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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (15 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Uno de los instantes más excitantes de su vida lo había provocado precisamente ella. Cierta vez Marie había dado con un ánfora en muy buen estado de conservación y había solicitado la ayuda de John que, como siempre, estaba bastante cerca, para liberar la vasija de la tierra circundante. Se situó a su lado, justo delante de ella y empezó a restregar la pieza con la gastada escobilla que poseía. En cuanto pasó un tiempo prudencial levantó la vista y se encontró con la amplia abertura de un escote que apenas tapaba el pecho de Marie. No había nada que impidiese la deliciosa contemplación de los senos de su maestra oscilando acompasados a los movimientos de cepillado que realizaba la arqueóloga. Ese espectáculo, que sólo duró unos minutos, le acompañó durante mucho tiempo.

Marie era muy desinhibida y John pasaba el día más atento a sus movimientos que a los trozos de cerámica romana que pudiera encontrar. Por supuesto, nunca se atrevió a decirle nada fuera de lo estrictamente académico y Marie tampoco intentó nunca conversar con John de temas personales.

Cuando regresó a Londres creyó que nunca más volvería a ver a su antigua profesora. Y aquí estaba, en un hotel de El Cairo con ella y delante de la más extraña aventura que hubiera podido imaginar. El subconsciente le traicionó y posó la mirada durante más tiempo del debido en el busto de Marie, llevaba una camiseta amplia que no dejaba vislumbrar nada. John, sin que nadie se diera cuenta, suspiró.

Ahora fue Marie la que rompió el silencio.

—Supongo que dormiremos en el campamento, ¿estoy en lo cierto Osama?

—Sí, desde… luego —el teniente tenía dificultades para responder, la pregunta le había pillado masticando un trozo de cordero—. Mejor no llamar la atención. Nosotros dormiremos en las tiendas, o en la caja del camión si alguien lo prefiere.

—Esperemos que no tengamos que estar mucho tiempo —dijo John acordándose de sus ya lejanas excavaciones en Egipto, eran tremendamente duras y eso que descansaba todas las noches en hoteles cercanos.

—Bueno, en teoría tenemos que trabajar rápido, ¿no es así? —intervino Alí, pero no oyó la respuesta, sus pensamientos habían volado a otro lugar.

El miembro más joven y prometedor de la familia Khalil había cogido un respeto casi religioso a las tumbas de los funcionarios y faraones egipcios. Por eso tenía puesta la esperanza en las recomendaciones de rapidez de Yusuf al-Misri, prefería que esta experiencia, esta vuelta a sus tiempos de arqueólogo en activo, fuese lo más fugaz posible.

La inquietud le empezó a atenazar en el mismo momento en que su tío le dijo por teléfono que había sido elegido para encabezar una misión arqueológica importante y secreta; le aumentó cuando el irrebatible Yusuf le refirió que era una tumba intacta; y se tranquilizó algo cuando supo que la directora de la función iba a ser una francesa y que, además, había otro expedicionario inglés. Alí sabía, por su práctica como codirector, que se tendía a ignorar las opiniones de los profesionales nativos, muchas veces impuestos a las misiones extranjeras como requisito indispensable para realizar cualquier cata en suelo egipcio.

El poder actuar de mera comparsa en la terna le sosegaba, los otros dos podían estar seguros de que Alí no sería una molestia. Al revés, les dejaría hacer.

La aprensión de Alí Khalil hacía cualquier enterramiento venía de lejos, de cuando empezó en el oficio de escudriñar los agujeros que habían efectuado otros para descansar eternamente. Siempre, las historias de maldiciones faraónicas habían corrido como la pólvora seca entre las clases trabajadoras más humildes de las cuadrillas de excavación, pero era un pecado imperdonable que lo hiciesen entre los técnicos y los expertos, y él se avergonzaba un poco por ello.

El arqueólogo no podía evitar, después de concluir una expoliación, expiar su culpa haciendo alguna penitencia infantil que secretamente se imponía. Sabía que lo que hacía no era racional, pero lo hacía.

En la última aventura que emprendió, y que por otra parte dirigía él mismo, sufrió un accidente. Un techo mal apuntalado se derrumbó sepultando a un trabajador y a un investigador, compañero suyo de la Universidad de El Cairo. Alí se salvó por poco, el desprendimiento había tenido lugar a apenas 10 metros de su espalda, mientras exploraba un pasadizo en la zona de Luxor que al final se demostró que no conducía a ninguna parte.

Lo peor para la incipiente claustrofobia de Alí es que estuvo más de cinco horas encerrado entre cuatro estrechas, asfixiantes y angustiosas paredes, hasta que pudieron retirar los escombros y sacarle de allí

Nadie tuvo la culpa del accidente, incluso se rumoreaba que el propio fallecido había sido en parte el causante del desplome al tocar un pilar que no debía manipularse.

