—¿Falso? —El guardián llamó a un par de mujeres para que lo ayudasen. Una de ellas ladró:
—Te vas enseguida, compañera.
—¡Cómo! ¿Por qué?
—Porque tu nombre y tus presentaciones han sido borrados de la nueva edición del programa.
Las miró perpleja y le entregaron la flamante reimpresión. Revolvió las páginas, era un folleto idéntico al que tenía, pero sin su nombre ni contribuciones. Balbuceó:
—Está mal, se equivocaron, deben avisar que se equivocaron.
—¿Avisar? ¡Márchate! —ordenó el guardián.
—Los congresistas preguntarán por mí —se resistió Carmela.
—Nadie preguntará por ti y, si lo hacen, no es asunto tuyo-sonrió la segunda mujer.
—Ustedes me faltan el respeto.
—¿Que te faltamos el respeto? —intervino la primera mientras hundía su índice sobre el esternón de Carmela, empujándola.
—¿No lo sabías, compañera? —agregó la segunda—, ¡acabas de morir!
Tuvo que apoyarse en la pared mientras resbalaba de su mano el portafolio lleno de diapositivas. Cosas pavorosas habían sucedido en la época de Stalin, cuando la Enciclopedia Soviética determinaba cada año quién era importante y quién había dejado de serlo, quién merecía veneración y quién desaparecía del mundo. Pero esas arbitrariedades correspondían a la prehistoria de la accidentada marcha socialista, no a la Revolución cubana,
mi
Revolución.
Mientras se alejaba se acusó de haber procedido con estúpida arrogancia. La arrogancia que nunca debe permitirse un revolucionario ante sus superiores. Por esa arrogancia idiota cancelaba su carrera y tal vez su vida. Se arrastró con los tobillos inseguros y evocaba con obsesión malsana las operaciones a los extranjeros que dejaban dólares por una semiestafa. Sólo imaginarse la reanudación de esas estériles operaciones casi la hizo rodar a la calzada. Se detuvo, giró y miró hacia el alto edificio. Colgaban delante de sus columnas los afiches monumentales que conocía de memoria porque varios los había diseñado ella. ¿Qué opinarían los que esperaban su disertación? Con menguadas fuerzas retornó a la entrada. Sus párpados vencidos miraron al guardián de metal y las despectivas mujeres. Les pidió que anunciaran al ministro de Salud su presencia. La mujer del expulsivo dedo índice repitió el gesto mientras el guardián exclamaba de nuevo: «¡Márchate!».
Se arrastró por la calle. No había escapatoria. La habían destrozado. Quedaba excluida de las listas que derraman satisfacción y poder, incluidas las invitaciones a los actos oficiales, los viajes al exterior, la posición destacada en los encuentros científicos y la respuesta inmediata a requerimientos laborales o de confort hogareño.
El sol la cegaba como lámpara de interrogatorio. El miedo y las dudas le quemaban las meninges. Se resistía, igual que yo, a reconocer que en la Revolución se cometían arbitrariedades. Pero esta arbitrariedad concreta le fracturaba la autoestima como nunca antes.
Tardó horas en llegar al departamento.
No me encontró en casa. Tampoco iba a cometer el error de llamarme a la Biblioteca. Hasta ese momento habíamos dependido de su posición excepcional que, al perderse, nos dejaba colgados del fino hilo que era mi jaula transitoria.
Otro discípulo de Eneas Sarmiento asumió la jefatura del servicio de neurocirugía. Carmela fue citada por el director del hospital para informarle que seguiría en el servicio, pero bajo las órdenes del nuevo jefe, a quien debía entregar los informes, las estadísticas y los archivos de su trabajo. Carmela estuvo a punto de decirle que eso era rapiña. No obstante, se sometió: devastada, se desprendió de papeles, carpetas, filmes y diapositivas que consideraba un tesoro privado.
