»También me guardé mucho de decirle que los médicos me encontraron, hace dos años, una enfermedad arterial debida al tabaquismo. Mi arteria ilíaca izquierda está obstruida, la circulación sanguínea ya no pasa, o pasa muy mal, por mi pierna izquierda, y tengo dolores en la cadera y la pantorrilla, y el dedo gordo del pie izquierdo insensible. Los médicos me han prescrito unos medicamentos, pero no habrá mejora si no dejo de fumar y no hago ejercicio. Pero no tengo ningún deseo de dejar de fumar. Además, carezco totalmente de voluntad. No se le puede pedir a un alcohólico que tenga voluntad. Por lo tanto, si quiero dejar de fumar, primero tendré que dejar de beber.
»Me ha pasado incluso que pienso en dejar de fumar y de inmediato enciendo un cigarro o un cigarrillo, y pienso, fumando sin parar, que si no dejo de fumar pronto se parará totalmente la circulación de la sangre en mi pierna izquierda, y eso me provocará gangrena y la gangrena requerirá la amputación del pie o de toda la pierna.
»No le dije nada de todo esto a mi hermana por no inquietarla, pero ella estaba inquieta de todos modos. Al subir al tren me besó en las dos mejillas y me dijo: "Vende la librería y ven conmigo a nuestro pueblo. Viviremos con poca cosa, en la casa de nuestra infancia. Daremos paseos por el bosque y yo me ocuparé de ti, tú dejarás de fumar y de beber y podrás escribir tu libro".
»El tren se fue y yo volví y me puse un vaso de aguardiente y me pregunté a qué libro se referiría ella.
»Aquella noche tomé un somnífero además de mis medicamentos habituales para la circulación y me bebí todo el aguardiente que quedaba en la botella de mi hermana, es decir, casi medio litro. A pesar del somnífero, me desperté muy temprano a la mañana siguiente, con la pierna izquierda totalmente insensible. Estaba empapado, el corazón me latía con violencia, me temblaban las manos y estaba sumergido en un miedo y una angustia inmundas. Miré la hora en mi despertador, pero se había parado. Me arrastré hasta la ventana, y el viejo de enfrente seguía ahí. Le pregunté, a través de la calle desierta: "¿Podría decirme qué hora es, por favor? Se me ha parado el reloj". Se volvió antes de responderme, como para consultar un reloj de pared. "Son las seis y media", dijo. Quise vestirme, pero ya lo estaba. Había dormido con la ropa y los zapatos puestos. Bajé a la calle, me fui al colmado más cercano. Todavía estaba cerrado. Esperé caminando de un lado a otro, por la calle. Llegó el encargado, abrió la tienda y me atendió. Compré una botella de aguardiente del primero que encontré, volví y me bebí varios vasos. Mi angustia desapareció y el hombre de enfrente ya había cerrado la ventana.
»Volví a la librería, me senté en el mostrador. No había ningún cliente. Todavía era verano, las vacaciones escolares, y nadie necesitaba libros ni nada. Allí sentado, viendo los libros que había en los estantes, me acordé de mi libro, del libro del que había hablado mi hermana, de aquel libro que proyectaba escribir desde mi adolescencia. Quería ser escritor, escribir libros, ése era el sueño de mi juventud, y mi hermana y yo habíamos hablado de ello a menudo. Ella creía en mí, yo también creía en mí mismo, pero cada vez menos, y finalmente ese sueño de escribir libros lo olvidé por completo.
»No tengo más que cincuenta años. Si dejo de fumar y de beber, o más bien de beber y de fumar, podré escribir un libro todavía. Muchos libros no, pero un solo libro, quizá. Estoy convencido, Lucas, de que todo ser humano ha nacido para escribir un libro, y sólo para eso. Un libro genial o un libro mediocre, poco importa, pero el que no escriba nada es un ser perdido, no ha hecho más que pasar por la tierra sin dejar huella alguna.
