La casa estaba silenciosa. Fuera el sol brillaba de nuevo, el calor era sofocante.
Me levanté y saqué mi vieja maleta de debajo de la cama, y empecé a apilar en ella mi ropa. Era la única solución. Irme de allí cuanto antes. La cabeza me daba vueltas. Los ojos, la boca, la garganta, todo me ardía. Tenía vértigo, tuve que sentarme. Pensaba que nunca llegaría a la estación, en aquel estado. Busqué en la papelera y encontré una botella de aguardiente apenas empezada. Bebí a morro. Me encontré mejor. Me toqué la cabeza. Tenía un bulto doloroso detrás de la oreja izquierda. Volví a coger la botella, me la llevé a la boca y mi hermana entró en la habitación. Dejé la botella y esperé. Mi hermana también esperaba. El silencio fue muy largo. Fue ella quien lo rompió, con una voz tranquila y rara:
—¿Qué tienes que decirme?
—Nada —dije yo.
Ella gritó:
—¡Eso es demasiado fácil! ¡Sería demasiado fácil! ¡El señorito no tiene nada que decir! ¡Lo trae la policía borracho perdido, tirado por el barro, y el señorito no tiene nada que decir!
Yo dije entonces:
—Déjame. Me voy.
Ella siseó entonces:
—Sí, sí, ya lo veo, estás preparando la maleta. ¿Y adónde irás, pobre imbécil, adónde irás sin dinero?
—Todavía tengo en el banco el dinero que me queda de la venta de la librería.
—¿Ah, sí? Me pregunto qué quedará de ese dinero. La librería la malvendiste, y el poco dinero que sacaste de ella lo has derrochado en bebida y cigarrillos.
Yo nunca le había hablado, desde luego, de las monedas de oro y plata, ni de las joyas que había recibido también, y que había depositado igualmente en el banco. Respondí, sencillamente:
—Me queda aún lo suficiente para irme.
Ella dijo entonces:
—¿Y yo? A mí no me has pagado. Te he alimentado, alojado y cuidado. ¿Quién me reembolsará todo esto?
Yo cerré la maleta.
—Ya te pagaré. Déjame ir.
Enternecida de pronto, ella dijo:
—No seas niño, Victor. Te perdono por última vez. Lo que pasó anoche no fue más que un accidente, una recaída. Todo cambiará cuando hayas acabado tu libro.
Yo le pregunté:
—¿Qué libro?
Ella levantó mi «manuscrito»:
—Pues éste. Tu libro.
—Yo no he escrito ni una sola línea de eso.
—Hay casi doscientas páginas mecanografiadas.
—Sí, doscientas páginas copiadas de todo tipo de libros.
—¿Copiadas? No lo entiendo...
—Tú no entiendes nunca nada. Esas doscientas páginas las copié de otros libros. No hay ni una sola línea mía.
Ella me miraba. Yo levanté la botella y bebí largamente. Ella meneó la cabeza.
—No te creo. Estás borracho. Dices tonterías. ¿Por qué ibas a hacer semejante cosa?
Me reí entonces.
—Pues para hacerte creer que escribía. Pero yo no puedo escribir aquí. Me molestas, me espías sin cesar, me impides escribir. Verte, tu sola presencia en la casa, me impide escribir. Tú lo destruyes todo, lo degradas todo, aniquilas toda creación, vida, libertad, inspiración. ¡Desde que éramos niños no has hecho otra cosa que vigilarme, mangonearme y joderme, desde niños!