Inmediatamente después de la desagradable experiencia, Alí pidió una plaza de profesor en la Universidad de El Cairo y, con la ayuda de su tío Ayman, se la concedieron. Posteriormente pasó al Museo en el que llevaba algunos años, y ya se había olvidado por completo de sus tiempos de trabajo de campo, había confiado en que nunca volverían.

Ahora se encontraba otra vez ante su temor más profundo, un temor que no podía eludir y que no podía confesar a nadie, de hacerlo sería el hazmerreír de la profesión. Tenía que afrontarlo; además, tampoco era para tanto, Alí sabía que podía colaborar perfectamente en las labores de excavación, no tenía miedo ni a los muertos, ni a las momias, únicamente que prefería permanecer al aire libre. No era tan raro, pero el mundo nunca es perfecto, se decía para tranquilizarse. Esta oportunidad era un buen empujón para su carrera y no la desaprovecharía.

La ronca voz de Osama rompió la cadena de pensamientos de Alí.

—Supongo que todos ustedes —lo decía sobre todo dirigiéndose a los dos extranjeros— habrán estado anteriormente en Egipto.

—Sí —contestaron John y Marie al unísono mientras giraban la cabeza para mirarse divertidos.

—Muchas veces —añadió Marie.

—Yo en varias ocasiones —dijo John a continuación.

—Sabrán entonces la gran variación térmica que se produce entre el día y la noche en el desierto —informó de todas maneras Osama—. Por el día estaremos a unos 35 o 40 grados, pero cuando caiga la noche podemos incluso alcanzar los 0° centígrados.

—Sí, somos conscientes —declaró Marie—, pero usted ya habrá comprado mantas o algo así, ¿no?

—Sí, sí, desde luego —confirmó el militar—, no se preocupen, no pasaremos frío, los sacos de dormir son de primera, especialmente diseñados para ambientes alpinos.

—Sacos alpinos que valen para el desierto, curioso —dijo Alí como si hablase consigo mismo.

—Los extremos se tocan —sentenció John.

Todos rieron la ocurrencia, más por educación que por auténtica hilaridad.

Acabaron la cena y quedaron para salir a las 10 de la mañana, se encontrarían en la puerta del hotel. Osama haría que dos de sus hombres aparcasen los coches, ya completamente cargados de material, en el parking del hotel. Después de desayunar se pondrían en camino, necesitaban dos conductores para los 4x4, el teniente se encargaría de traer y guiar el camión.

Marie se ofreció como chofer, además ella encabezaría el convoy, era la única que sabía hacía dónde debían dirigirse. Todos los coches contaban con GPS y ella tenía memorizadas las coordenadas geográficas de la tumba. Alí Khalil se ofreció a conducir el último todoterreno.

Así pues, todo estaba cerrado, mañana sería otro día, un día de comienzos, de cambios, de sucesos, de claridades y negruras. Lo desconocido aguarda, y allí vamos nosotros de cabeza, sin mirar siquiera hacia los lados, es la condición de los humanos. La curiosidad es lo que mueve a nuestra especie, su prurito nunca nos dejará descansar.

Se despidieron ya. Solamente John se quedó un rato más en el restaurante del hotel Ramsés, contemplando en la lejanía los famosos monumentos de la explanada de Gizeh. Trato de recorrer mentalmente la larga serie cronológica que iba desde la época de su alzamiento, hacía casi cinco milenios, hasta la actualidad. Pero no pudo. Llevaban allí eones, mirando, majestuosamente inmóviles, a todas las civilizaciones que habían nacido y muerto bajo sus inexpresivas piedras. Las pirámides eran el pulso que le había echado el hombre al tiempo, la esfinge lo sabía.

4

El sol, fuente de vida en otras latitudes, era un océano de muerte en el duro clima desértico. Las ráfagas de viento despertaban el polvo de las arenosas olas y lo mezclaban con furia con el que levantaba la pequeña columna de tres vehículos que avanzaba por una pedregosa carretera que se alejaba cada vez más del Nilo. El dios Ra, el regidor del universo con cabeza radiante, el dios del fuego diurno, la más excelsa deidad del panteón de los antiguos egipcios, estaba siendo cumplidamente derrotado por los aparatos de aire acondicionado con los que contaban los dos 4x4 y el camión de gran tonelaje que marchaba detrás.

Eran ya las 12:30 de la mañana, hacía tiempo que habían atravesado el poblado de Kafr Jirzah y ahora era el turno de orientarse con el GPS. El camino natural que Marie había seguido el verano pasado parecía haber desaparecido en el lapso de estos pocos meses, o la arena se lo había tragado o no estaba siguiendo la misma ruta.

La francesa se paró de nuevo a comprobar los instrumentos, ya era la cuarta vez que lo hacía en media hora. Los grados de latitud y longitud que le marcaba el localizador no se correspondían con lo que recordaba del paraje. John, que estaba haciendo el trayecto con ella en calidad de copiloto, trataba también de orientarse con un gran mapa desplegado que ocupaba todo el rango de su visión. Ninguno de los dos sintió a Osama acercarse al coche.

