Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
La arqueóloga francesa había aprobado que Osama se encargase de toda la logística. Sabía, desde que vio al egipcio con su inconfundible porte castrense, su típico bigote gubernamental y su temperamento marmóreo, que no podía ser otra cosa que un policía o un militar. Agradecía la sinceridad del teniente cuando le había contado que, efectivamente, era un miembro del ejército, que su presencia era necesaria para velar por la seguridad del campamento y que únicamente actuaría de contacto de urgencia con las autoridades egipcias sólo cuando algo saliese rematadamente mal. Osama le había dado plenas garantías a Marie, seguiría sus órdenes con estricta disciplina. La francesa hizo el difícil ejercicio de intentar creérselo todo.
El otro miembro egipcio, Alí Khalil, parecía ser realmente quien decía ser, un conservador del Museo de El Cairo. Marie había puesto a prueba sus conocimientos con un par de mal disimuladas preguntas sobre las tres diosas que aparecían en las fotos de la losa que tapaba la tumba.
Alí parecía un tipo tranquilo, a juicio de la arqueóloga, y su ex-pupilo John Winters tampoco se mostraba excesivamente activo en los prolegómenos de la expedición, había dejado hacer a Marie y que ella fuese quien discutiese los detalles del equipamiento con Osama. John se había conservado tal y como lo recordaba Marie, un chico tímido, que siempre iba a remover la tierra donde no había nadie más haciéndolo.
John y Marie habían estado hablando un rato antes de la primera reunión, se habían encontrado casualmente en el vestíbulo del hotel y habían intercambiado impresiones sobre la tumba y el Arca. John le contó, sin ningún reparo, que había acabado trabajando para Scotland Yard, dedicado a investigar el robo y contrabando de antigüedades. Marie confirmó sus sospechas de por qué estaba su antiguo alumno en la lista que le proporcionaron. Tendría que andar con cuidado, pero eso ya lo sabía.
La charla, por otra parte, había transcurrido muy agradablemente. John poseía algo que había hecho que Marie se fijase en él en su época de estudiante y algún residuo de ese interés todavía sobrevivía en algún rincón de su mente. La mejor prueba era que, aunque habían pasado casi 10 años, había logrado reconocer el apellido de John de entre una lista de varias decenas de nombres; y, ese algo, su antiguo discípulo todavía no lo había perdido.
John Winters había demostrado grandes conocimientos de egiptología y parecía que había estudiado la Biblia detenidamente. Marie sabía, desde los tiempos en los que le impartió clases, que John era un auténtico superdotado que intentaba mal disimular sus abundantes aptitudes no relacionándose con nadie; aunque, aparentemente, los años le habían hecho un poco más maduro y abierto, por lo menos eso le parecía a la francesa.
Osama había adquirido todo lo necesario para la expedición. Marie no sabía, ni había querido preguntar, quién había aportado el dinero. Ignoraba si había sido el gobierno egipcio, el inglés, el francés, si habían dividido los gastos a partes iguales o no, no le interesaba. Solamente intuía que no iban a tener problemas crematísticos: un camión y dos todoterreno completamente nuevos, tiendas de campaña, una línea telefónica vía satélite, herramientas de cavado y perforación para 12 hombres, sillas, toldos, cocina portátil, provisiones… El teniente debía haber pasado muchas temporadas en el desierto, no se le había escapado absolutamente nada. Y, había asegurado el militar, si algo faltaba él se encargaría de traerlo una vez instalados. Marie agradecía el que alguien se ocupase de esos detalles, así podría concentrarse en lo que realmente le interesaba: la tumba y su contenido.
El teniente Osman tenía mucha experiencia en este tipo de acampadas al aire libre. Su vida entera era una continua maniobra, sólo había que echar un vistazo a su curtida piel, mucho más gruesa de lo normal como delataba la profundidad de sus arrugas. Llevaba casi toda la vida en el ejército, después de los tres años del ineludible servicio militar obligatorio son pocos los que todavía tienen deseos de continuar en la milicia, pero a él esa vida le gustaba. El saber que todo estaba estrictamente regulado por las exhaustivas leyes castrenses le producía, de joven, una gran economía mental. No tenía que pensar en nada más que en seguir las órdenes y los reglamentos establecidos, por eso se reenganchó. Claro que esa estática existencial sólo fue posible experimentarla antes de recibir su bautismo de fuego, en la I Guerra del Golfo.
El entonces cabo Osama Osman formó parte de los 38.500 soldados con los que el régimen egipcio contribuyó a la coalición antiiraquí comandada por los Estados Unidos que se proponía liberar Kuwait. Y fue uno de los pocos hombres del ejército egipcio que realmente entró en combate. El grueso de las tropas, igual que todas las fuerzas que aportaron los aliados árabes, fueron reservadas para posibles complicaciones que pudieran surgir en el avance norteamericano o para proteger zonas sensibles ante un eventual contraataque iraquí que al final no se produjo.
