Al anochecer amainó el viento y cesó la lluvia. El cielo se fue granizando de estrellas. En torno se expandió una sorprendente y exagerada calma, como la que reina en los velatorios. Pero el motor dejaba escuchar sus latidos y decía que continuábamos viajando.
En duermevela escuché que gritaban al timonel: «¡Sigue la dirección de los aviones, son los que van a Miami!». Abrí los ojos y me asomé al borde. Amanecía y parpadeé atónito, como si explotase delante de mí un espejismo: vi la gruesa raya de la costa, brumosa aún, y unos veleros madrugadores. ¡Estábamos en aguas estadounidenses! ¡Habíamos llegado! Pero el júbilo se me atragantó por la inconsolable ausencia de Carmela, arrancada de mi lado durante el fragor de una pesadilla. Mi compañero me sacudió los hombros:
—¡Despierta, carajo!...
—Estoy despierto.
—Escucha: cuando te digan que te mandes al agua, ¡te mandas!
—¿Cómo?
—¡Que te mandas!, debes llegar a la costa antes de que nos descubran, nadando o corriendo, ¡pies secos, acuérdate!
Pasaban yates. «¡Que no nos recojan! —advirtió el mecánico—. ¡No hagan señas, mejor que no se acerquen!» Faltaban pocos metros, mi vecino se apeó y gritó que hacía pie. «¡Tirarse al agua, entonces! ¡Vamos, tirarse al agua!» Saltamos atropellados y empezamos a luchar contra la resistencia del mar con el ansia desbocada por alcanzar la preciosa arena de la playa. Faltaban unos cien metros, pero los malditos metros no se agotaban. Otro poco, sin aflojar. Vamos. Vamos. Por fin nuestros pies se posaron en la arena húmeda, luego en la seca. Nos faltaba oxígeno, éramos náufragos deshechos. Nos arrastramos hasta las primeras líneas de vegetación para asegurar que nos convertíamos en pies secos de verdad, como manda la ley. Y nos abrazamos. Las palmadas de mis compañeros expresaban alegría. Yo trepidaba sin alegría, la puta que te parió, Dios inclemente.
Varías residencias daban a esa playa. Avanzamos hacia una de ellas. A poca distancia fuimos detenidos por ladridos delatores. Enseguida se asomó un hombre de mediana edad que entendió de inmediato quiénes éramos. Acalló al perro e hizo señas tranquilizadoras. En un español casi ininteligible dijo que esperásemos, que traería a un amigo cubano. Cuando desapareció, el mecánico murmuró que fue a hacer la denuncia, mejor corremos hacia otra casa.
—No —dije firme—, no nos puede hacer nada malo.
—¿Por qué tan seguro?
—El hombre nos descubrió en su terreno, y aquí se cumple la ley.
No tardó en regresar con su amigo, que saludó con los brazos abiertos. «¡Bienvenidos a la libertad! —exclamó—. ¡Vengan, vengan a mi casa,
thank you
, Walter!» Nos condujo a la propiedad vecina y fue a llamar por teléfono. «No se preocupen —agregó al advertir nuestra inquietud—, están en regla y recibirán ayuda.» Sonó la sirena de una ambulancia y nos alarmamos, pese a la cordialidad del anfitrión. Enseguida se presentaron policías y un coche de bomberos. Estábamos rodeados de uniformes dispares que formaban un círculo de irreal amistad. Sin hacer preguntas nos entregaron sandwiches y botellas de agua. Yo sentía que el mundo daba vueltas, como si hubiese retornado al mar donde Neptuno quiso tragarnos. Mis entrañas se retorcían de pena y vacío. A mi lado debería estar Carmela.