»Si me quedo aquí, no escribiré jamás ningún libro. Mi única esperanza es vender la casa y la librería e irme a casa de mi hermana. Ella me impedirá beber y fumar, llevaremos una vida sana, ella se ocupará de todo y yo no tendré otra cosa que hacer que escribir mi libro, una vez eliminado el alcoholismo y el tabaquismo. Tú mismo, Lucas, también escribes un libro. De qué trata, lo ignoro. Pero escribes. Desde la infancia, no dejas de comprar hojas de papel, lápices y cuadernos.
Lucas dice:
—Tienes razón, Victor. Escribir es lo más importante. Pon un precio, te compro la casa y la librería. Dentro de algunas semanas podremos cerrar el trato.
Victor pregunta:
—Las cosas de valor de las que me has hablado, ¿qué son?
—Oro y dinero. Y también joyas.
Victor sonríe.
—¿Quieres visitar la casa?
—No es necesario. Yo haré las transformaciones necesarias. Estas dos habitaciones bastarán para nosotros dos.
—Pero erais tres, si no recuerdo mal.
—Ahora sólo somos dos. La madre del niño se ha ido.
Lucas dice al niño:
—Vamos a mudarnos. Ahora viviremos en la ciudad, en la plaza principal. He comprado la librería.
El niño dice:
—Muy bien. Estaré más cerca de la escuela. Pero, cuando vuelva Yasmine, ¿cómo sabrá dónde encontrarnos?
—En una ciudad tan pequeña nos encontrará fácilmente.
El niño pregunta:
—¿Y no tendremos ya animales ni huerto?
—Tendremos un jardín pequeño. Conservaremos el perro y el gato, y también algunas gallinas, por los huevos. Los demás animales se los venderemos a Joseph.
—¿Y dónde dormiré yo? Allá no habrá habitación de la abuela.
—Tú dormirás en una pequeña habitación al lado de la mía. Estaremos muy cerca el uno del otro.
—Sin los animales y sin los productos del huerto, ¿de qué viviremos?
—De la librería. Yo venderé lápices, libros y papel. Tú podrás ayudarme.
—Sí, te ayudaré. ¿Y cuándo nos mudamos?
—Mañana. Vendrá Joseph con su carro.
Lucas y el niño se instalan en la casa de Victor. Lucas pinta de nuevo las habitaciones, que quedan claras y limpias. Junto a la cocina, en un pequeño trastero, Lucas instala un cuarto de baño.
El niño pregunta:
—¿Puedo quedarme los esqueletos?
—No, es imposible. Imagina que entra alguien en tu habitación.
—No entrará nadie en mi habitación. Sólo Yasmine, cuando vuelva.
Lucas dice:
—De acuerdo. Puedes quedarte los esqueletos. Pero los esconderemos detrás de una cortina, de todos modos.
Lucas y el niño desbrozan el jardín abandonado por Victor. El niño señala un árbol:
—Mira ese árbol, Lucas, está todo negro.
—Es un árbol muerto. Habrá que cortarlo. Los demás árboles también pierden las hojas, pero ése está muerto.
A menudo, en medio de la noche, el niño se despierta y corre hacia la habitación de Lucas, a su cama, y si Lucas no está, le espera para contarle sus pesadillas. Lucas se acuesta junto al niño, aprieta contra sí el cuerpecillo delgado hasta que cesan los temblores del niño.
El niño le cuenta sus pesadillas, siempre las mismas, que se repiten y frecuentan regularmente sus noches.
Uno de sus sueños es el sueño del río. El niño, acostado en la superficie del agua, se deja llevar por la corriente mirando las estrellas. El niño es feliz pero, lentamente, algo se acerca, algo que da miedo, y de pronto, eso que da miedo está ahí, y el niño no sabe lo que es, y explota y grita y aúlla y ciega.
