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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (48 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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Nefiris, arquitecta del faraón, maestra constructora, dedicó sus últimos años a proyectar esta tumba, matriz de Nut. Tumba que debe mantenerse inviolada durante todo el lapso en el que se prolonguen los inútiles afanes de los hombres sobre la tierra.

Aquí, entre estos silenciosos muros sepulcrales, Sheshonk y Nefiris viven eternamente juntos, unidos en la Otra Vida con vínculos indestructibles, en alianza inconmovible de perenne dicha compartida.

Aquí oculto permanece también lo innominable. Es nuestro último deseo que la Serpiente del Caos no vuelva a recorrer jamás la Tierra.

Yo, Sheshonk, dios vivo de Egipto, hijo de Shiskag el dios, he hablado, que lo grabado en estas piedras sea ley incontestada, que lo manifestado en estos muros reviva mi memoria olvidada cuando los recorra mi espíritu durante sus viajes por los Tres Mundos.

A lo oscuro vuelve la oscuridad, porque ocultas deben permanecer las palabras que sólo una vez son escritas y nunca podrán ser dichas.

John acabó lanzando un hondo suspiro. Los tres oyentes hicieron un esfuerzo por abandonar el pasado y regresar al presente. Aunque costaba, todos pensaban, anonadados, en lo que acababan de oír. El letargo y el sopor se les habían pasado por completo o, por lo menos, ya no lo sentían tanto, otras emergencias o estímulos exteriores habían ocupado los receptores de sus sentidos expulsando a otras sensaciones orgánicas más perentorias, como pueden ser el sueño y el cansancio.

Esta vez el prudente y apocado Osama fue el primero que traicionó a sus pensamientos sacándolos a la luz:

—¡El Arca es un arma! —exclamó entre temeroso y admirado.

—Eso parece —respondió John bastante más calmado que el oficial egipcio.

El inglés empezó a repartir unas cuartillas entre sus tres compañeros de expedición.

—Esta vez sí he tenido tiempo de imprimir el texto —aclaró mientras procedía a la distribución de la última parte del testamento pétreo de Sheshonk.

—Pero, ¿qué clase de arma? —volvió a inquirir un Osama testarudo y excitado.

—Mejor analicemos el relato desde el principio, hay cosas muy interesantes que podemos pasar de largo si no reparamos en ellas —le calmó John.

El teniente se conformó con la velada reconvención y volvió a su aptitud de oyente pasivo, aunque seguía pareciendo visiblemente intranquilo, demasiado para como acostumbraba a manejarse en las ya frecuentes y rutinarias reuniones de trabajo con los tres arqueólogos.

Alí cogió la cafetera y sirvió el negro líquido en todos los vasos menos en el de John, que aún permanecía casi sin tocar.

Marie temía los punzantes comentarios del europeo. Estaba ya meridianamente claro que la magia, auténtica o simulada, ocupaba un papel central en esta historia. Ya no podía atreverse a negar los hechos. Había sido un error creer que los antiguos eran tan razonables y tan poco esotéricos como ella. Mejor será, pensó, dejar a John que llevase el peso de la conversación.

El inglés, como si estuviese de acuerdo con las reflexiones de la francesa, empezó el análisis formal de un documento recuperado de un extravío milenario.

—El primer dato histórico de primera magnitud y desconocido hasta la fecha es la revelación de que Roboam es hijo en realidad de Nefiris, y sobrino, por lo tanto, de Sheshonk.

—¿En la Biblia no se revela esta genealogía? —preguntó Alí mientras escribía notas con un bolígrafo sobre su propia copia impresa del texto.

—En absoluto; es más, la contradice. En el Antiguo Testamento se especifica…

John extrajo el manoseado Libro Sagrado de la caja de Pandora de sus bolsillos.

—…que su madre era amonita y se llamaba Naamá —leyó el inglés cuando logró encontrar la página indicada.

—¿Quienes eran los amonitas? —interpeló Marie que se obligó a participar por lo menos en la conversación.

—Eran un antiguo pueblo semítico que habitó entre el desierto sirio y el río Jordán —contestó John—. De hecho, la actual capital de Jordania, Ammán fue un primitivo asentamiento amonita, como pone de manifiesto el gentilicio. Este pueblo sostuvo continuas guerras con los israelitas hasta que el rey David, padre de Salomón, los sometió completamente y los subyugó a una severa esclavitud y absoluta dependencia de Israel.

—Así que la historia se repite —pensó en voz alta Osama aludiendo a los actuales enfrentamientos entre el Reino de Jordania y el Estado de Israel.