Fui al consulado argentino de Miami y me reencontré con el mapa de mi país, salpicado de nombres familiares en su dilatada extensión. Sentí el choque de dos nostalgias, la vinculada con la Argentina de mi infancia, y la vinculada con Cuba, donde sorbí hasta la gota final de mi desempeño revolucionario. Traicioné a las dos patrias con plena conciencia. Ahora, que ya no buscaba la libertad de otros, sino la mía y la de Carmela, más modesta pero no menos apasionada, retornaba a la sensatez del regazo materno. La Argentina, luego de la excitación guerrillera, la sangrienta represión lopezreguista y la bestial dictadura militar, encontraba el carril de las instituciones que nosotros despreciamos por burguesas, formales o capitalistas, pensé con la acidez que produce el eructo de un error macizo. Esas instituciones prometían ahora ser la mejor guía del respeto mutuo entre los seres humanos, más eficientes que «la mano fuerte», «la vanguardia lúcida» y «el líder inspirado», cuyo origen era fascista, no progresista como habíamos supuesto con imperdonable fanatismo.
En la congestionada sala de espera retumbaban los acentos familiares, el desborde de afectos y las confesiones gritadas. La mayoría decía querer volver, volver por un tiempo o volver para siempre.
Volver...
—me asaltaba el tango—
con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien
. Argentina, pese a los barquinazos, revelaba su imán poderoso. Yo no quería narrar mi complicada historia, ni siquiera en devolución a las que mis connacionales derramaban con impúdica confianza. Me arrepentí de haber dicho que estuve en Cuba, porque Fidel apoyó a la dictadura militar argentina entre los países No Alienados para que no la condenasen por violación de los derechos humanos. Además, nunca se interesó por los desaparecidos, tema que había obsesionado a la política norteamericana de Jimmy Cárter. Una señora empezó a formular esa acusación incómoda y por suerte me salvó de ser marcado como culpable una hermosa empleada que me condujo a un escritorio, para llenar delante de otra empleada más bella aún los formularios de la repatriación. Quise emerger de mi duelo y hacerme el simpático. Eran muchos los que pretendían viajar, pero yo carecía de todo, menos de memoria. En mis bolsillos no tenía un solo papel que indicase quién era y decidí abrumar a mi interlocutora con fechas y nombres que certificaban mis señas. La funcionaria me despidió agónica y balbuceó que recibiría una respuesta. Le estampé un beso en la mejilla.
Pronto llegó a mis manos el sobre con los instrumentos de la repatriación. Pero esa rápida victoria arrojó mi alma a los pies: ¿Cómo ayudaré a Carmela si me voy de aquí? Desde Miami hay sólo noventa millas de distancia; desde Buenos Aires, miles.
Pude comunicarme por teléfono con Nicodemo Márquez, ese negro noble y corajudo que nos ayudó a huir de Cuba, la enorme Alcatraz del Caribe. Se asombró de escucharme y aplicamos el consabido lenguaje elíptico para evitar las escuchas espías. Sus referencias a la digestión con aletas significaban que me había creído en el estómago de los tiburones. Se alegró de saberme a salvo, pero su voz se arrugó cuando me dio a entender que Carmela estaba incomunicada en una remota cárcel de Oriente.
Mi partida a Buenos Aires fue tormentosa, con repetición de movimientos inútiles, como les pasa a los obsesivos que no logran tomar una decisión. Arreglé y desarreglé mi maleta con la escasa ropa que compré gracias al estipendio que entregan en Miami a los asilados políticos. Ponía algo que después debía buscar en el fondo de la valija porque me asaltaba la sospecha de que lo había olvidado en un closet. Miraba a cada rato mi ticket para cerciorarme del número de vuelo y la hora de partida. Llegué con demasiada anticipación al aeropuerto por miedo a perder el avión que, en otra parte de mi mente, deseaba perder. Cuando estuve ante el funcionario de Migraciones no podía encontrar el flamante pasaporte argentino, bien guardado en el bolsillo derecho de mi pantalón. Al llegar a la puerta de embarque tampoco pude encontrar mi ticket, que estaba por supuesto bien guardado en el otro bolsillo.
