Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Pero al final pierden dinero —rebatió Marie—. Siguiendo esa lógica han perdido la oportunidad de que nosotros contratemos a otros dos miembros más del grupo familiar si el trabajo nos sobrepasa, como así realmente ha ocurrido.
—No, no han perdido nada —río Osama—. Mañana o pasado mañana el jefe del clan me agarrará por banda y me declarará que el trabajo que están realizando es el de siete personas, no el de cinco, y que, por lo tanto, deberemos pagarles más, eso téngalo por seguro.
—Bueno, entonces llegamos al mismo punto por trayectos distintos.
—Sí, pero si no entendemos que hay varios caminos para llegar a un mismo lugar, corremos el riesgo de no ver más allá del sendero que transitamos…
—…y de no comprender a los que siguen recorridos diferentes —Marie completó la frase.
—Exacto —saldó Osama.
—Nos estamos poniendo muy filosóficos —dijo la francesa restando seriedad a la conversación.
Marie atenuó un poco el sublimado tono del diálogo, no le interesaba ponerse a discutir sobre los valores de occidente y oriente en mitad de Egipto, rodeada de naturales del país y únicamente con un inglés impío como aliado; aunque, reconoció por dentro, a Osama no le faltaba razón en sus argumentos.
—Sí, es cierto, pasemos a cenar —concedió Osama mientras abría el toldo de la tienda para que entrase Marie.
Después de cenar Osama indicó a Ismail y Omar lo que esperaba de ellos. Los dos vigilantes podían servirse café o té de la cocina siempre que quisieran, patrullar juntos o por separado, sentarse en un sitio o en otro, todo menos dormirse. Les volvió a advertir que no toleraría robos dentro de la tumba o dentro del campamento y que ellos eran los responsables del resto de sus familiares.
El que parecía el más viejo del linaje, Ismail, por lo menos era el que más canas tenía en su rostro mal afeitado, le aseguró a Osama que no habría problemas. Y el teniente, en correspondencia, creyó que era mejor adelantarse a las posibles reclamaciones pecuniarias del líder del clan. Le dijo que habían calculado mal la cantidad de trabajo y que a partir de ahora cobrarían como siete, no como cinco. El patriarca se alegró de oírlo.
Empezaba un caluroso jueves y los expedicionarios se levantaron casi a la misma hora que el día anterior, en el desierto no hacía falta el despertador, el sol marcaba el ritmo a todos los que se habían adentrado en sus dominios.
Todavía no habían llegado los trabajadores, seguramente ellos se estaban también desperezando en este momento en su aldea.
Marie tenía la esperanza de poder despejar la primera habitación de la tumba a lo largo de esa mañana y esperaba que los demás habitáculos o pasillos de la misma estuviesen libres de escombros, si no era así el trabajo se les acrecentaría de tal manera que se tirarían meses sacando grava y devolviéndola al desierto.
En tantos milenios era rara la sepultura que no hubiese sufrido varios corrimientos de tierra e incluso terremotos. Estos movimientos naturales habían propiciado los frecuentes desprendimientos que solían encontrarse en las antiguas tumbas egipcias. Generalmente, no había mayor problema porque la estructura de piedra de los mausoleos era tan firme que el conjunto resistía, pero el trabajo de los excavadores se multiplicaba. En la mayoría de las ocasiones solamente dos hombres podían trabajar a la vez en los estrechos pasadizos y, en estas circunstancias, despejar una simple tumba llegaba a costar varios años de esfuerzos.
Los obreros sacaban ahora las últimas paladas de cascajos de la pequeña habitación que mediaba entre las dos entradas. Ya casi habían limpiado completamente la segunda puerta y, a medida que terminaban, aumentaba su visible agitación, daban grandes voces en árabe y sonreían satisfechos mirando a los arqueólogos. Sobre todo Ramzy y Husayn, los dos peones más jóvenes, parecía que era la primera vez que contribuían a descubrir algo tan imponente.
Cuando los
fellah
desocuparon el hueco recién desembarazado de residuos entraron los arqueólogos. Los tres se quedaron mudos durante unos minutos. El siguiente pórtico de entrada estaba formado por un sólido monolito de granito de color rojizo, seguramente por las trazas de feldespato de potasio que debía contener la piedra. El vivo color carne de la roca no podía tener grabada otra cosa que una vigorosa imagen gigante de Sheshonk I, fundador de la XXII Dinastía, todo un faraón de Egipto presentándose en toda su majestad.
