Lucas sube al primer piso, llama a una ventana opaca encima de la cual se lee: «Documentos de identidad».
Un hombre con un blusón gris abre la ventana deslizante y mira a Lucas sin decir nada. Lucas dice:
—Buenos días, señor. Me gustaría tener un documento de identidad.
—Renovarlo, querrás decir. ¿Ha caducado el que tienes?
—No, señor. Es que no tengo. No he tenido nunca. Me han dicho que debía tener uno.
El funcionario le pregunta:
—¿Qué edad tienes?
—Quince años.
—Entonces, efectivamente, deberías tener uno. Dame tu cartilla de escolarización.
Lucas dice:
—No tengo cartilla de ningún tipo.
El funcionario responde:
—Eso no es posible. Si no has acabado todavía la escuela primaria, debes tener cartilla de escolarización; si eres estudiante, tienes tu carné de estudiante; si eres aprendiz, el carné de aprendiz.
—Lo siento muchísimo. No tengo ninguna de esas cosas. Nunca he ido al colegio.
—¿Cómo puede ser? La escuela es obligatoria hasta la edad de catorce años.
—Me dispensaron de ir a la escuela a causa de un traumatismo.
—¿Y ahora? ¿Qué es lo que haces?
—Vivo de los productos de mi huerto. También toco por las noches en los bares.
El funcionario dice entonces:
—Ah, eres tú. Te llamas Lucas T. ¿verdad?
—Sí.
—¿Y con quién vives?
—Vivo en casa de mi abuela, junto a la frontera. Vivo solo. Mi abuela murió el año pasado.
El funcionario se rasca la cabeza.
—Escucha, tu caso es especial. Tengo que informarme. No puedo decidir solo. Tienes que volver dentro de unos días.
Lucas dice:
—Peter N. quizá pudiese arreglar esto.
—¿Peter N.? ¿El secretario del partido? ¿Le conoces acaso?
Coge el teléfono. Lucas le dice:
—Vengo recomendado por el señor Victor.
El funcionario cuelga y sale de su despacho:
—Ven. Bajaremos un piso.
Llama a una puerta en la que pone: «Secretariado del partido revolucionario». Entran. Un hombre joven está sentado detrás de un escritorio. El funcionario le tiende un carné vacío.
—Se trata de un carné de identidad.
—Ya me ocupo yo. Déjenos.
El funcionario sale y el joven se levanta y tiende la mano a Lucas.
—Buenos días, Lucas.
—¿Me conoce?
—Todo el mundo en la ciudad te conoce. Estoy muy contento de poder ayudarte. Vamos a rellenar tu carné. Nombre, apellido, dirección, fecha de nacimiento. ¿Sólo tienes quince años? Eres muy alto para tu edad. ¿Oficio? ¿Pongo «músico»?
—Vivo también del cultivo de mi huerto.
—Entonces pondremos «horticultor», queda más serio. Bueno, veamos, pelo castaño, ojos grises... ¿Adscripción política?
—Deje eso en blanco.
—Sí. ¿Y qué deseas que ponga aquí: «Observaciones de las autoridades»?
—«Idiota», si puede ser. Sufrí un trauma, no soy normal del todo.
El joven se ríe.
—¿Que no eres normal del todo? ¿Y quién se creería eso? Pero tienes razón. Esa observación te puede evitar muchos disgustos. El servicio militar, por ejemplo. Voy a escribir, pues, «trastornos psíquicos crónicos». ¿Te vale así?
Lucas dice:
—Sí, señor. Muchas gracias, señor.
—Llámame Peter.
—Gracias, Peter.
Peter se acerca a Lucas y le tiende su carné. Con la otra mano le toca la cara suavemente. Lucas cierra los ojos. Peter le besa largamente en la boca, cogiendo la cabeza de Lucas entre sus manos. Mira un momento más el rostro de Lucas y luego se vuelve a sentar detrás de su escritorio.