Me instalaron junto a la ventanilla. Acostumbrado a las frías naves soviéticas, el aparato me pareció un lujo excepcional. Desde mis entrañas una vocecita insolente me criticó: «¡Sos el colmo, Ignacio! Has dedicado tu vida a despotricar contra los vicios del consumo burgués y ahora te gustan sus productos como las golosinas a un niño».
En el aeropuerto de Ezeiza me esperaron Rosaura y sus hijitas. Me obligaron a hospedarme en su hogar, por lo menos durante las primeras semanas. Traté de darles una buena y cariñosa imagen a mis sobrinas, con quienes jugué y salí a dar paseos. Esa actividad, de alguna manera forzada, me ayudó a poner un límite a la depresión. Sobraban horas vacías en las que mis pensamientos saltaban hacia La Habana y la remota prisión en el Oriente de la isla, donde a Carmela la iban a escarmentar por su intento de fuga. Yo, que casi había muerto en el mar, gozaba de una increíble resurrección, porque estaba de nuevo en mi país de origen que a su vez había resucitado de una salvaje dictadura. Ella, que también estuvo a punto de morir en el mar, fue rescatada para languidecer en el suplicio de otra cárcel. Me amargaba la sensación de derrota. Mientras no lograse sacarla de la cárcel y traerla a Buenos Aires, no me iba a dar descanso.
Rosaura me acompañó en busca de las instancias que podrían ayudarme. Cultivaba contactos políticos, como la mayoría de la gente en esa primavera democrática, donde parecían flotar por el aire globos de colores con la sonrisa pintada adelante y atrás. Juntos entrevistamos a dirigentes peronistas, radicales y socialistas, hasta llegar a las organizaciones dedicadas a la defensa de los derechos humanos. Allí me atendieron con afecto, aunque sus oficinas estaban desbordadas por las denuncias que se derramaban a chorro cada día, y a las que trataban de dar curso sin excepción alguna, con una pasión que no es de este mundo. Las admiré antes de acercarme: esas organizaciones se habían jugado la cabeza durante los años de fuego, salvaron a muchos y ahora debían localizar desaparecidos, registrar víctimas de torturas y encontrar bebés nacidos en cautiverio.
Apreciaron que hubiera sido amigo del Che Guevara, que luchara en Sierra Maestra y asesorara a la Revolución, pero no entendían por qué huí de Cuba. Les expliqué una y otra vez que seguía siendo un admirador de la Revolución, pero no de una tiranía unipersonal. Algunos pensaron que mi postura era incoherente. No obstante, las palabras persecución, cárcel, torturas y prohibición para salir del país les llegaban al alma.
Fui recomendado a la Secretaría de Derechos Humanos, cuyo titular mostraba tan firme convicción democrática que me eximió de exponer detalles. Pero la más decisiva ayuda vino de quien menos me iba a imaginar, porque era un siervo del Dios en quien no creo, el comprensivo pastor Morelli, quien a su vez me puso en contacto con Ruth Fernández, la que acompañada por Margarita Sullivan, una amiga de mi estudio, logró que me recibiese el ministro de Relaciones Exteriores.
Aguardé en la antesala sorbiendo un pocillo de café. Cuando me invitaron a pasar, fui recibido por un hombre de mediana estatura, grandes anteojos, esponjosa cabellera gris y un hinchado bigote. El canciller Caputo escuchó con paciencia, interesado en mi protagonismo revolucionario. Cuando terminé de hablar suspiró su propio conflicto: no encontraba la forma de relacionarse con Castro sin afectar otras estrategias. Aseguró que analizaría mi pedido e invitó a otra reunión en algunos días. Supuse que era un recurso para sacarme de encima. Pero cumplió su palabra, porque fui citado a las cuarenta y ocho horas. En esta oportunidad el encuentro fue breve y me despidió con estas palabras: «Lograremos algo por Carmela, pero no le puedo decir cómo». ¡Fue el día más feliz en años! Corrí a comunicarme por teléfono con Nicodemo Márquez, que no estaba en su ático de la calle Jesús Peregrino. Llamé una hora más tarde, dos horas, dos horas y media y finalmente di con su voz de gruta. Le transmití la novedad imponiéndome la debida censura, para que los espías no cortasen la línea. Le hice entender que, de alguna forma, hiciese llegar este mensaje a Carmela.
