La reliquia de Yahveh (22 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Se dirigieron a la siguiente puerta, la que habían descubierto en la sala de las cuatro columnas. Ésta estaba ya totalmente revestida por gruesas telas militares que no dejaban entrever ni los frescos ni el ajuar funerario de Sheshonk. Entre todos llevaban los instrumentos habituales: el taladro de roca autónomo, un par de palancas y un gran foco, mucho más potente que las linternas que habían esgrimido el día anterior.

Antes de entrar en los dominios de la tumba, el teniente Osman desconectó imperceptiblemente con su mando a distancia la alarma que había instalado la noche anterior. Los otros componentes del grupo ni se dieron cuenta, John y Alí ni siquiera sabían que se había colocado semejante artilugio.

No tuvieron casi ningún problema en calar la piedra, Osama manejó hábilmente el taladro, pero fue más duro mover el pesado bloque de granito. Los cuatro tuvieron que emplearse a fondo y eso que era mucho más pequeño que los anteriores, apenas medía 1 metro de alto, pero era bastante grueso. Depositaron la maciza puerta en el suelo sin ningún miramiento, apenas estaba decorada con unas incisiones simétricas y sin pintar, como si los artífices de la tumba no hubiesen querido que la losa restase protagonismo al impresionante fresco donde estaba inscrita y donde Sheshonk prestaba su alma a Osiris para que éste comprobase su levedad, la total ausencia de pesadumbres que lastrasen su corazón y que hubieran podido impedir que entrase en el paraíso celestial.

Otra vez frente a lo desconocido, ante los arqueólogos se descubría un corredor, pero tan inclinado hacia arriba que los antiguos ejecutantes de la tumba habían dispuesto una escalera, bastante tosca e irregular, para salvar la acentuada pendiente. El foco no tenía la suficiente potencia como para que pudiesen distinguir el final del tramo de escalinata ascendente.

El techo del pasadizo estaba construido con el método de cubierta a dos aguas, con forma de tejado, para repartir las cargas hacia los lados de la amplia galería. Pero no era esto lo que más llamaba la atención, lo sorprendente es que toda esa techumbre se encontraba completamente revestida de jeroglíficos. No se veía ningún tipo de imagen, sólo una serie interminable de pictogramas perfectamente organizados en líneas horizontales a lo largo de los dos vertientes triangulares.

El yeso de las paredes laterales, en cambio, carecía de cualquier tipo de inscripción, solamente estaba revestido con colores planos formando fluidas tramas y mallas abstractas demasiado simples como para despertar interés.

Marie fue la primera en traspasar el angosto acceso y John el primero en hablar.

—¡Vaya, más tarea para el traductor! —exclamó pensando en los jeroglíficos pendientes del día anterior y que no había siquiera empezado a descifrar.

Fueron subiendo con cuidado el largo tramo de escaleras mirando unas veces abajo, para no tropezar con los poco ortodoxos escalones, y otras veces hacia arriba, pasmándose por la gran cantidad de texto que había transcrito en el techo.

Nada más distinguir la extremada longitud del pasillo a Osama le asaltó una preocupación: había dejado solo el campamento y, lo que es peor, no iba a poder controlar la entrada de la tumba. Si seguían avanzando sería imposible impedir que alguien se introdujese en la misma y robase alguna pieza de la sala hipóstila sin que siquiera llegasen a enterarse.

—Esperen un momento, enseguida vuelvo —pidió el militar mientras volvía sobre sus pasos alumbrándose con una pequeña linterna que había sacado del bolsillo de su camisa de algodón azul marino.

Los tres arqueólogos se detuvieron más o menos por la mitad del túnel y empezaron a considerar más seriamente la enorme colección de caracteres que ocupaban la interminable bóveda.

—Esto parece un libro con forma de pasillo —volvió a insistir el inglés—. No recuerdo un texto tan largo en ningún monumento funerario.

—¿Son más fragmentos del
Libro de los Muertos?
—preguntó Alí, un poco inquieto por tener que adentrarse en el interminable pasadizo, aunque éste estaba mejor construido y parecía más sólido que el que le mantuvo hace años sepultado casi a punto de asfixiarse.

Siguiendo el requerimiento de Alí, John trató de descifrar alguna línea para averiguar de qué trataba el dilatado escrito.

—No me lo parece —contestó—. Yo creo que esto es una especie de historia del faraón Sheshonk.

—¿Una historia? ¿De su vida? —dijo Marie extrañada.

—Pues sí, sé que es bastante inusual pero eso creo —reiteró John un poco perplejo.

—Pues tendrás que fotografiar éstos también John —la voz de Marie no era de mando sino de ruego.

—Sí, desde luego, estoy francamente intrigado. ¿No tenemos mejor una videocámara?

—Sí, yo he traído una —contestó Alí que cada vez daba más muestras de estar visiblemente inquieto.