—Perdóname, Lucas, tu belleza me ha alterado. Debo prestar más atención. Estas cosas son imperdonables en el partido.
—Nadie sabrá nada.
Peter dice:
—Un vicio semejante no se puede esconder toda una vida. No permanecería mucho tiempo en este cargo. Si estoy aquí es porque deserté, me rendí y volví con el ejército victorioso de nuestros liberadores. Aún era estudiante cuando me mandaron a la guerra.
—Debería casarse, o al menos tener una amante para desviar las sospechas. Le resultaría fácil seducir a una mujer. Es muy guapo y viril. Y también triste. A las mujeres les gustan los hombres tristes. Y además tiene una buena posición.
Peter se ríe.
—No tengo ningunas ganas de seducir a una mujer.
Lucas dice:
—Sin embargo, quizá existan mujeres a las que se pueda amar, de cierto modo.
—¡Cuántas cosas sabes a tu edad, Lucas!
—No sé nada, sólo adivino.
Peter dice:
—Si necesitas cualquier cosa, ven a verme.
Es el último día del año. Un frío intenso venido del norte se ha apoderado de la tierra.
Lucas baja al río. Llevará algo de pescado al señor cura para la cena de fin de año.
Ya es de noche. Lucas se ha provisto de una lámpara de petróleo y un pico. Empieza a cavar en el hielo que recubre el estanque cuando oye un llanto infantil. Dirige su linterna hacia el lugar de donde procede el llanto.
Una mujer está sentada en el puentecito que Lucas construyó hace muchísimos años. La mujer está envuelta en una manta, y contempla el río que arrastra placas de nieve y de hielo. Debajo de la manta llora un bebé.
Lucas se acerca y le pregunta a la mujer:
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
Ella no responde. Sus grandes ojos negros se clavan en la luz de la lámpara.
Lucas dice:
—Ven.
La rodea con el brazo derecho y la dirige hacia la casa, iluminándole el camino. El bebé sigue llorando.
En la cocina hace calor. La mujer se sienta, saca un pecho y da de mamar al bebé.
Lucas se vuelve y pone al fuego el sobrante de una sopa de verduras.
El niño duerme en el regazo de su madre. La madre mira a Lucas.
—He querido ahogarlo. No he podido.
Lucas pregunta:
—¿Quieres que lo haga yo?
—¿Podrías?
—He ahogado ratas, gatos, cachorros...
—Un niño no es lo mismo.
—¿Quieres que lo ahogue o no?
—No, ahora ya no. Es demasiado tarde.
Después de un silencio Lucas dice:
—Hay una habitación libre aquí. Puedes dormir con tu niño.
Ella levanta los ojos negros hacia Lucas.
—Te lo agradezco. Me llamo Yasmine.
Lucas abre la puerta de la habitación de la abuela:
—Acuesta tu niño en la cama. Dejaremos la puerta abierta para calentar la habitación. Cuando hayas comido, irás a dormir con él.
Yasmine deja a su niño sobre la cama de la abuela, y vuelve a la cocina.
Lucas le pregunta:
—¿Tienes hambre?
—No he comido desde ayer por la tarde.
Lucas le pone sopa en un cuenco.
—Come y vete a dormir. Mañana ya hablaremos. Tengo que irme ahora.
Vuelve al estanque, coge dos pescados con la red y se va a la rectoría.
Prepara la cena como de costumbre, come con el cura y juegan una partida de ajedrez. Lucas pierde por primera vez.
El señor cura se enfada.
—Estás distraído esta noche. Has cometido unos errores absurdos. Volvamos a empezar y concéntrate.
—Estoy muy cansado. Me tengo que ir.
—Vas a vagabundear por los bares.
—Está muy bien informado, señor cura.
El cura se ríe.
—Veo a muchas viejas. Ellas me cuentan todo lo que pasa en la ciudad. ¡No pongas esa cara! Ve, diviértete. Es la noche de fin de año.