Otro sueño es el sueño del tigre que está acostado junto a la camita del niño. El tigre parece dormir, tiene un aire suave y amable, y el niño tiene muchas ganas de acariciarlo. El niño tiene miedo, sin embargo su deseo de acariciar al tigre aumenta, y el niño ya no puede resistirse más a ese deseo. Sus dedos tocan los pelos sedosos del tigre y el tigre, de un zarpazo, le arranca el brazo.
Otro sueño es el sueño de la isla desierta. El niño juega allí con su carretilla. La llena de arena, transporta la arena a otro sitio, vacía la carretilla, se va más lejos, vuelve a llenar la carretilla, la vacía de nuevo, y así una y otra vez, mucho rato, y bruscamente se ha hecho de noche y hace frío, y no hay nadie en ninguna parte, y sólo brillan las estrellas en su soledad infinita.
Otro sueño: el niño quiere volver a casa de la abuela y va caminando por las calles, pero no reconoce la calles de la ciudad, se pierde, las calles están desiertas, la casa ya no está donde debería estar, las cosas ya no están en su sitio, Yasmine le llama, llorando, y el niño no sabe qué calle, qué callejuela debe tomar para reunirse con ella.
El sueño más terrible es el del árbol muerto, el árbol negro del jardín. El niño mira el árbol y el árbol tiende sus ramas desnudas hacia el niño. El árbol dice: «Ya no soy más que un árbol muerto, pero te amo tanto como cuando estaba viva. Ven, pequeño mío, ven a mis brazos». El árbol habla con la voz de Yasmine y el niño se acerca, y las ramas muertas y negras lo enlazan y lo estrangulan.
Lucas corta el árbol muerto, lo trocea y hace fuego en el jardín. Cuando el fuego se apaga, el niño dice:
—Ahora ella ya no es más que un montón de cenizas.
Se va a su habitación. Lucas descorcha una botella de aguardiente. Bebe. Le dan náuseas. Se va al jardín, vomita. Una humareda blanca se eleva aún de las cenizas negras, pero empiezan a caer grandes gotas de lluvia y el chaparrón acaba el trabajo del fuego.
Después, el niño encuentra a Lucas en la hierba mojada, tirado en el barro. Lo sacude:
—Levántate, Lucas. Tienes que entrar. Llueve. Es de noche. Hace frío. ¿Puedes andar?
Lucas dice:
—Déjame. Vuelve a entrar. Mañana todo irá bien.
El niño se sienta junto a Lucas y le espera.
Sale el sol, Lucas abre los ojos:
—¿Qué ha pasado, Mathias?
El niño dice:
—No era más que otra pesadilla.
El insomne sigue apareciendo en su ventana todas las noches a las diez. El niño ya está acostado, Lucas sale de la casa, el insomne le pregunta la hora y Lucas le responde, y después se va a casa de Clara. Al amanecer, cuando vuelve, el insomne le pregunta la hora de nuevo, Lucas se la da y va a acostarse. Al cabo de unas horas se apaga la luz en la habitación del insomne y las palomas invaden su ventana.
Una mañana, cuando Lucas vuelve, el insomne le llama:
—¡Señor!
Lucas dice:
—Son las cinco.
—Ya lo sé. No me interesa la hora. Es sólo una manera de entablar conversación con la gente. Sólo quería decirle que el niño ha estado muy agitado esta noche. Se ha levantado hacia las dos, ha ido varias veces a su habitación y ha mirado mucho rato por la ventana. Incluso salió a la calle y fue a la taberna, y luego volvió y se acostó, supongo.
—¿Y hace esto a menudo?
—Sí, se despierta a menudo. Casi todas las noches. Pero es la primera vez que le veo salir de casa de noche.
—Durante el día tampoco, porque no sale de casa.
—Creo que le buscaba.
Lucas sube al piso y el niño duerme profundamente en su cama. Lucas mira por la ventana, el insomne le pregunta:
—¿Todo va bien?
—Sí. Está dormido. ¿Y usted? ¿No duerme nunca?
