. Escuché el cuidadoso cierre de una puerta. El auto avanzó hacia mí y otro guiño marcó su posición. Corrí hacia el bulto que me abría la puerta trasera. El interior estaba lleno y me acomodé con suaves empujones.
—¿Carmela?
—Sí, estoy aquí —contestó desde el asiento de adelante.
—¿Efraín?
—No pudo venir ahora —respondió el conductor—. Decidió viajar dentro de unas semanas con su padre, que empeoró.
—Qué lástima —suspiró Carmela.
—Hace cincuenta minutos que se cortó la luz, tal como nos habían informado —explicó el chofer para infundirnos tranquilidad—. Así que disponen de cinco horas para llegar al yate, sin apuro.
El corte de luz era decisivo. Se la cortaba por barrios, alternativamente, durante seis horas. Por lo general se sabía en qué barrios y a qué hora, pero no siempre se cumplía el programa. Los cortes en ocasiones se extendían por casi toda la isla al mismo tiempo. Esa carencia de luz era una bendición para los que, como nosotros, se arriesgaban a huir en medio de la noche.
El auto era amplio y desvencijado. Por las ventanillas sin vidrios entraba el salitroso aroma del mar. Frenó en un sitio que me parecía igual a los demás, todos hundidos en un colosal agujero negro. «¿Dices que llegamos? ¿Adonde llegamos?» La oscuridad era impenetrable y el conductor habría manejado de memoria.
—Sí, llegamos, bajen —dijo.
Me acerqué a Carmela por tacto. Sólo podíamos saber dónde estaba el mar por el rumor de las olas y la brisa que nos frotaba la cara. «Tenemos que caminar para alejarnos del pueblo», indicó el conductor. «¿Dónde está el pueblo?» «Ahí nomás, a la derecha.» Miramos y tal vez percibimos la oscilación de una vela. Pisamos lentos matorrales, médanos, inesperadas raíces. Era duro caminar en esas condiciones, la mirada puesta en la borrosa espalda del que precedía. Las olas de la playa aumentaban su volumen, como dándonos la bienvenida. Nuestro guía dijo que ya estábamos cerca.
Casi chocamos con el resto de la gente traída por otro conductor. Pero había que esperar la llegada del bote.
—¿Cómo? —protestó Carmela—, ¿viajaremos en bote?
—En bote a remo —le contestaron.
—¿Qué dices? ¡No estoy para bromas!
—Tranquila: irán a remo hasta la isla de enfrente, allí los espera un yate con motor nuevo.
—¿Por qué no subimos al yate aquí? —cuestionó.
—¿Me quieres enseñar, mujer? —replicó el hombre—. El motor de la lancha podría despertar a la guardia costera, ¿eso quieres?
Percibimos un movimiento junto al agua. «¡Que la mitad suba a este bote y la otra mitad en el que viene!», ordenó el hombre. Nos metimos en el agua sin quitarnos los calzados y trepamos al bote que tenía dos pares de remos. Acomodamos los víveres y las botellas de agua. El coordinador entregó una caja con medicinas. «¡Buena suerte!», saludó aliviado mientras nos empujaba hacia el mar. Los remos empezaron a trabajar firme, el aire rudo insuflaba energía. Había que guiarse por una brújula que mirábamos con una linterna. Nos íbamos alternando para remar con la mayor velocidad, tanto hombres como mujeres. Nos dirigía un pescador del lugar, que traería el bote de regreso para futuros servicios. Las olas rolaban fraternas, limitadas por el collar de islas. El corte de luz seguía firme en toda la zona, lo cual era un calmante para nuestro temor. Nos llevó casi una hora y media cubrir el trayecto hasta la isla. Bajamos en una playa desierta y fuimos en busca del yate.
Una unidad de los guardacostas ya lo había capturado y nos esperaba con las armas listas. Nos saludaron a tiros. Dimos media vuelta y corrimos por la arena erizados de pánico.
