Fuera está lloviendo. Clara vacila, resbala con los tacones altos. Lucas casi debe llevarla en volandas.
En su habitación, ella cae en la cama y tiembla. Lucas le quita los zapatos, la tapa. Se va a la otra habitación, prepara fuego en la estufa que calienta las dos piezas. Prepara té en la cocina y sirve dos tazas. Clara dice:
—Hay ron en el armario de la cocina.
Lucas trae el ron y lo vierte en las tazas.
Clara dice:
—Eres demasiado joven para beber alcohol.
—Tengo veinte años. Empecé a beber a la edad de doce años.
Clara cierra los ojos:
—Casi podría ser tu madre.
Más tarde, dice:
—Quédate. No me dejes sola.
Lucas se sienta en la silla del escritorio y contempla la habitación. Aparte de la cama, no hay nada más que el gran escritorio y una pequeña estantería con libros. Observa los libros: no tienen ningún interés, ya los conoce.
Clara duerme. Uno de sus brazos cuelga fuera de la cama. Lucas coge ese brazo. Le besa el dorso de la mano, después la palma. La lame, su lengua sube hasta el codo. Clara sigue sin moverse.
Ahora hace calor. Lucas aparta el edredón. El cuerpo de Clara aparece ante él, blanco y negro.
Mientras Lucas estaba en la cocina, Clara se había quitado la falda y el jersey. Ahora, Lucas le quita las medias negras, las ligas negras, el sujetador negro. Tapa el cuerpo blanco con el edredón. Después, quema la ropa interior en el hornillo de la otra habitación. Coge un sillón y se instala al lado de la cama. Ve que hay un libro en el suelo. Lo mira. Es un libro viejo, usado, y la página de portada tiene el sello de la biblioteca. Lucas lo lee y pasan las horas.
Clara gime. Sus ojos siguen cerrados, su rostro está cubierto de sudor, su cabeza gira de derecha a izquierda en la almohada, y murmura palabras incomprensibles.
Lucas se va a la cocina, moja un trapo, lo coloca sobre la frente de Clara. Las palabras incomprensibles se convierten en alaridos.
Lucas la sacude para despertarla. Ella abre los ojos:
—En el cajón de mi escritorio. Calmantes. Una cajita blanca.
Lucas encuentra los calmantes, y Clara se toma dos con el resto del té que se ha enfriado ya. Ella dice:
—No es nada. Siempre es la misma pesadilla.
Cierra los ojos. Cuando su respiración se vuelve regular, Lucas se va. Se lleva el libro.
Camina lentamente bajo la lluvia a través de las calles desiertas, hasta la casa de la abuela, en la otra punta de la ciudad.
El domingo por la tarde, Lucas vuelve a casa de Clara. Llama a la puerta de la cocina.
Clara pregunta:
—¿Quién es?
—Soy yo, Lucas.
Clara abre la puerta. Está pálida y lleva una bata vieja de color rojo.
—¿Qué quieres?
Lucas dice:
—Pasaba por aquí. Me preguntaba si estabas bien.
—Me encuentro muy bien, sí.
La mano que sujeta la puerta tiembla.
Lucas dice:
—Perdóname. Tenía miedo.
—¿De qué? No tienes ningún motivo para tener miedo por mí.
—Clara, por favor, déjame entrar.
Clara menea la cabeza.
—Tienes el don de la insistencia, Lucas. Entra, pues, y tómate un café.
Se sientan en la cocina y toman café.
Clara pregunta:
—¿Qué pasó anoche?
—¿No te acuerdas?
—No. Estoy en tratamiento desde la muerte de mi marido. Los medicamentos que debo tomar a veces tienen efectos desastrosos en mi memoria.
—Te recogí en la taberna. Si tomas medicamentos, deberías abstenerte de beber alcohol.
Ella oculta la cara entre las manos.
—No podrías ni imaginarte lo que he tenido que vivir.
Lucas dice:
—Conozco el dolor de la separación.
—La muerte de tu madre.
—No, es algo distinto. La marcha de un hermano con el que yo formaba una sola unidad.
Clara levanta la cabeza y mira a Lucas.
—Nosotros también, Thomas y yo, éramos un solo ser. «Ellos» lo asesinaron. ¿Asesinaron también a tu hermano?
—No. Se fue. Cruzó la frontera.
—¿Por qué no fuiste con él?
—Era necesario que uno de los dos se quedase para ocuparse de los animales, del jardín, de la casa de la abuela. También era necesario que aprendiésemos a vivir el uno sin el otro. Solos.
Clara puso su mano sobre la mano de Lucas.
—¿Cómo se llama él?
—Claus.
—Volverá. Thomas, en cambio, no volverá nunca.
Lucas se levanta.
—¿Quieres que encienda el fuego de la habitación? Tienes las manos heladas.
Clara dice:
—Eres muy amable. Voy a hacer unas crepes. Hoy todavía no he comido nada.
Lucas limpia la estufa. No queda ni rastro de ropa interior negra. Aviva el fuego y vuelve a la cocina:
—Ya no hay más carbón.