A medianoche la llamaron de urgencia para atender a un hombre que habían rescatado en el mar. Estaba casi muerto, con balas en el estómago, heridas en los ojos y la mano izquierda semiamputada, con una ligadura en el antebrazo. Ordenó una transfusión mientras se preguntaba por qué lo habían traído a neurocirugía si no registraba lesiones del cerebro ni de las vértebras. «Porque en los servicios de cirugía general y de traumatología están operando a otros», le respondieron. Mandó buscar a los familiares del paciente, basándose en la documentación que encontraron en los bolsillos empapados, pero los familiares se negaron a presentarse. Carmela imaginó la causa, no era la primera vez que sucedía: el hombre había intentado huir de la isla, su nave resultó atrapada, varios se ahogaron y los sobrevivientes fueron traídos al hospital.
Los familiares que eligieron permanecer en Cuba sabían de su mal futuro si revelaban simpatía por esas víctimas políticamente despreciables.
A la mañana el enfermo había sido trasladado. También los que habían ingresado en las otras dependencias del hospital por una razón que se consideró lógica: no se justificaba gastar los recursos de la Revolución en desertores comemierda. ¿Adonde los llevaron? Adonde deben estar: la cárcel. Pero ¿quién los cuidará? ¡Que se pudran!
Como esperábamos, llegó una orden para que abandonásemos nuestro confortable departamento. Fuimos al que nos asignaron de lástima, provisto de un solo dormitorio, una pieza estrecha para guardar libros y un espacio central que serviría de comedor. Era oscuro y maloliente, escondido en el fondo de un pasillo descascarado. Mudamos lo esencial y el resto lo donamos a una iglesia cercana para ser distribuido entre los marginales que la rodeaban. Nuestro tema recurrente, incluso durante la mudanza, fue el bote hundido por la Armada. Supimos que el hombre atendido en el servicio de Carmela había sido el responsable de la catástrofe: se había empeñado en rescatar a un compañero que cayó al mar y demoró la huida. En aguas internacionales fueron descubiertos por una torpedera que se les acercó a gran velocidad. La balsa trató de esquivarla entre el revoltijo de las olas. Un grueso disparo dio en el motor y lo hizo estallar. Otros proyectiles alcanzaron la pierna de un viajero y el hombro de una mujer. El fuego se extendía al resto del bote. El hombre que atendió Carmela había arrojado una granada contra el torpedero, pero la agitación del mar le impidió dar en el blanco. La enfurecida respuesta lo devastó. El gobierno quiso convertir esa tragedia en escarmiento y le dio publicidad. Los sobrevivientes fueron condenados a treinta años de cárcel. Intervinieron instituciones humanitarias de diversos países para conseguir su libertad. Pero nada, como de costumbre.
«Me gustaría viajar de nuevo a la Argentina —dije a Carmela—; me entusiasma el fin de la dictadura militar.» Estaba por asumir el gobierno encabezado por Raúl Alfonsín y la gente vivía una fiesta, como había ocurrido en Cuba cuando huyó Batista y asumió Fidel. Pero esta vez no me iban a dejar ir, porque sonaba a concesión de privilegio. Yo era un condenado y Carmela una científica repudiada. El domingo despertamos juntos y, como si fuese un cuento de Borges, advertimos que soñamos la misma historia. Se debía a que durante la cena volvimos a mencionar el reciente naufragio. Nuestros sueños diferían por el estado del mar, tranquilo en la mente de Carmela, tormentoso en la mía. Pero en ambos el bote llegaba a las luces de otro país. Si de veras los sueños expresan deseos, mi deseo mayor en este momento es viajar a Buenos Aires, ¿y el tuyo, Carmela?