Ella se quedó silenciosa un momento, y después dijo, mirando el suelo de la habitación y la alfombra gastada:
—Yo lo he sacrificado todo por tu trabajo, por tu libro. Mi trabajo, mis clientas, mis últimos años. Iba de puntillas para no molestarte. ¿Y tú no has escrito ni una sola línea desde que estás aquí, en casi dos años? ¡Lo único que haces es comer, beber y fumar! ¡Eres un farsante, un inútil que no sirve para nada, un borracho, un parásito! ¡He anunciado la aparición de tu libro a todas mis clientas! ¿Y tú no has escrito nada? ¡Seré el hazmerreír de toda la ciudad! ¡Tú has traído la deshonra a mi casa! Tendría que haber dejado que te pudrieses en tu pueblucho sucio y tu mugrienta librería. Tú viviste allí solo durante más de veinte años, ¿por qué no escribiste un libro allí, donde yo no te molestaba, donde no te molestaba nadie? ¿Por qué? Porque serías incapaz de escribir ni una sola línea de un libro mediocre, ni en la situación más favorable o con las mejores condiciones.
Yo seguí bebiendo mientras ella hablaba y oí mi propia voz lejana, como si viniese de la habitación de al lado, que le respondía. Le dije que ella tenía razón, que no podía escribir nada mientras ella viviese. Le recordé nuestras experiencias sexuales infantiles, de las cuales ella fue la iniciadora, ya que me llevaba varios años, y que me afectaron mucho más de lo que ella podía imaginar.
Mi hermana respondió que aquello no eran más que juegos de niños, que era de mal gusto hablar de aquellas cosas, que ella seguía siendo virgen y que «eso» ya no le interesaba desde hacía mucho tiempo.
Yo le dije que ya sabía que «eso» no le interesaba, que se contentaba con acariciar las caderas y los pechos de sus clientas, que la había observado durante sus pruebas y había visto el placer que obtenía toqueteando a sus clientas que eran jóvenes y bellas como ella nunca había sido, porque ella no había sido otra cosa que una viciosa.
Le dije que a causa de su fealdad y su puritanismo hipócrita no había podido interesar jamás a ningún hombre. Y que por tanto se volvía hacia sus clientas y con el pretexto de tomar medidas y de alisar la tela, y se entregaba a tocamientos con mujeres jóvenes y bellas que le encargaban vestidos.
Mi hermana dijo:
—¡Has sobrepasado todos los límites, Victor, ya basta!
Cogió la botella, mi botella de aguardiente, y la golpeó contra la máquina de escribir, y el aguardiente se desparramó por todo el escritorio. Mi hermana, con el gollete de la botella roto, se acercaba.
Entonces me levanté, le inmovilicé el brazo, le torcí la muñeca y ella soltó la botella. Caímos en la cama y yo me eché sobre ella, le apreté el cuello flaco con las manos y cuando dejó de moverse, eyaculé.
Al día siguiente Lucas devolvió el manuscrito de Victor a Peter.
Algunos meses más tarde, Peter se fue de nuevo a su ciudad natal para asistir al juicio. Estuvo ausente varias semanas. Al volver pasó por la librería, acarició la cabeza de Mathias y dijo a Lucas:
—Ven a verme esta tarde.
—Pareces muy serio, Peter.
Peter meneó la cabeza.
—No me hagas preguntas ahora. Más tarde.
Cuando salió Peter, el niño se volvió hacia Lucas.
—¿Le ha pasado alguna desgracia a Peter?
—No, a Peter no, pero a uno de sus amigos sí, me temo.
El niño dice:
—Es lo mismo, quizá incluso peor.
Lucas aprieta a Mathias contra sí.
—Tienes razón. A veces, es peor.
En casa de Peter, Lucas pregunta:
—¿Y bien?
Peter vacía de un solo trago el vaso de aguardiente que acaba de servirse.
—Condenado a muerte. Lo ejecutaron ayer por la mañana, ahorcado. ¡Bebe!
—¡Estás borracho, Peter!
Peter levanta la botella y examina el nivel de líquido, y luego ríe:
—Sí, ya me he bebido la mitad de la botella. Tomo el relevo de Victor.
Lucas se levanta:
—Ya volveré otro día. No sirve de nada hablar cuando te encuentras en este estado.
Peter dice:
—Por el contrario. No puedo hablar de Victor más que en este estado. Vuelve a sentarte. Toma, esto te pertenece. Victor te lo envía.