Carmela tropezó, la levanté, dijo «no es nada», recordé cuando se esguinzó en la Sierra, y casi sin aliento alcanzamos los botes. La oscuridad nos brindaba su amparo, que no era total por desgracia. Trepamos pisoteándonos y el pescador nos ordenó hundir los cuerpos en el fondo para evitar los proyectiles. Algunas balas perforaron los costados y empezaron a entrar delgados chorros de agua. Es lo único que nos faltaba, maldije. Pero los soldados prefirieron regresar al yate con motor nuevo, que era un botín más valioso que un grupo de traidores. Los agujeros hechos al bote se convirtieron en grifos que intentamos tapar con ropa mientras otros brazos remaban con desesperación. «¿Vamos de regreso?», preguntó una mujer.
—Claro —le contestaron—, no hay otro camino. Ojalá que no nos esperen también allí.
Desembarcamos al comenzar el alba. Mojados, cargando bultos, con una caja de herramientas y otra de medicinas al hombro. Tratamos de regresar al sendero por donde nos había traído el conductor. Si nos descubrían estábamos liquidados. Carmela me tocó el brazo, miré y vi a unos pescadores preparando sus redes. Seguimos la pesada marcha sin modificar el ritmo, era una forma de decirles que no habíamos cometido crimen alguno, que no nos denunciaran. Uno de ellos levantó la mano.
—¡Nos saluda! —exclamé.
—Debe imaginarse lo que nos ha pasado —opinó Carmela.
—Sí, estoy seguro —agregó el pescador que nos acompañaba—, pero uno de ustedes habló, se le escapó algo.
Encontramos nuestro acurrucado auto, le quitamos el follaje y volvimos lentamente a la capital. El sol estaba alto y nuestra ropa sucia, pero seca. El justificativo de un cólico renal en mi caso y de un ataque de presión en el de Carmela fue creído, no éramos los únicos que de cuando en cuando faltaban al trabajo por un trastorno pasajero. Alguno de los que planificaron nuestra huida debía haber caído preso, con seguridad, porque el yate era un dato consistente. Los intentos de fuga, sin embargo, ocurrían con más frecuencia de lo que se informaba; la mayoría de los caseríos de pescadores sabían que de noche renovados espectros se lanzaban al mar. No era posible dar con todos, por eso muchos conseguían esquivar la vigilancia y llegar salvos a destino. No obstante, bordeábamos la paranoia, convencidos de que nos miraban y nos seguían en la Biblioteca, el hospital o la calle. El mínimo ruido nos hacía saltar. No era fácil entender que la mala suerte del viaje hubiese sido compensada por la buena suerte de haber pasado desapercibidos. La rutina nos tranquilizó. Un hombre de abundante cabellera blanca y gruesos anteojos de carey se presentó como Luciano Vasconcelos y nos pidió que saliéramos a la calle donde estaba su auto con un paquete de libros que no podía subir solo. Entendimos que lo mandaba Lucas. En efecto, su cabello era una peluca y sus anteojos no tenían corrección. En su auto había un paquete pesado con libros de la Casa de las Américas, los únicos que daban tranquilidad a los funcionarios locales.
—No me llamo Luciano ni Vasconcelos —dijo cuando se estimó libre de micrófonos—, y mejor que no sepan mi verdadero nombre por si son forzados a confesar. Trabajo en la embajada de México y en mi país me buscó tu hermano —agregó dirigiéndose a Carmela—, para pedirme que te transmitiese su decisión de venir a Cuba para sacarlos de aquí.
—¿Eso dijo? —reaccionó ella—, ¡es un disparate!
—Terminará detenido y lo mandarán al paredón —dije por mi parte.
—Somos amigos —cortó el diplomático—. Me desagradan las tiranías de cualquier color y me limito a ser un fiel mensajero.
—¿Cómo podrá entrar en Cuba sin que lo detengan? —pregunté.
—El obtuvo hace poco la ciudadanía mexicana —contestó—, y se presentará con su nuevo pasaporte.
—¿Es suficiente?
—Para la Seguridad del Estado nada es suficiente, pero todavía Lucas no se ha quitado el fuego heroico de Sierra Maestra y desea cumplir otra hazaña.
—¡Otro sueño! —protesté—, decile que está loco.