Empezamos a frecuentar un tema que habíamos odiado: salir de Cuba. Existían tres rutas, una legal y dos ilegales. A la legal sólo podían acceder quienes gozaban de la confianza del régimen y no tenía otro costo que una granítica obsecuencia con la Revolución (es decir, con Fidel, ya me animaba a pensar). Las ilegales diferían por el dinero. Si uno contaba con ocho o diez mil dólares podía subir (clandestinamente, por supuesto) a una lancha rápida llamada «cigarreta» que en siete horas lo depositaba cerca de Miami. En cambio, si sólo disponía de quinientos dólares, el asunto era más difícil porque había que comprar o fabricar una embarcación menos segura. Nosotros no teníamos ocho mil dólares ni en moneda falsa, tampoco familiares o amigos en condiciones de regalarnos esa suma. ¿Nos arriesgaríamos a una balsa o un bote que podía enviarnos a los tiburones? Descartamos el proyecto, pero seguimos hablando de él.
Efraín Barrero iba seguido al hospital, donde su padre había sido operado de una hemorragia cerebral. Carmela lo atendía devota y expresaba su disgusto por la carencia de antibióticos, algunos de los cuales obtenía bajo cuerda en la sección destinada a pacientes extranjeros. Efraín había empezado a trabajar por su cuenta en la electricidad de los carros y decía que cuando su padre se curase se irían a otro lugar. ¿Qué lugar? No contestaba, pero Carmela advirtió que se refería a otro país, porque lo había afectado la denuncia del Comité local de Defensa de la Revolución. Lo habían sometido a un interrogatorio agobiante debido a que trabajar por cuenta propia se consideraba contrarrevolucionario. Le ordenaron que se incorporase a una empresa estatal. «¡Pero no necesitan electricistas de carros!», se defendió Efraín. «Entonces cortarás caña o recogerás basura o harás cualquier otra tarea productiva.» Lo llevaron al puerto como estibador. Pese al cansancio que le producía cargar bolsas, de mañana temprano, y luego de desayunar un vaso de agua con azúcar, siguió arreglando carros porque le significaban ganancia en dinero contante y sonante.
—¿Para qué necesitas el dinero? —preguntaba Carmela.
—Ya te dije, para irme con papá.
Efraín, enterado de que su doctorcita había caído en desgracia, empezó a confiarle secretos.
—¿No te puedes conseguir quinientos dólares? —le preguntó con un guiño. Ella sabía que esa cifra redonda se vinculaba al viaje. Efraín agregó—: Supongo que también quieres mudarte.
—No sé... —Ella encogió los hombros con dudas, con temor.
—Quieres, pero no te animas —susurró Efraín.
—Es peligroso —replicó Carmela en voz más baja aún.
—Mira, lo más peligroso está aquí, en los espías, las delaciones, los falsos amigos; cuando te subes, ya pasaste.
—Más o menos —replicó ella en forma casi inaudible— Están los tiburones y la Armada.
—La Armada es peor que los tiburones —replicó Efraín—, pero se la puede esquivar calculando bien los horarios.
—¿Cómo es eso?
—Te explico, pero vamos hacia aquel rincón, es más seguro.
«Efraín es un experto —me aseguró Carmela—. Inteligente y perceptivo, hace rato que averigua en forma hábil desde su secreto taller y consiguió vincularse con una red confiable, cuyos miembros están decididos a irse de Cuba o a facilitar las distintas etapas del operativo.»
—¿Vos crees todo lo que te dice?
—¿Por qué no? Me ha contado que hace diez días salió un grupo con el que fue una prima suya y han llegado bien.
—¿De dónde partieron?
—De un minúsculo puerto de pescadores en una bahía al norte de Villa Clara.
—¿Cómo sabe Efraín que les fue fácil?
—No dijo que les fue fácil, sino que llegaron bien; al partir los intentó atrapar la Guardia Costera, pero sus barcos no tenían gasolina.
—¿Cuántos iban?
—Trece personas. Por lo general son trece personas por lancha, pagan diez personas y tres van gratis. La solidaridad revolucionaria... —bromeé.
—Contrarrevolucionaria —me corrigió.