Clara dice:
—Voy a buscar al sótano.
Coge un cubo de hojalata y Lucas dice:
—Déjame ir a mí.
—¡No! No hay luz. Yo ya estoy acostumbrada.
Lucas se sienta en un sillón del salón, y saca de su bolsillo el libro que cogió en casa de Clara. Lee.
Clara trae unas crepes.
Lucas pregunta:
—¿Quién es tu amante?
—¿Me has espiado?
—Para él te compraste esa ropa interior negra, para él te pusiste zapatos de tacón alto. También tendrías que haberte teñido el pelo.
—Todo eso no te incumbe. ¿Qué lees?
Lucas le tiende el libro.
—Lo cogí prestado ayer. Me ha gustado mucho.
—No tienes derecho a llevártelo a tu casa. Debo devolverlo a la biblioteca.
—No te enfades, Clara. Te pido perdón.
Clara dice:
—¿Y mi ropa interior? ¿También te la llevaste prestada?
—No. La quemé.
—¿Que la quemaste? ¿Con qué derecho?
Lucas se levanta.
—Será mejor que me vaya, me parece.
—Sí, sí, vete. Te esperan.
—¿Quién me espera?
—Una mujer y un niño, por lo que dicen.
—Yasmine no es mi mujer.
—Vive en tu casa desde hace cuatro años con su hijo.
—El niño tampoco es mi hijo, pero ahora sí que es mío.
El lunes, Lucas espera enfrente de la biblioteca. Llega la noche y Clara no aparece. Lucas entra en la antigua casa gris, sigue el largo pasillo, llama a la puerta con cristales. No responde nadie, la puerta está cerrada con llave.
Lucas corre hasta la casa de Clara. Entra sin llamar a la cocina, y después al salón. La puerta del dormitorio está entreabierta. Lucas llama:
—¿Clara?
—Ven, Lucas.
Lucas entra en la habitación. Clara está en la cama. Lucas se sienta en el borde de la cama, le coge la mano a Clara, está ardiendo. Le toca la frente.
—Voy a buscar a un médico.
—No, no vale la pena. No es más que un resfriado. Me duele la cabeza y la garganta, sólo eso.
—¿Tienes medicamentos contra el dolor y la fiebre?
—No, no tengo nada. Mañana ya veremos. Enciéndeme el fuego nada más, y haz un poco de té.
Al beberse el té, ella dice:
—Gracias por venir, Lucas.
—Sabías que volvería.
—Lo esperaba. Es horrible estar enferma cuando uno está completamente solo.
Lucas dice:
—Tú nunca estarás sola, Clara.
Clara aprieta la mano de Lucas contra su mejilla.
—He sido mala contigo.
—Me has tratado como a un perro. Pero no tiene importancia.
Acaricia los cabellos de Clara, mojados de sudor.
—Intenta dormir. Voy a buscar medicamentos y vuelvo.
—La farmacia estará cerrada seguramente.
—Yo haré que la abran.
Lucas corre hacia la plaza principal, llama en casa del único farmacéutico de la ciudad. Llama varias veces. Al final se abre una ventanita en la puerta de madera y el farmacéutico pregunta:
—¿Qué quiere?
—Medicamentos contra la fiebre y los dolores. Es urgente.
—¿Tiene usted una receta?
—No he tenido tiempo de buscar un médico.
—No me extraña. Pero el problema es que sin receta es muy caro.
—No importa.
Lucas saca un billete del bolsillo y el farmacéutico le entrega un tubo de comprimidos.
Lucas corre hacia la casa de la abuela. Yasmine y el niño están en la cocina. Yasmine dice:
—Ya me he ocupado de los animales.
—Gracias, Yasmine. ¿Puedes llevarle la cena al señor cura esta noche? Estoy muy ocupado.
—Yo no conozco al señor cura. No tengo ningunas ganas de verle.
—Sólo tienes que dejar la cesta encima de la mesa de la cocina.
Yasmine se calla, mira a Lucas. Lucas se vuelve hacia Mathias:
—Esta noche será Yasmine la que te contará un cuento.
El niño dice:
—Yasmine no sabe contar cuentos.
—Entonces le cuentas tú uno a ella. Y me haces también un bonito dibujo.
—Sí, un bonito dibujo.
Lucas vuelve a casa de Clara. Disuelve dos comprimidos en un vaso de agua y se lo lleva a Clara.
—Bebe.
Clara obedece. Enseguida se duerme.
Lucas baja a la bodega con la linterna de bolsillo. En un rincón hay un montoncito pequeño de carbón, y unos sacos alineados en las paredes de alrededor. Algunos están abiertos y otros atados con cuerdas. Lucas mira en uno de los sacos: está lleno de patatas. Desata la cuerda de otro y en éste ve unas briquetas de carbón. Vuelca el saco en el suelo y caen cuatro o cinco briquetas y una veintena de libros. Lucas elige un libro y vuelve a meter los otros en el saco. Sube con el libro y el saco de carbón.
Sentado junto a la cama de Clara, lee.
Por la mañana, Clara le pregunta:
—¿Te has quedado aquí toda la noche?