Lucas se levanta.
—Le deseo un año muy feliz, padre.
El cura se levanta también y pone la mano sobre la cabeza de Lucas:
—Que Dios te bendiga. Que él te dé la paz de espíritu.
Lucas dice:
—Yo jamás tendré paz.
—Hay que rezar y esperar, hijo mío.
Lucas sale a la calle. Pasa por delante de los bares ruidosos, no se detiene, acelera el paso, corre incluso por el caminito sin iluminar que lleva a la casa de la abuela.
Abre la puerta de la cocina. Yasmine sigue sentada en el banco de rincón. Ha abierto la puerta de la cocina de leña, mira el fuego. El cuenco, lleno de sopa fría, está todavía encima de la mesa.
Lucas se sienta frente a Yasmine:
—No has comido.
—No tengo hambre. Todavía tengo muchísimo frío.
Lucas coge una botella de aguardiente de un estante y sirve dos vasos.
—Bebe. Esto te calentará por dentro.
Él bebe. Yasmine también. Sirve otro vaso. Beben en silencio. Oyen las campanas de la ciudad a lo lejos.
Lucas dice:
—Es medianoche. Empieza un nuevo año.
Yasmine deja caer la cabeza sobre la mesa y llora.
Lucas se levanta, quita la manta que cubre todavía a Yasmine. Acaricia sus cabellos negros, largos y brillantes. Acaricia también los pechos hinchados de leche. Le desabrocha la blusa, se inclina, bebe su leche. Al día siguiente Lucas entra en la cocina. Yasmine está sentada en el banco con su bebé en el regazo.
Ella dice:
—Me gustaría bañar a mi bebé. Después me iré.
—¿Y adónde irás?
—No lo sé. No puedo quedarme en esta ciudad después de lo que ha pasado.
Lucas pregunta:
—¿Qué ha pasado? ¿Es por el niño? Hay otras madres solteras en la ciudad. ¿Tus padres te han echado?
—Yo no tengo padres. Mi madre murió cuando yo nací. Vivía con mi padre y mi tía, la hermana de mi madre. Fue mi tía quien me crió. Cuando mi padre volvió de la guerra se casó con ella. Pero él no la amaba. Sólo me amaba a mí.
—Ya veo.
—Sí. Cuando mi tía se dio cuenta, nos denunció. Mi padre está en prisión. Yo trabajé en el hospital limpiando hasta el parto. He salido del hospital esta mañana, he ido a llamar a la puerta de mi casa y mi tía no me ha abierto. Me ha insultado a través de la puerta.
—Ya conozco tu historia. Se comenta en los bares.
—Sí, todo el mundo habla. Es una ciudad pequeña. No puedo quedarme aquí. Quería ahogar al niño y después pasar la frontera.
—La frontera es infranqueable. Pisarías una mina.
—Me da igual morirme.
—¿Qué edad tienes?
—Dieciocho años.
—Es demasiado pronto para morir. Puedes rehacer tu vida en otro lugar. En otra ciudad, más tarde, cuando tu hijo sea mayor. Y mientras esperas, puedes quedarte aquí todo el tiempo que quieras.
Ella dice:
—Pero la gente de la ciudad...
—La gente dejará de cotillear. Acabarán por callarse. No tienes ninguna obligación de verles. Aquí no estamos en la ciudad, sino en mi casa.
—¿Me dejarás quedarme en tu casa con mi niño?
—Puedes vivir en esta habitación, puedes venir también a la cocina, pero no debes venir nunca a mi habitación ni subir al desván. Y no me hagas preguntas nunca.
Yasmine dice entonces:
—No te haré ninguna pregunta y no te molestaré. Y tampoco dejaré que el niño te moleste. Cocinaré y limpiaré. Sé hacerlo todo. En mi casa, era yo quien se ocupaba de eso, porque mi tía trabaja en la fábrica.