A pesar de estas intenciones, un pequeño destacamento de la guarnición egipcia, que estaba desplegada en la frontera de Arabia Saudí con Iraq y Jordania, tuvo que intervenir una noche a toda prisa para interceptar una lanzadera de misiles Scud que se proponía atacar Israel antes incluso que los americanos se diesen cuenta siquiera de los planes iraquíes de extender el conflicto por todo Oriente Próximo.
Osama estaba en ese comando. No sabían entonces que se enfrentaban a una lanzadera de misiles bien escoltada por tropas de elite de la Guardia Republicana iraquí; solamente les habían notificado que un satélite estadounidense había captado a un grupo de soldados enemigos marchando a toda prisa a través del desierto en dirección a la frontera jordana.
Por tanto, su misión era interceptar a un posible grupo de fugitivos que habían escapado del cerco norteamericano e intentaban desertar dirigiéndose hacia Jordania, país que se había mantenido neutral. Sus superiores se fiaron de la información y decidieron enviar allí a una pequeña compañía comandada por un teniente sin ninguna experiencia en combate.
Cuando llegaron al lugar se encontraron inmersos en un infernal tiroteo con armas automáticas. No tenían sitio donde escapar, los iraquíes habían inutilizado sus tres jeep, había varios compañeros heridos y a duras penas resistían detrás de las dunas.
El oficial no reaccionaba, la situación le estaba superando. Osama decidió por el pusilánime individuo y esto le ayudó a sobrevivir. Desde entonces anteponía su propio criterio a todas las normas escritas o por escribir. En la batalla no hay sitio ni para los formulismos ni para los protocolos, si no eres capaz de pensar sobre la marcha estás muerto.
Ante la pasividad del teniente, ordenó a tres de los hombres que tenía más cerca rodear por la derecha la gran duna en la que estaban cobijados y distraer a los iraquíes disparando todos los cargadores que tuvieran a mano. Mientras, Osama cogió otros dos hombres y rodeó la duna por la izquierda. Los enemigos, ocupados en proteger su flanco izquierdo descuidaron el derecho. El cabo Osman y sus dos compañeros consiguieron reptar hacia un agujero natural en la arena que estaba muy cerca de las posiciones contrarias, tan cerca que podían lanzar las granadas que portaban casi detrás del convoy iraquí. Las explosiones hicieron cundir el pánico entre los combatientes de la Guardia Republicana, se creían rodeados por unas tropas a las que no habían visto llegar. Después de otra andanada de granadas se rindieron.
La experiencia le abrió los ojos a Osama y, desde entonces, trataba de no depender de nadie, ni siquiera de los integrantes de su unidad. Esto le había dado fama de implacable lobo solitario entre sus compañeros de armas.
Posteriormente, cuando sus superiores se enteraron de los verdaderos propósitos de los iraquíes, lanzar una descarga de misiles a Israel, muchos lamentaron el haber colaborado en frustrar un ataque que en el fondo todos apoyaban moralmente. Era una ambivalencia que la mayoría de los soldados rasos no conseguía entender. Osama, ya sin las columnas mentales que soportaban todo el edificio de normas incuestionables y explicaciones oficiales que habían taponado su sentido común, comprendió, de golpe, como si algo brotase en su interior, que no todo es lo que parece. Que hay cosas que nunca se escriben ni se cuentan, por ejemplo los principios de la política exterior egipcia. Supo por qué Egipto postergaba cada vez más a los árabes en favor de las alianzas con occidente y el propio Israel. Era simplemente una estrategia, como la que él había seguido en las dunas.
Los mandos egipcios habían comprobado varias veces, y en su propia piel, que no podrían luchar nunca en igualdad de condiciones contra la superioridad armamentística de los hebreos. Era como intentar derribar helicópteros a pedradas. El armamento que les habían proporcionado los soviéticos en las décadas de los setenta y ochenta no tenía nada que hacer con los suministros que facilitaban los norteamericanos a Israel.
En cambio, ahora, en el siglo XXI, a base de ganarse la confianza de los occidentales con gestos amistosos y favores políticos, el ejército egipcio era uno de los más modernos y mejor pertrechados de todo Oriente Próximo. El que Egipto participase de aliado en contra de Iraq durante la Guerra del Golfo era un paso más en el juego. Si no puedes defenderte de tu enemigo, hazle creer que eres su amigo hasta que te enseñe todo lo que sabe.
Un Osama más maduro era capaz de interpretar ahora por qué cuando era un adolescente acataba tan rígidamente las órdenes sin cuestionarlas. Interiormente, como todos los egipcios, desaprobaba cualquier gesto con Israel y Occidente, no entendía las pautas de actuación de sus gobernantes. Ante este conflicto el joven Osama siempre se resolvía a seguir las normas al pie de la letra, sin preocuparse de reconciliarlas con lo que realmente sentía. Pero ahora, que imaginaba comprenderlo todo, estaba incluso más unido a los objetivos finales de las clases políticas de su país: primero crece y después decide lo que quieres hacer. Egipto era un país que necesitaba desarrollarse y para ello necesitaba la ayuda de los occidentales.