—Sí. He dormido estupendamente.
Prepara té, le da sus pastillas a Clara, vuelve a avivar el fuego. Clara se toma la temperatura. Todavía tiene fiebre.
Lucas dice:
—Quédate en cama. Volveré al mediodía. ¿Qué te apetece comer?
Ella le responde:
—No tengo hambre. Pero ¿podrías pasar por la oficina municipal para anunciar que estoy enferma?
—Sí, lo haré. No te preocupes.
Lucas pasa por el despacho municipal y después vuelve a su casa, mata una gallina y la pone al fuego con unas verduras. Al mediodía lleva el caldo a Clara. Ella bebe un poco.
Lucas le dice:
—Anoche bajé a la bodega a buscar carbón. He visto los libros. Los transportabas en el cesto de la compra, ¿verdad?
Ella dice:
—Sí. No puedo aceptar que «ellos» los destruyan todos.
—¿Me permitirás que los lea?
—Lee todo lo que quieras. Pero sé prudente. Me arriesgo a que me deporten.
—Ya lo sé.
Hacia el final de la tarde, Lucas vuelve a su casa. En el huerto no hay nada que hacer en esa época del año. Lucas se ocupa de los animales, después escucha discos en su habitación. El niño llama a la puerta y le deja entrar.
El niño se instala en la cama grande y pregunta:
—¿Por qué llora Yasmine?
—¿Está llorando?
—Sí. Casi todo el tiempo. ¿Por qué?
—¿No te ha dicho por qué?
—Tengo miedo de preguntárselo.
Lucas se vuelve a cambiar el disco.
—Seguramente llora por su padre, que está en prisión.
—¿Y qué es la prisión?
—Es una casa grande con barrotes en las ventanas. Allí se encierra a la gente.
—¿Por qué?
—Por todo tipo de motivos. Se dice que son peligrosos. Mi padre también estuvo encerrado allí.
El niño levanta sus grandes ojos negros hacia Lucas.
—¿A ti también te podrían encerrar?
—Sí, a mí también.
El niño se sorbe los mocos, su pequeña barbilla tiembla.
—¿Y a mí?
Lucas se lo pone encima de las rodillas, lo abraza.
—No, a ti no. A los niños no se les encierra.
—Pero, ¿y cuando sea mayor?
—Entonces las cosas habrán cambiado y ya nadie estará encerrado.
El niño se calla un momento y dice:
—¡Los que están encerrados no podrán salir jamás de prisión!
Lucas dice:
—Un día sí que saldrán.
—¿Y el padre de Yasmine también?
—Pues sí, claro.
—¿Y ella ya no llorará más?
—No, ella ya no llorará más.
—¿Y tu padre saldrá también?
—Ya salió.
—¿Y dónde está?
—Murió. Tuvo un accidente.
—Si no hubiese salido, no habría tenido un accidente.
Lucas dice:
—Ahora tengo que irme. Vuelve a la cocina y no hables a Yasmine de su padre. La harías llorar todavía más. Sé amable y obediente con ella.
De pie en el umbral de la cocina, Yasmine pregunta:
—¿Te vas, Lucas?
Lucas se queda inmóvil junto a la puerta del jardín. No responde.
Yasmine dice:
—Sólo me gustaría saber si debo ir yo de nuevo a casa del señor cura.
Lucas responde, sin volverse:
—Sí, por favor, Yasmine. Yo no tengo tiempo.
Lucas pasa todas las noches con Clara hasta el viernes.
El viernes por la mañana, Clara dice:
—Ya estoy mejor. Volveré el lunes a trabajar. No estás obligado a pasar las noches aquí. Ya me has dedicado mucho tiempo.
—¿Qué quieres decir, Clara?
—Esta noche me gustaría estar sola.
—¡Vuelve «él»! ¿Es eso?
Ella baja los ojos sin responder. Lucas dice:
—¡No puedes hacerme esto!
Clara mira a Lucas a los ojos.
—Me reprochaste mi comportamiento de anciana. Tenías razón. Todavía soy joven.
Lucas pregunta:
—¿Quién es? ¿Por qué sólo viene el viernes? ¿Por qué no se casa contigo?
—Porque está casado.
Clara llora. Lucas le pregunta:
—¿Por qué lloras? Más bien sería yo el que tendría que llorar.
Por la tarde, Lucas vuelve a la taberna. Después de cerrar, pasea por las calles. Nieva. Lucas se detiene ante la casa de Peter. Las ventanas están oscuras. Lucas llama, nadie responde. Lucas llama de nuevo. Se abre una ventana y Peter pregunta:
—¿Quién es?
—Soy yo, Lucas.
—Espera, Lucas, ya voy.
La ventana se cierra y enseguida se abre la puerta. Peter dice:
—Entra, alma en pena.
Peter va en bata.
—Te he despertado. Perdóname.
—No es grave. Siéntate.
Lucas se sienta en un sillón de cuero:
—No tengo ganas de volver con este frío. Está demasiado lejos y he bebido demasiado. ¿Puedo dormir en tu casa?