Temíamos dar el paso. El padre de Efraín mejoraba y pronto embarcaría con su hijo. Carmela estaba inquieta, por un lado anhelaba trepar a esa aventura y, por el otro, se sentía una traidora que pretendía volver a la frivolidad burguesa de su juventud: Nuestros sacrificios fueron inútiles, dijo, mi metamorfosis fue ficticia; ¿cómo es posible que después de haber invertido en esta epopeya lo mejor de la vida huyamos como ratas? ¿Qué habríamos pensado de nosotros mismos si en Sierra Maestra nos hubieran anunciado que haríamos trizas tanto esfuerzo en una sola noche de fuga?
La correspondencia con Lucas aumentó en frecuencia, aunque poco en información. Él escribía sobre su labor profesional y su activismo en favor de los marginados. Debido a las obligatorias elipsis, al principio pensamos que luchaba por las poblaciones indígenas. Era un ingenuo error, porque en realidad Lucas se arriesgaba por los derechos de los homosexuales, asunto que le hubiera significado una duplicación de su condena en Cuba. De esa forma proseguía su específica guerra por la libertad. No era fácil expresarle que Carmela y yo también decidimos luchar por nuestra libertad personal, que nos habíamos cansado de vivir como ciudadanos indignos. Cada sílaba, cada palabra debía ser evaluada con prudencia para que la censura no cortase de raíz nuestro intercambio epistolar, el único vínculo que nos quedaba con el exterior. Una página llevaba el tiempo de quince o veinte. Pero el ingenio permitió hacerle saber, de forma indirecta, con más vueltas que un arabesco, sobre nuestro dramático cambio de actitud y el deseo de abandonar Cuba.
No podíamos llegar a los mil dólares ni vendiendo efectos personales a los turistas.
—No importa —señaló Efrain—, hay buena gente que les prestará lo que falta y se lo devolverán desde el exterior.
—¿Por qué no se van ellos?
—Por miedo, pero se consuelan ayudando; son lo mejor de la nación cubana.
Me decidí antes que Carmela. Lo nuestro no es traición ni cobardía, le dije, sino lucha por la libertad, la tuya y la mía. Cuba se ha convertido en una enorme cárcel, asintió ella con voz quebrada.
—La cárcel que nos construyó Fidel —añadí— para darle el gusto a su omnipotencia, no para una genuina revolución socialista ni la felicidad de los cubanos. Fidel me ha cansado con sus discursos en los que asegura que trabaja para nuestra felicidad colectiva; la felicidad no se impone, sólo se impone la infelicidad, y es lo que él ha hecho.
Carmela me miró fijo, nunca nos habíamos atrevido a expresarnos así. «¡Tus ojos color de miel!», exclamó arrobada. Nos abrazamos y sentimos el alivio de haber, por fin, cruzado el Rubicón.
Hacia la media tarde pasamos a buscar a Efraín en mi auto para ensayar el operativo. Había detalles que debíamos memorizar. Mientras viajábamos hacia los pueblitos de la costa nos explicó que dos personas coordinaban los pormenores. Eran individuos de mediana edad que no se querían ir de Cuba para no abandonar su familia, pero ganaban buen dinero con este trabajo clandestino. Compraban la embarcación en un sitio lejano al de la partida, o se ocupaban de acondicionar balsas en desuso con un motor de camión. No decían la fecha precisa del viaje ni tampoco el lugar de la partida hasta poco antes, porque dependía de varios factores y, además, había que evitar las filtraciones que se producen en la conmoción de las despedidas. Nunca todos los viajeros debían concentrarse para evitar sospechas. En forma parcial la gente se reunía con alguno de los expertos. Le dijeron que nos conocían a Carmela y a mí, de modo que no hacía falta vernos previamente, sino saber dónde nos pasarían a recoger. Unos kilómetros al este de La Habana Efraín me indicó ingresar en un sendero de tierra. «Recuérdalo», dijo. Era el abandonado acceso de unas aldeas de pescadores que ahora se comunicaban por otro camino mejor. Tuve que bajar la velocidad por los pozos y ramas caídas que dificultaban el avance. Pasamos una parada de guagua en ruinas.