—Me adormilo de vez en cuando, pero nunca del todo. Hace ocho años que no duermo.
—¿Y qué hace durante el día?
—Paseo. Cuando me canso, voy a sentarme a un parque. Paso la parte más despejada de mi tiempo en un parque. Allí duermo algunos minutos, sentado en un banco. ¿Quiere acompañarme alguna vez?
—Ahora, si quiere.
—Bien. Voy a dar de comer a mis palomas y bajo.
Caminan por las calles desiertas de la ciudad dormida en dirección a la casa de la abuela. El insomne se detiene ante algunos metros cuadrados de hierba amarilla sobre la cual extienden sus ramas desnudas un par de viejos árboles.
—Éste es mi parque. El único lugar donde puedo dormir un momento.
El viejo se sienta en el único banco, al lado de una fuente seca, cubierta de musgo y de óxido. Lucas dice:
—Hay parques mucho más bonitos en la ciudad.
—No para mí.
Levanta su bastón y señala una casa muy bonita y grande.
—Antes vivíamos ahí, mi mujer y yo.
—¿Ella murió?
—Fue asesinada con varios disparos de revólver tres años después del fin de la guerra. Una noche a las diez.
Lucas se sienta junto al anciano.
—Me acuerdo de ella. Nosotros vivíamos cerca de la frontera. Al volver de la ciudad, teníamos la costumbre de pararnos aquí para beber agua y para descansar un poco. Cuando su mujer nos veía por la ventana, bajaba y nos daba unos trozos grandes de pastel de patata dulce. Nunca más he vuelto a comerlo. También me acuerdo de su sonrisa y de su acento, y también de su asesinato. Toda la ciudad hablaba de ello.
—¿Y qué decían?
—Se decía que la habían matado para poder nacionalizar las tres fábricas textiles que le pertenecían.
El anciano dice:
—Ella heredó esas fábricas de su padre. Yo trabajaba allí como ingeniero. Me casé con ella y se quedó aquí, y le gustaba mucho esta ciudad. Sin embargo, ella conservó su nacionalidad y «ellos» se vieron obligados a matarla. Era la única solución. «Ellos» la mataron en nuestro dormitorio. Oí los disparos desde el cuarto de baño. El asesino entró y volvió a salir por el balcón. Ella recibió las balas en la cabeza, en el pecho y en el vientre. La investigación concluyó que fue un obrero rencoroso que hizo aquello por venganza, y que después huyó al extranjero atravesando la frontera.
Lucas dice:
—La frontera era ya infranqueable en esa época, y ningún obrero poseía un revólver.
El insomne cierra los ojos y calla. Lucas pregunta:
—¿Sabe quién vive ahora en su casa?
—Está llena de niños. Nuestra casa se ha convertido en orfanato. Pero tiene que volver, Lucas. Mathias pronto se despertará, y tiene que abrir la librería.
—Tiene razón. Ya son las siete y media.
A veces, Lucas vuelve al parque para charlar un poco con el insomne. El viejo habla del pasado, de su pasado feliz con su mujer:
—Ella se reía todo el tiempo. Era feliz, despreocupada como una niña. Le gustaban las frutas, las flores, las estrellas, las nubes. Al anochecer salía al balcón para contemplar el cielo. Aseguraba que en ninguna parte del mundo existían unas puestas de sol tan maravillosas como en esta ciudad, y que en ningún otro lugar los colores del cielo eran más resplandecientes ni más bellos.
El hombre cierra sus ojos con ojeras, quemados por el insomnio. Sigue, con voz alterada:
—Después de su asesinato, unos funcionarios requisaron la casa y todo lo que contenía: los muebles, la vajilla, los libros, las joyas y la ropa de mi mujer. No me permitieron llevarme más que una maleta con una parte de mi ropa. Me aconsejaron que me fuese de la ciudad. Perdí mi empleo en la fábrica, no tenía trabajo, ni casa, ni dinero.