Empuja hacia Lucas un pequeño saquito de tela.
Lucas pregunta:
—¿Qué es?
—Unas monedas de oro y unas joyas. Y también dinero. Victor no ha tenido tiempo de gastárselo. Me dijo: «Devuélvele todo esto a Lucas. Ha pagado demasiado caras la casa y la librería. En cuanto a ti, Peter, te lego mi casa, la casa de mi hermana y de nuestros padres. No tenemos heredero ni mi hermana ni yo. Vende esta casa, está maldita, pesa sobre ella una maldición desde nuestra infancia. Véndela y vuelve a la pequeña ciudad lejana, el lugar ideal que jamás debí abandonar».
Después de un silencio, Lucas dice:
—Tú habías previsto una condena más ligera para Victor. Creías incluso que evitaría la prisión y que podía acabar sus días en un psiquiátrico.
—Me equivoqué, sí. No podía prever que los psiquiatras encontrarían a Victor responsable de sus actos, ni que Victor se comportaría como un imbécil en su proceso. No manifestó ningún remordimiento ni ningún pesar ni ningún arrepentimiento. No dejó de repetir: «Tenía que hacerlo, era necesario que la matase, era la única solución para que pudiera escribir mi libro». Los miembros del jurado estimaron que no se puede matar a nadie con el pretexto de que esa persona le impide a uno escribir un libro. También declararon que sería muy fácil beber unas copas, matar a gente respetable y luego librarse. Concluyeron que Victor era un tipo egoísta, perverso, peligroso para la sociedad. Aparte de mí, todos los testigos declararon contra él y a favor de su hermana, que llevaba una vida ejemplar, honrada, y era apreciada por todos, sobre todo por sus clientas.
Lucas pregunta:
—¿Has podido verle aparte de su juicio?
—Después de la condena, sí. Me dejaron entrar en su celda y me quedé con él todo el tiempo que pude. Le hice compañía hasta el último día.
—¿Y tenía miedo?
—¿Miedo? Creo que no es ésa la palabra. Al principio no se lo creía, no se lo podía creer. Esperaba un indulto, un milagro, no lo sé. El día que redactó y firmó su testamento ya no se hacía más ilusiones. La última noche me dijo: «Sé que voy a morir, Peter, pero no lo entiendo. En lugar de un solo cadáver, el de mi hermana, habrá un segundo, el mío. Pero, ¿quién necesita un segundo cadáver? Desde luego Dios no; él no sabría qué hacer con nuestros cuerpos. ¿La sociedad? Ganaría un libro o dos si me dejasen vivir, en lugar de ganar un cadáver más que no aprovechará a nadie».
Lucas pregunta:
—¿Y asististe a la ejecución?
—No. Él me lo pidió, pero le dije que no. Me encuentras cobarde, ¿verdad?
—No sería la primera vez. Pero te comprendo.
—¿Y tú, habrías podido asistir?
—Si me lo hubiese pedido él, sí, lo habría hecho.
La librería se ha transformado en sala de lectura. Algunos niños ya han cogido la costumbre de ir allí para leer, o dibujar, otros entran por azar cuando tienen frío o cuando están cansados después de jugar largo rato en la nieve. Éstos apenas se quedan un cuarto de hora, el tiempo de calentarse, hojeando algunos libros de imágenes. También los hay que miran por el escaparate de la tienda y huyen en cuanto Lucas sale para invitarlos a entrar.
De vez en cuando Mathias baja del piso y se instala junto a Lucas con un libro, vuelve a subir al cabo de una hora o dos y baja de nuevo para cerrar. No se mezcla con los demás niños. Cuando se han ido todos, Mathias vuelve a poner los libros en orden, vacía la papelera, pone las sillas encima de las mesas y pasa la bayeta por el suelo manchado. También hace cuentas:
—Otra vez nos han robado siete lápices de colores, tres libros y han gastado decenas de hojas.