Después de la captura de la lanzadera de misiles los estadounidenses se tomaron más en serio la vigilancia de aquella zona. Los egipcios quedaron relegados únicamente a patrullar la frontera Saudí y Osama no volvió a entrar en acción; pero su hazaña no quedó ignota para sus superiores, sobre todo para el, por aquel tiempo, comandante Yusuf al-Misri. Desde entonces lo había tenido bajo su protección y le había encargado cometidos bastante delicados.
Yusuf no imponía a Osama ninguna pauta o guión a seguir, simplemente le contaba explícitamente lo que quería y dejaba total libertad a su valido para que actuase según creyese conveniente. Yusuf había sido hombre de acción y sabía, igual que sabía ahora Osama, que si hay movimiento no hay que buscar punto fijo alguno al que agarrarse.
El teniente Osama se encontraba ahora envuelto en un cometido bastante novedoso para él, prestar seguridad a tres científicos y sacar un objeto fuera del país, el Arca de la Alianza, que bien podría usarse para chantajear a los israelíes. Tenía que entregar algo tan valioso a unos gobiernos extranjeros que, con toda seguridad, donarían el Arca al estado hebreo más tarde o más temprano; pero Osama, como todo buen jugador de ajedrez, ya era capaz de adivinar los próximos movimientos de las fichas, no se quedaba solamente en la superficie de lo que veía o le contaban, como hubiese hecho el Osama de antes de su iluminación.
Nadie le había dicho nada, pero Osama estaba seguro que la participación de un egiptólogo inglés en la expedición debía ser un regalo del gobierno egipcio a sus aliados anglosajones. Otro guiño amistoso que se correspondería con un crédito a bajo interés para comprar aviones de combate o carros blindados, de otra forma todo habría quedado en un secreto compartido tan solo por franceses y egipcios.
Su coronel había asegurado a Osman que si todo salía bien su ascenso a capitán podía considerarse como seguro. Osama se fiaba de Yusuf, pensaban utilizando las mismas fórmulas, sintiendo las mismas vibraciones, como dos relojes recién sincronizados.
—Dígame doctora Mariette —dijo Osama de improviso—. ¿Está muy lejos el lugar al que nos dirigiremos mañana?
Todos miraban el espléndido panorama de las pirámides que se ofrecía a través de los amplios ventanales, sustitutos de cualquier atisbo de tabique que hubiera podido dificultar la visión; pero, ahora que alguien había roto por fin un silencio que ya duraba varios minutos, acomodaron sus cuerpos para mirar al teniente.
Marie también se giró. Observó el fino bigote de Osama que le mimetizaba perfectamente y ayudaba a confundirlo con cualquier campesino de provincias. Su pelo de rizos diminutos cortado a cepillo, sus gruesas manos poco cuidadas y sus dientes algo estropeados acentuaban más el efecto. Solamente su buen traje y la total apariencia de sentirse cómodo con él disimulaban la minúscula medida que diferenciaba a Osama de sus paisanos más humildes.
—Pues no muy lejos, mañana se lo diré —respondió Marie con una sonrisa que sustituía a la merecida disculpa que tendría que haber formulado por su negativa a contestar una pregunta directa.
—Es por hacerme una idea de la hora a la que llegaremos —explicó Osama—. Tardaremos unas cuatro horas en montar el campamento y si lo hacemos muy tarde no tendremos luz suficiente para poder instalarnos completamente.
—No se preocupe Osama —le tranquilizó Marie llamándole por primera vez por su nombre de pila—. Está bastante cerca, si salimos a media mañana llegaremos con tiempo de sobra.
John había cambiado la vista nocturna del Nilo por la de su antigua profesora. Estaba un poco más envejecida, sus pequeñas arrugas en torno a los ojos y las comisuras de los labios se habían acentuado un poco más, pero todavía mantenía la energía con la que siempre la había recordado. Seguía conservando sus grandes ojos azules y el pelo muy rubio, color yema de huevo, aunque ahora se lo había cortado hasta dejarlo en una media melena lisa que le llegaba hasta los hombros, seguramente por motivos de comodidad habida cuenta del trabajo que se avecinaba.
Hacía ya casi diez años de aquella excavación en el mediodía francés en la que le había dado clases prácticas de extracción y conservación de yacimientos.
Por esa época John era bastante más remiso que ahora a intimar con el resto de la raza humana. Siempre se iba a rebuscar con la brocha y el martillo donde no hubiera nadie para mortificarle con las típicas conversaciones intrascendentes. Los otros alumnos no se daban por enterados, pero la profesora Marie siempre iba a escarbar a la zona donde él se instalaba. John recordaba que aquello no le molestaba, incluso esperaba el momento en el que la doctora se pusiese a trabajar delante de él para espiar sus musculosas piernas y su cuerpo en tensión.