—¡Estupendo! —expresó John—. Filmando los jeroglíficos y después pasando los fotogramas a cámara superlenta me apañaré mejor que con las fotografías convencionales.

Osama regresó, había ido a activar de nuevo la alarma de movimiento del pasillo de entrada a la tumba. Si alguien se colaba a sus espaldas la señal acústica del aparato le delataría.

—Ya estoy aquí —anunció—. Pueden continuar cuando quieran.

Siguieron ascendiendo.

Llegaron al extremo del corredor y el suelo, después de tanta subida, volvió a nivelarse. Ahora se abría ante ellos un cubil realmente extraño. El habitáculo no tenía puerta, pero un insólito marco estriado alrededor de la abertura de entrada sugería que en algún momento la había tenido o, por lo menos, el arquitecto había proyectado instalarla.

—Por lo que hemos subido debemos estar casi en la cima de la colina —dijo John un poco cansado y con principio de tortícolis de tanto mirar hacia arriba.

Antes de traspasar la elaborada moldura sin puerta se fijaron en el tímpano: el espacio que mediaba entre el techo a dos aguas y el dintel de la oquedad estaba ocupado casi por completo por un gran relieve del dios Ra. El patrón del ardiente sol de Egipto presentaba una posición sedente y portaba un gran disco solar sobre la cabeza, en él se enrollaba una serpiente cobra de la que solamente se distinguía su cabeza y su cola.

—Ra, dios del sol —dijo Alí para distraer su agobiada mente.

Nadie pareció hacerle caso, estaban todos más intrigados por lo que tenían enfrente.

Entraron los cuatro dentro de la estrecha habitación. Era excesivamente angosta, no medía más de metro y medio de ancha, tres metros de larga y dos metros de alta. Miraron a su alrededor tropezando los unos con los otros en el reducido espacio, aunque tampoco había mucho en lo que fijarse, estaba completamente desnuda, sin decorar, ni siquiera se habían molestado en pintarla, sólo piedra devastada, y un gran pedrusco, también sin pulimentar, que taponaba la continuación del camino. Apenas cabían los cuatro allí.

—Esta cámara es muy rara —declaró Marie arrastrando las palabras.

—Parece ensamblada por piezas, como un juego de construcción —observó John.

La febril mirada de Alí se fijó en el techo.

—¡Eh, miren! —dijo un poco excesivamente alto—. Hay una especie de agujeros ahí arriba.

Dirigieron la linterna a la losa de una sola pieza que techaba la habitación. Estaba totalmente perforada por intermitentes redondeles bastante regulares. Parecía un queso de Gruyere.

—Vaya, ¿por qué realizarían esas perforaciones? —se preguntó la doctora—. No recuerdo haber visto nada igual. —Yo tampoco —refrendó John.

Mientras todos miraban el insólito fenómeno, Marie, que había entrado la primera, tocó algo con la mano que sobresalía de la gran piedra que taponaba la salida del ceñido habitáculo.

—Podéis alumbrar aquí —dijo.

—¿Qué es? —preguntó John.

—Parece una especie de palanca —dijo la arqueóloga.

—¿Será parte del mecanismo para abrir la siguiente puerta? —aventuró confiadamente el inglés.

—No lo sé —admitió Marie—. Está pegada a esta lápida que obstruye el paso.

—Acciónelo —propuso Alí cada vez más nervioso por estar encerrado entre cuatro paredes, si no fuese porque Osama le cerraba el paso ya habría vuelto hacia atrás.

—No deberíamos…

La frase de Osama aconsejando prudencia no llegó a salir completa de su boca. Marie, con la impaciencia que da la curiosidad, sólo esperó la sugerencia de Alí para desplazar el resorte. La gran mole pétrea a la que estaba unido se movió, pero se movió inesperadamente hacía abajo, cayendo por su propio peso. No tardó ni un segundo en aterrizar con un gran estruendo. Los cuatro se quedaron paralizados. En el siguiente segundo un estridente sonido les hizo estremecer, era el roce de la piedra sobre la piedra. Vieron, impotentes, como dos láminas de granito ascendieron rápidamente del suelo sellando la estancia por delante y por detrás. A la vez, el agujereado techo se había desplazado más de dos metros hacia arriba, empujado por las nuevas losas que habían surgido del piso. Por sus vanos entraban ahora multitud de rayos de luz.

—¡Pero qué ha pasado!

—¡Dios mío!

—¡Es una trampa!

—¡Por Alá!

—¡Estamos encerrados!

—¡Ese sol!

—¡Esta luz quema!

—¡Me estoy abrasando!

El sol irrumpía por las cilíndricas hendiduras del techo con una fuerza inusitada. Era indudablemente luz de día. Como había supuesto John anteriormente estaban muy cerca de la cima de la montaña, terriblemente cerca; pero, aunque fuese pleno mediodía, la potencia del sol del desierto no podía ser nunca tanta como para hacer sentir a los arqueólogos el ardiente fuego, el flamígero calor, que estaban sufriendo.