Lucas dice:
—Eso no es nada, Mathias. Si me lo pidieran, yo les regalaría todo eso. Pero son tímidos y prefieren cogerlo a escondidas. No es grave.
Hacia el final de una tarde, cuando todos leen en silencio, Mathias pasa una hoja de papel a Lucas. Ha escrito: «¡Mira a esa mujer!». Detrás del escaparate, en la oscuridad de la calle, la sombra de una mujer, una silueta sin rostro, contempla la sala iluminada de la librería. Lucas se levanta y la sombra desaparece.
Mathias cuchichea:
—Me sigue por todas partes. Durante el recreo me mira por encima de la valla del patio del colegio. Me viene siguiendo por el camino de vuelta.
Lucas pregunta:
—¿Y te habla?
—No. Una vez, hace algunos días, me tendió una manzana, pero yo no la cogí. Otra vez, cuando cuatro niños me habían tirado en la nieve y querían desnudarme, ella les regañó y les dio unas bofetadas. Yo huí.
—Entonces no es mala, te ha defendido.
—Sí, pero, ¿por qué? No tiene ningún motivo para defenderme. ¿Y por qué me sigue? ¿Por qué me vigila? Tengo miedo de su mirada. Tengo miedo de sus ojos.
—No le hagas caso, Mathias. Muchas mujeres han perdido a sus hijos durante la guerra. No pueden olvidarlos, y se acercan a otro niño que les recuerda la imagen de aquel que perdieron.
Mathias se ríe.
—Me extrañaría que yo pudiera recordarle a alguien la imagen de su hijo.
Por la tarde, Lucas llama en casa de la tía de Yasmine. Ella abre la ventana:
—¿Qué quiere?
—Hablar con usted.
—No tengo tiempo. Debo ir a trabajar.
—La espero.
Cuando sale de la casa, Lucas dice:
—La acompaño. ¿Trabaja a menudo de noche?
—Una semana de cada tres. Como todo el mundo. ¿De qué quiere hablar? ¿De mi trabajo?
—No. Del niño. Sólo quiero pedirle que le deje tranquilo.
—No le he hecho nada.
—Ya lo sé. Pero le sigue, le vigila. Y eso le molesta. ¿Lo comprende?
—Sí. Pobre pequeño. Ella le abandonó...
Caminan en silencio por la calle nevada y vacía. La mujer esconde el rostro en su bufanda, y sus hombros se sacuden con sollozos mudos.
Lucas pregunta:
—¿Cuándo liberarán a su marido?
—¿Mi marido? Murió. ¿No lo sabía?
—No. Lo siento muchísimo.
—Oficialmente, se suicidó. Pero supe por alguien que le conoció allí y que fue liberado que no se trató de un suicidio. Sus compañeros de celda lo mataron por lo que le había hecho a su hija.
Ahora ya se encuentran ante la gran fábrica textil iluminada por unos neones. De todas partes llegan sombras frioleras y apresuradas que desaparecen por la puerta metálica. Incluso allí el ruido de las máquinas es ensordecedor.
Lucas pregunta:
—Si su marido no hubiese muerto, ¿le habría recibido de nuevo?
—No lo sé. No creo que se hubiese atrevido a volver a este pueblo, de todos modos. Supongo que se habría ido a la capital, a buscar a Yasmine.
La sirena de la fábrica se pone a aullar. Lucas dice:
—La dejo. Llegará tarde.
La mujer levanta su rostro pálido, aún joven, en el que brillan los grandes ojos negros de Yasmine:
—Ahora que estoy sola podría quizá, si le parece bien, si está de acuerdo, llevarme el niño a mi casa.
Lucas aúlla más fuerte aún que la sirena de la fábrica:
—¿Llevarse a Mathias? ¡Jamás! ¡Es mío, sólo mío! ¡Le prohíbo que se acerque a él, que lo mire, que le hable, que lo siga!