—¿Qué ocurre doctora? —dijo mientras sujetaba con una mano la flexible ala de un gorro color caqui.

Marie dejo de mirar la brújula del GPS y abrió la ventanilla. El desierto le golpeó en la cara con una bofetada de calor.

—No recuerdo este paisaje, aunque los instrumentos me indican que debemos estar solamente a un par de kilómetros de la posición correcta.

Osama subió a la parte de atrás del vehículo dando un fuerte golpe a la puerta.

—El desierto nunca se deja ver dos veces con el mismo aspecto —reveló el militar como si hablara de un antiguo conocido—. ¿Qué dirección hay que seguir ahora?

—Según los datos tenemos que salvar este cerro —dijo Marie—. Espero que su polimórfico amigo no se haya tragado mi tumba.

Osama sonrió, no sabía por qué pero tenía la intuición de que ésta sería la misión más relajada que le habían encomendado en los últimos años, casi unas vacaciones.

—Bien —dijo alegre—, entonces lo rodearemos por la izquierda, el terreno parece más firme.

Osama salió del coche de los dos europeos, cruzó unas palabras con Alí que venía detrás conduciendo el otro todoterreno y saltó a la cabina de su camión. Marie, mientras tanto, había reanudado la marcha.

Después de otra media hora sorteando obstáculos llegaron al lugar exacto. Para estar tan cerca de El Cairo no parecía, ni por asomo, que al solar se le hubiese pegado algo de civilización, era un yermo estéril que no frecuentaban ni los pastores de cabras. El Nilo también estaba sorprendentemente próximo, pero las macizas elevaciones rocosas que le limitaban por esa orilla no dejaban que en esa ribera del río quedase mucho espacio para las típicas plantaciones de estación que tan bien crecían en un suelo alimentado por el puntual limo que traían las crecidas.

Ahora sabía Marie por qué se había despistado, habían rodeado la montaña por la izquierda cuando en su anterior viaje seguramente ella lo había hecho por la derecha. Ya en el sitio exacto y observando el paisaje su perplejidad no tuvo ocasión de desaparecer. El día que tomó las coordenadas el GPS le dictó la posición exacta del jeep, pero del todoterreno al pie de la losa de piedra, ahora caía en la cuenta, había por lo menos 15 metros. No sabía exactamente dónde estaba la entrada.

La arqueóloga parecía un tiovivo de tanto mirar alrededor. El viento, cirujano plástico globalmente notorio, había aplicado su escalpelo con denuedo en aquella zona. Marie trató de recordar todas las circunstancias de su anterior viaje. Miró el coche y la ladera de la pequeña montaña que ese día había escalado para admirar el valle del Nilo. Decidió que lo mejor era volver a subir hasta su parte más alta y después bajar. Les dijo a los demás que esperasen.

El sol pegaba de plano y las ráfagas de aire ardiente, si bien ahora se habían calmado un poco, no ayudaban a mitigar la sensación de sofoco. En cuanto tocó la cima sus ojos se posaron en algo conocido, era el gran peñón en el que se sentó aquel día de verano.

La cúspide del promontorio sufría incesantemente el constante barrido de las ráfagas de viento y la arena tenía menos puntos donde acumularse, por eso la orografía no había cambiado tanto allí. Empezó a descender tomando como referencias la roca y el todoterreno, aparcado en el sitio justo donde lo dejó aquel día. Trataba de recordar la distancia que había recorrido cuando se le apareció la entrada semienterrada. Llegó hasta la ladera y se dirigió con decisión a una especie de yema en el terreno, la miró un minuto y se giró sobre sus talones para llamar a los otros.

—Traed las palas, creo que es aquí —gritó.

Los tres componentes masculinos de la expedición se arremangaron y empezaron a remover la endurecida arena. No hacía la mejor temperatura para perpetrar cualquier género de trabajo físico, pero era preferible tener una indicación de la entrada de la tumba para después montar convenientemente el campamento alrededor de ese punto.

Marie estaba rendida, la ascensión había agotado sus fuerzas, se sentó en el interior de un coche para dedicarse a observar a sus tres compañeros. De vez en cuando alguno de ellos se volvía, como para preguntar si éste era realmente el lugar adecuado.

A las tres horas de dura labor, por fin dieron con una roca inequívocamente tallada por la mano del hombre. La entrada había vuelto a emerger de su sueño arenoso.

Eran casi las cinco de la tarde y aún no habían ingerido ningún alimento sólido. Marie se había recuperado ya de su ascensión a la pequeña colina y en este momento les tocaba a los tres hombres mostrar visibles signos de agotamiento. Alí parecía el más derrotado de todos, regresaba arrastrando la pala con la clara intención de resguardarse en algún vehículo. Se introdujo en el que estaba ocupado por Marie, que estaba empezando a preguntarse si no debería haber ayudado a los tres cansados caballeros de la Orden del Pico Cavador. El remordimiento no le atormento demasiado tiempo, también ella había tomado hoy una buena ración de sol.

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