Caputo viajó a México; a la delegación había incorporado al escritor Agustín Marconi, que trabajaba en la Secretaría de Cultura y conocía a Gabriel García Márquez desde el año 1970. Por encargo de Caputo, este escritor lo llamó por teléfono y García Márquez fue enseguida al hotel Camino Real donde se alojaba la delegación argentina. Se encerraron en un cuarto provisto de café, agua, pequeños sandwiches y cada uno desembuchó algo de su vida. García Márquez volvió a manifestar su gratitud por el decisivo impulso que recibió en la Argentina cuando publicó
Cien años de soledad
en 1967, el mismo año en que asesinaron al Che. Marconi le explicó que el gobierno presidido por Alfonsín estaba interesado en la inmediata libertad de la doctora Carmela Vasconcelos, cuyo esposo era argentino y se había radicado en Buenos Aires. García Márquez cultivaba la amistad de Fidel, pese a que decía oponerse a algunas de sus decisiones. Fidel lo usaba para sus propios fines y le había concedido una mansión suntuosa, con piscina, automóvil y servicio doméstico, casi un escándalo en la Cuba socialista. Pero la conciencia de García Márquez justificaba el goce de esos privilegios porque le permitía sacar de la cárcel o de la muerte a muchos presos políticos.
—También debes salvar a Carmela —pidió Agustín imperativamente.
—Haré lo posible —respondió Gabo.
—No me alcanza —replicó Agustín.
—¿Qué quieres decir?
—No me conforma un esfuerzo débil ni una espera larga.
—Trataré de no ser débil en el pedido ni demorarme en hacerlo. —García Márquez sonrió.
—Gracias, Gabo; tengo una carta manuscrita de Alfonsín para Fidel, donde le pide su liberación inmediata.
—No creo que deba entregársela.
—¿Por qué?
—A Fidel le molestan las presiones.
—Te la doy igual y decidirás qué conviene; quizá tus palabras cariñosas lo ablanden y esta carta funcione de emoliente.
—¡Me gusta la palabra «emoliente», casi no la he usado!
—¿Nos ayudarás?
—Lo haré.
—Gracias de nuevo, confío en tu habilidad diplomática.
—Muy bien —dijo Gabo—. ¿Podemos ahora hablar de literatura?
—Claro que sí.
—Bueno, deseo confiarte que escribo una nueva novela.
—¡Qué bueno!, contame.
—Viajo a Cartagena casi todos los meses para estrujar la memoria de mis padres sobre los huracanes que sufrió su resistido noviazgo, me sirven de material e inspiración para entender los afectos en la edad madura; creo que la titularé
El amor en los tiempos del cólera.
En la prisión decidí hacerme la guillao, la desentendida, la muerta. Me obligué a mantener un relajamiento intenso para lo que fuese, incluso para dejarme ofender y despersonalizar. No cabían más ilusiones. Había llegado al término de una senda donde fui testigo o protagonista de hechos que conmovieron al mundo. Conocí en el barro y en el sol a los héroes y villanos que habían participado en el asalto al cuartel Moneada, la despatarrada peripecia del
Granma
, los entrenamientos en la Sierra, las provocaciones al ejército de Batista, las incursiones en el Llano, la entrada triunfal en La Habana, la lucha en playa Girón, la represión contra los alzados de Escambray, el abandono del proyecto democrático, la exportación de guerrilleros internacionales para sembrar la miseria en varios países de América Latina y África con la utopía de instalar un mundo mejor. ¿A qué seguir?