Marie se abrazó a John y éste trató de protegerla instintivamente contra los ígneos rayos de luz que se filtraban de la roca. Aun con lo apurado de la situación, o quizá precisamente por eso, John no pudo evitar oler el perfumado pelo rubio de Marie, tampoco hizo nada cuando el mojado cuello de la doctora se pegó a sus labios. Algún resorte se desplazó entonces en su cerebro con una violencia sólo comparable a la del desplome de la piedra que los había encerrado allí. Lo único que pudo hacer era tranquilizar a la confusa y sobresaltada Marie con tímidas palabras de aliento mientras la abrazaba fuerte, tratando de darle sombra con todo su cuerpo.

Alí estaba totalmente paralizado, la situación le superaba. Se había pegado totalmente a una pared lateral y allí esperaba a que sus nervios pudiesen reaccionar nuevamente. Un fino rayo, más potente incluso que los otros, estaba empezando a quemar su camisa de algodón. Osama se dio cuenta y empezó a apagar la llama dándole golpes en el hombro con sus manos.

—¡No se queden quietos o nos achicharraremos!

Cogió a Alí y lo trasladó a la pared de enfrente.

—¡Apártese de ese haz! ¡Es más fuerte que los otros!

El teniente recordó, de pronto, que todavía tenía en la mano el percutor de roca que había utilizado para abrir la losa que daba paso al corredor por el que habían subido. Era su única oportunidad.

—¡Escuchen! —exclamó firme—. ¡Voy a usar el taladro para abrir un boquete! ¡Resistan y no paren de moverse para que los rayos no les quemen!

Osama encendió el aparato y lo acercó a la plancha de roca que taponaba ahora el hueco por el que habían accedido a la fatídica cámara. Ahora sabían para qué servía el elaborado marco. La acanalada moldura protegía los filos de la pétrea tapadera de cualquier intento de empujarla, tanto desde dentro como desde fuera.

Mantener la calma en situaciones límite es muy importante, te deja pensar. Osama, mientras se movía en una especie de baile lento y bamboleante para evitar que los rayos castigasen siempre la misma zona de su organismo, había encontrado un punto flaco al artificio. Por la parte de arriba no había estría que reforzase la puerta. Atacaría por allí.

Los tres arqueólogos estaban a punto de desfallecer, sudaban copiosamente y las quemaduras solares mortificaban su poco curtida piel. La imprevista sauna los encogía poco a poco.

Osama tardó unos diez minutos en taladrar cinco pequeños puntos clave que tendrían que minar forzosamente la resistencia del obstáculo. Luego pidió a los otros dos hombres que le ayudasen con las dos palancas que habían traído y que todavía conservaban. Alí, ante la posibilidad de escapar de esa pesadilla, incluso salió momentáneamente de su marasmo. Marie también intentó acudir, pero empezó a sentirse mareada, la insolación y la deshidratación, originadas por la alta temperatura que imperaba ya en la cámara, estaban venciendo su resistencia.

La piedra empezó a quebrarse por arriba en grandes trozos debido a la fuerza de empuje de los hierros. Cuando consiguieron abrir un boquete lo suficientemente ancho como para pasar, tiraron las palancas al suelo y cesaron un poco de apretar los dientes. Osama fue el primero en saltar y franquear el vano, desde el exterior ayudó a un Alí desencajado, espasmódico y muy alterado a salir de allí. Marie, fue la siguiente. John ayudó a su compañera desde dentro y Osama desde fuera. Casi estaba inerte, tuvieron que alzarla y no pudieron impedir que se rajase el pantalón produciéndose un corte en el muslo con la afilada piedra.

Cuando John escapó de la trampa, descansaron un momento en el sombrío pasillo, por una vez se sintieron agradecidos por la frialdad y oscuridad de la tumba. Sólo se oían jadeos en los dominios de Sheshonk, un lugar que, de pronto, se había revelado mucho más peligroso de lo que hubieran podido imaginar.

En cuanto recobraron las fuerzas y el aliento se pusieron en pie, todos emprendieron el camino de bajada que les dirigía a la salida, no hizo falta siquiera que alguien lo propusiera, el consenso era tan total que no había necesidad ni de expresarlo.

Alí empezó a descender la escalera tan deprisa como podían llevarlo sus temblorosas piernas. John, que auxiliaba a Marie sosteniéndola, iba detrás. Cerraba la marcha el teniente, mucho más tranquilo que los otros, con la satisfacción interior de haber sido el protagonista en la apurada evasión.

Ya habían llegado a la gran sala columnada, la luz del exterior se filtraba por el pasillo, todo el afán del grupo era salir de allí lo más apresuradamente posible.

De pronto sonó:

—¡UUUUUUAAAAAA! ¡UUUUUUAAAAAA! ¡UUUUUUAAAAAA!

Una ululante sirena y una intermitente luz roja prolongaron la pesadilla de los alucinados y maltrechos expedicionarios.

—¡No puede ser!

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