El ostentoso relieve tenía una disposición de perfil, como no podía ser de otra manera, de frente solamente representaban los egipcios a sus enemigos y esto casi nunca lo hacían. Sheshonk exhibía en su cabeza las coronas blanca y roja del Alto y Bajo Egipto, la primera con forma de mitra, la segunda rodeando a la primera y figurando con una suerte de protuberancia elevada en su parte posterior. Llevar ambas juntas era considerado como un símbolo de la reunificación del país desde el remoto 3200 antes de Cristo. Justo en la frente también se podía distinguir el emblema de una cobra y un buitre, símbolos del poder terrenal del soberano. La delgada barba postiza apuntaba alto, dando la sensación de que el faraón tenía la cabeza más erguida de lo normal. En la mano derecha, Sheshonk portaba tres cetros, un bastón con empuñadura curva, otro que parecía un látigo de varias colas y un tercero, algo más largo, que terminaba en una retorcida cabeza del dios Set; en la mano izquierda agarraba con fuerza el símbolo
anj
de la renovación de la vida, una cruz cuya parte superior estaba formada por un óvalo. El conjunto era duro, hierático, casi místico en su suspendida posición.
—Y el hombre creo a Dios, a su imagen y semejanza —pronunció el irreverente John.
El cartucho que encerraba el nombre de la efigie reproducida en la piedra no dejaba lugar a dudas, era la firma de Sheshonk. Junto a ella había nuevos jeroglíficos.
—¿Puedes traducir esto John? —pidió Marie a su compañero señalando con el dedo los indeterminados signos.
John se acercó a la piedra y enseguida empezó a leer:
Sheshonk, faraón del Alto y Bajo Egipto, hijo de Ra. El de las tres diosas, protector del mundo, amado de Osiris. Dios felino, rico en recursos, protegido por Bastet. Fuente incansable, voluntad de vida, amado de Hator. Dios en la tierra, terrible en la guerra, preferido de Sejmet. |
Marie volvió a quedarse impresionada con la facilidad que mostraba John para leer los jeroglíficos, ella habría tardado un par de horas en descifrar las cinco frases, Alí hubiese tardado un día entero.
—Parece que son los títulos del faraón —dedujo la doctora.
—Sí, siempre son así de rimbombantes —acompañó Alí.
—No es usual que en esta época tan tardía aún se sigan empleando las dos coronas del Alto y Bajo Egipto —planteó John, que ya empezaba a desempolvar alguna pequeña traza de conocimientos técnicos, retazos de sus años de egiptólogo.
—Quizá Sheshonk quería exhibirse con los viejos emblemas de poder de los antiguos faraones —anticipó Marie a modo de explicación—. Competir con otras dos protodinastías por la legitimidad monárquica debe ser un trabajo bastante duro.
—Sí, supongo que tuvo que resucitar todos los iconos reales que estaban disponibles, por eso porta los tres cetros en una sola mano —consideró John haciendo ademán de agarrar algo en el aire.
—A mí me llama la atención la calidad del material —valoró Alí con algún recelo—, normalmente no se usa una piedra tan noble para una puerta de entrada. El granito rojo suele reservarse para zonas más trascendentales, como por ejemplo el sarcófago.
—Sí, la pieza es magnífica, pero tenemos que abrirla —afirmó Marie rompiendo la magia del momento.
—La esencia de toda puerta es ser traspasada —John empezaba otra vez con sus juegos de palabras.
—Pues ésta en concreto se ha resistido, pero al final cumplirá su destino, igual que su hermana —sancionó la francesa refiriéndose a la lápida más exterior que habían franqueado el día anterior.
Marie cogió el taladro. Era un percutor eléctrico de roca, miniaturizado y autónomo, ya que funcionaba con baterías recargables. Estaba expresamente diseñado para producir las menores vibraciones posibles y, aunque su utilidad era limitada, podía perforar un agujero lo suficientemente amplio como para permitirles usar posteriormente una barra de acero para mover la piedra, como habían hecho con la primera puerta. Salvo raras excepciones, y este caso no lo era, los sillares que formaban los marcos de los pórticos de acceso no solían ser motivo de decoración por parte de los artesanos egipcios, con lo que no había peligro de dañar nada valioso.
En cuanto se pudo hacer palanca, Marie llamó a todos los obreros. La gran losa, de 1,75 metros de altura y 1,20 de ancho pesaba lo suficiente como para machacar a cualquier persona, pero Marie estaba más preocupada por impedir que se rompiera o dañara la soberbia obra de arte.
Entre las 9 personas que estaban en el campamento, incluidos Osama y Gamal, el cocinero, al que habían avisado también, movieron el bloque, no sin dificultad, y lo dejaron apoyado en la pared de la pequeña cámara que acababan de desescombrar.
El penetrante y desagradable olor a catacumba, multiplicado por los siglos, emanaba casi sólido de la recién profanada abertura. Todos los presentes se taparon la nariz; todos menos Marie, ella aspiró el hedor parsimoniosamente, como si estuviese analizando el tufo en un laboratorio propio instalado en alguna parte de su nariz.
—Huele a cerrado —opinó cuando la mezcla hubo pasado por todos los filtros de su aparato olfativo.