Carmela volvió a hablar con Efraín. Su padre había empeorado, en efecto, por falta de antibióticos y murió a fines de diciembre. El muchacho estaba deprimido y atribuía su fallecimiento a la negligencia médica. Carmela, que no lo había operado, insistió que la cirugía fue correcta y exitosa, pero la asepsia de los sectores dedicados a los cubanos no era tan buena como la brindada a los extranjeros. Por eso apareció la infección y se necesitó reabrir la craneotomía. Si sus defensas hubieran sido más fuertes habría sobrevivido, los médicos hicieron todo lo que estaba a su alcance. Efraín no lo aceptaba, era una forma de protesta, quizá. Dijo que si estábamos dispuestos a repetir el riesgo, en el próximo viaje nos acompañaría. Le contestamos que sí, nuestra determinación era más sólida que nunca. Entre estar muertos en Cuba o morir en el mar, no había mucha diferencia.
El nuevo ensayo nos llevó a otro sitio de la costa, más distante que el anterior. Efraín dijo que nuestros coordinadores no fueron detenidos porque habían contratado el yate a través de un tercero que a su vez lo contrató a un oficial del ejército cercano a Raúl Castro quien, por consiguiente, gozaba de impunidad en sus negocios.
Entramos en otro camino de tierra y memorizamos los sitios donde nos recogerían. Me asombró que estuviesen cerca de un puerto de pescadores bastante poblado.
—¿No es peligroso?
—Me dijeron que al revés —contestó Efraín—, que este sitio nos da ventajas, porque la cantidad de gente disimulará nuestra presencia, y porque abundan los manglares acuáticos donde los guardacostas no se animan a meterse por miedo a encallar.
—Pero los habitantes podrían denunciarnos —reflexionó Carmela.
—No, casi nunca lo hacen, tienen lástima de los que se arrojan al mar por desesperación.
Volvimos a acopiar víveres y botellas de agua. Estábamos atentos a los programas de cortes de luz, porque en uno de esos cortes debíamos volver a jugar nuestro destino. En la calle se me acercó el negro huesudo para susurrar las estremecedoras palabras, le pregunté su nombre y dijo: «No lo revelarás ni muerto, me llamo Nicodemo Márquez». A las nueve y media de la noche, con el recelo de que quizá las cosas terminasen peor que la vez pasada, subimos a mi auto y fuimos hacia la costa.
El lugar era diferente, pero la noche igual de cerrada, con un masivo corte de luz en la isla. Saqué el auto del camino, busqué otra hondonada protectora y lo cubrimos con más ramas, por si tuviésemos que usarlo nuevamente. Mientras completábamos la tarea me dije que era demasiado optimista si creía que otro fracaso terminaría de la misma forma que la otra vez, con un regreso sin gloria, pero vivos. Eran pensamientos que acudían para alejar el soplo de la Muerte que no dejaba de acosarme.
Acompañé a Carmela hasta su escondite, yo caminé otro poco hasta el mío. El olor de la noche y el cielo estrellado repetían la escenografía de la otra vez. También el ronroneo del auto que se acercaba con los faroles apagados. Hubo un guiño, cierre de puerta, más ronroneo, bulto casi encima, puerta trasera que se abría, yo ingresé al auto. Lo sentí casi vacío.
—¿Carmela?
—Estoy aquí —contestó desde el otro extremo del asiento.
—Faltan dos personas —comentó el chofer—. No todo el mundo se despide rápido, era peligroso esperarlos.
Avanzamos hacia el pueblo y el auto se detuvo. «Bajemos», ordenó el chofer. Cargamos los bolsos y las botellas de agua. Lo seguimos pisándole los talones porque habíamos ingresado en la aldea y podíamos chocar las narices contra una pared. Me di cuenta de que el coordinador acariciaba el muro de una casa en busca de la puerta. Después le dio tres golpes seguidos. Escuché pasos y el crujido de las bisagras. Adentro oscilaba una vela que iluminó a nuestro grupo, invitado a entrar en silencio. Encontramos a otros viajeros con bolsas y botellas. A un costado colgaba una foto que me sobresaltó: era la de un militar. El dueño de la casa estaba a mi lado y se dio cuenta de mi sorpresa. Apuntó hacia su pecho.