Lucas dice:
—El agua está hirviendo. Puedes preparar el baño.
Yasmine pone un barreño encima de la mesa, quita la ropita y los pañales al bebé. Lucas calienta una toalla de baño encima del fogón. Yasmine lava al niño y Lucas la observa. Dice:
—Tiene una malformación en los hombros.
—Sí. Y también en las piernas. Me lo han dicho en el hospital. Es culpa mía. Me apreté el vientre con un corsé para ocultar mi embarazo. Será un impedido. Si al menos hubiese tenido el valor de ahogarlo...
Lucas coge al niño envuelto en la toalla en sus brazos y mira el pequeño rostro arrugado.
—Ya no hay que hablar más de ello, Yasmine.
Ella dice:
—Será un desgraciado.
—Tú también eres desgraciada, aunque no estés impedida. Él a lo mejor no es más desgraciado que tú o que cualquier otro.
Yasmine coge de nuevo a su niño, con los ojos llenos de lágrimas.
—Qué amable eres, Lucas.
—¿Sabes mi nombre?
—Todo el mundo te conoce en la ciudad. Se dice que estás loco, pero yo no lo creo.
Lucas sale y vuelve con unas tablas.
—Voy a fabricarle una cuna.
Yasmine hace la colada, prepara la cena. Cuando la cuna está lista, acuestan dentro al niño y lo acunan.
Lucas pregunta:
—¿Cómo se llama? ¿Ya le has puesto nombre?
—Sí. En el hospital me lo preguntaron para declararlo en el ayuntamiento. Le he puesto Mathias. Es el nombre de mi padre. No me vino a la mente ningún otro nombre.
—¿Tanto le amabas?
—No le tenía más que a él.
Por la noche, Lucas vuelve de la rectoría sin pararse en la taberna. El fuego arde todavía en la cocina. Por la puerta entreabierta Lucas oye a Yasmine canturrear suavemente. Entra en la habitación de la abuela. Yasmine, en camisón, acuna al niño junto a la ventana. Lucas le pregunta:
—¿Por qué no te has acostado todavía?
—Te esperaba.
—No debes esperarme. Normalmente, vuelvo mucho más tarde.
Yasmine sonríe.
—Ya lo sé. Tocas en los bares.
Lucas se acerca, le pregunta:
—¿Duerme?
—Hace mucho tiempo. Pero me gusta mucho acunarlo.
Lucas dice:
—Ven a la cocina. Lo vas a despertar.
Sentados cara a cara en la cocina, beben aguardiente en silencio. Más tarde, Lucas pregunta:
—¿Cuándo empezó todo? Entre tu padre y tú.
—Enseguida. En cuanto él volvió.
—¿Qué edad tenías tú?
—Doce años.
—¿Te violó?
Yasmine se ríe.
—¡No, no! No me violó. Sólo se acostaba junto a mí, me apretaba contra su cuerpo, me abrazaba, me acariciaba y lloraba.
—¿Dónde estaba tu tía mientras tanto?
—Trabajaba en la fábrica, hacía turnos. Cuando le tocaba el turno de noche, mi padre dormía conmigo, en mi cama. Era una cama estrecha, en una habitación sin ventanas. Éramos felices los dos en aquella cama.
Lucas sirve aguardiente y dice:
—¡Sigue!
—Yo crecía. Mi padre me acariciaba los pechos y decía: «Pronto serás una mujer y te irás con un chico». Yo decía: «No, no me iré nunca». Una noche, mientras dormía, cogí su mano y me la puse entre las piernas. Apreté sus dedos y conocí el placer por primera vez. Al día siguiente por la noche fui yo quien le pedí que me diera otra vez ese placer infinitamente dulce. Él lloraba, decía que no podía ser, que aquello estaba mal, pero yo insistí y supliqué. Entonces se inclinó hacia mi sexo, lo lamió, lo chupó y lo besó, y mi placer fue mucho más intenso aún que la primera vez.