Los trabajadores egipcios empezaron a reír cautelosamente y a hablar en voz baja bromeando entre ellos, aunque eran muchos como para pasar desapercibidos. Osama y Alí también sonreían. Marie les miraba.
—¿Qué les hace tanta gracia? —preguntó suspicaz.
—Oh, nada, dicen que ya no huele, que la doctora lo ha absorbido todo —contestó Osama con una forzada mueca que le tensaba el estrecho bigote.
—Muy gracioso —protestó Marie mientras observaba con el rabillo del ojo a John, que también intentaba disimular su hilaridad.
Pero la tensión seguía allí y pronto los volvió a atenazar a todos. Tenían ante ellos una tumba intacta y el abigarrado grupo miraba con inquietud a través del agujero negro que había surgido en el lugar donde antes estaba situada la efigie pétrea del faraón. Nunca sabes lo que puedes encontrar al abrir una puerta que lleva tantos milenios cerrada.
Escasamente se acertaba a ver más de un metro de un pasillo de profundidad indefinida. El túnel era algo más bajo y estrecho que la lápida que lo había tapado y se advertía en el acto que estaba decorado. Marie pidió una linterna y se adentró en la oscuridad.
Caminó un par de pasos y pulsó el interruptor del pequeño foco, los colores saltaron de las paredes como si fuesen a atacarla. Marie se quedó boquiabierta. No sabía por qué pero empezó a pensar en su abuelo Auguste mientras contemplaba estupefacta la decoración del corredor, un pasadizo que debía medir por lo menos cinco metros de largo.
En las paredes estaba dibujada una escena que ocupa todo el largo y alto de los muros, un simulacro de ofrenda al faraón, que se dejaba querer por sus súbditos sentado mayestáticamente en un escueto trono negro. Una muchedumbre de vasallos, todos pintados vivamente, aunque en un tamaño mucho menor que el de su soberano, recorrían ordenadamente cada porción de las dos paredes enfrentadas. Formaban seis largas colas, separadas en hileras horizontales por unas gruesas líneas negras. Las filas de siervos de la pared de la izquierda nacían en una especie de oasis que era alimentado por un gran río, seguramente una alegoría del fértil Egipto, morían en el hueco de la puerta que acababan de abrir los arqueólogos y volvían a renacer en la pared de la derecha, las mismas seis ristras de ciudadanos felices que se encaminaban hasta el trono del faraón a mostrarle sus respetos. El humano dios rey sedente finalizaba el cuadro.
Si se hacía un rápido recorrido visual de las dos paredes que formaban el pasillo, empezando en el oasis y terminando en Sheshonk, la sensación de que los vasallos estaban en movimiento, de que realmente estaban caminando, laboriosos y vivaces, para donar una parte de su trabajo a su señor, era sobrecogedora. El conjunto formaba un verdadero diorama, cada siervo constituía el fotograma único de una película. Todos eran distintos, pero mantenían una actitud de locomoción que continuaba la que mostraba la figura que le precedía, así sucesivamente hasta dar la impresión de que, físicamente, eran únicamente seis personas animadas, una por fila, las que recorrían andando el trayecto que les llevaba de su tierra a su señor, postrándose al final y dejando su presente a los pies de un Sheshonk claramente satisfecho con la devoción que le demostraban sus ciudadanos.
Lo único que rompía un poco la alucinación es que el artista había personalizado la cara de cada tributario y los había representado llevando entre los brazos una ofrenda diferente. No había dos iguales, patos, quesos, toda clase de cereales, espadas, frutas, vestidos, vasijas de diversos tamaños y formas, papiros… , cada campesino o artesano llevaba la mejor muestra de su trabajo. El fresco era excepcional y estaba bien conservado, únicamente las partes más cercanas a la puerta y al suelo estaban algo más deterioradas.
Marie miró hacia atrás y vio que sus otros dos colegas ya habían entrado, no habían podido esperar a su indicación. La doctora llevaba mucho tiempo admirando las pinturas y no había reparado en que sus compañeros aguardaban con una impaciencia que les había hecho perder completamente la timidez. John y Alí, espalda con espalda, parecían sobrecogidos, cada uno iluminaba una pared con un haz de luz e iban girando sobre sí mismos sin perder el contacto que los mantenía pegados, observando despacio la maravilla que les rodeaba. Nadie decía nada, los tres estaban sumidos en un estado de absoluta y pura contemplación.
Sólo el agarrotamiento de las articulaciones, hizo que se empezasen a plantear el seguir adelante. Los científicos no eran muy altos, el que más medía era Alí y sólo rozaba los 1,75 metros, pero el pasillo era bastante más bajo, los tres se mantenían en cuclillas para no tocar el techo, adornado simulando un alargado firmamento, con el sol, la luna, los cinco planetas conocidos por los antiguos y algunas constelaciones con la estrella Sirio visiblemente representada.