—Cada generación repite la anterior, somos seres humanos distintos de los que vivieron antes que nosotros, pero el sol y la luna son los mismos astros que recorren una idéntica Tierra —improvisó John a modo de aparatosa confirmación de la sospecha del egipcio.

—¿Eso quiere decir que, según el Antiguo Testamento, el descendiente de Salomón era hijo de una esclava? —observó una Marie a la que no le cuadraba mucho el dato histórico proporcionado por la Biblia.

—Eso es lo curioso —declaró John también extrañado—. De entre las 700 esposas y 300 concubinas que mantenía el rey Salomón para su exclusivo solaz y disfrute, es raro que el sucesor elegido fuese hijo de una simple amonita, más si tenemos en cuenta que a Roboam tampoco le destaca la Biblia precisamente por su fuerte personalidad, más bien era bastante apocado y poco inteligente.

—Luego la afirmación de Sheshonk de que era realmente hijo de Nefiris y que los sacerdotes hebreos falsificaron su ascendencia cuando la reina huyó de Jerusalén… —empezó a hilar Marie.

—…puede ser razonablemente cierta —terminó John.

—Al final todo se sabe —solemnizó con poca gracia Alí.

—Lo lógico es que, entre tanto descendiente —continuó el inglés sin hacer caso del banal comentario del egipcio—, el heredero tenga sangre real por ambas partes, tanto del padre como de la madre. Roboam, como hijo de Nefiris, princesa de Egipto, y Menelik, como hijo de la reina de Saba, debían tener todas las papeletas para suceder a Salomón después de su muerte.

Marie estaba segura de haber oído de otros labios el familiar nombre de Menelik, y debía haber sido hacía bastante poco. Se sirvió otro vaso de negro café para intentar despejar su mente de las caliginosas brumas del olvido.

John continuó con sus conjeturas.

—Es sorprendente también la mención que hace Sheshonk sobre el peregrinaje que hace posteriormente Menelik al sur de Egipto.

—¿Por los
Falashas?
—declaró atinadamente Alí.

—Exactamente —ratificó John con una sonrisa de reconocimiento.

—¿Quiénes son los
Falashas?
—preguntó con premura Marie creyendo que, si seguía atentamente la conversación entre sus dos compañeros, rememoraría la última vez que había escuchado el nombre de Menelik.

Esta vez fue el conservador del Museo de El Cairo, adelantándose a John, quien resolvió las dudas de la francesa.

—Es un antiguo y pequeño pueblo de religión judía que está asentado en el norte de Etiopía, lo que antiguamente era el sur del Egipto faraónico o la región de Kush — dijo con una sonrisa de condescendencia—. Nadie sabe su procedencia, aunque se supone que es muy antigua. Aunque muchos de ellos se convirtieron al cristianismo, igual que hicieron sus primos coptos, después de las persuasivas predicaciones de los apóstoles posteriores a la muerte de Jesucristo, un reducido grupo permaneció siempre fiel al judaísmo y a la estricta ley de Moisés. Casi todos los judíos etíopes que quedaban han emigrado al Estado de Israel en los últimos veinte años huyendo de la miseria africana.

—Si no recuerdo mal —le interrumpió John—, los
Falashas
siempre han mantenido que sus orígenes estaban en el mismísimo rey Salomón y su hijo Menelik.

—Sí —coincidió Alí—, ese es el origen mítico que se dan a sí mismos, hasta ahora nadie sabía el por qué de tan descabellada suposición.

—Vaya, pues parece que supieron guardar el recuerdo de su procedencia inalterado durante bastantes decenas de siglos —se admiró el inglés.

Súbitamente Marie recordó dónde había escuchado el nombre de Menelik. ¡Había sido durante su conversación con el Cardenal Carlo María Manfredi! ¡Y hablando de los templarios!

Sí, ahora lo rememoraba nítidamente, el Cardenal le había contado como los Caballeros del Temple habían recorrido esas ignotas tierras africanas en su sempiterna búsqueda del Arca de la Alianza. Parece que sus pesquisas no eran tan insensatas ni iban tan desencaminadas después de todo.

Marie prefirió guardarse el dato. No estaba dispuesta a introducir a los místicos Templarios en un debate que bastante complejo y sobrenatural se mostraba ya.

—Bueno, dejando aparte a Menelik y sus tribulaciones —prosiguió John—, Sheshonk decidió intervenir en la política interior israelí para defender los intereses de su sobrino Roboam, aunque éste desconociese por completo su doble ascendencia real.

John cogió el libro y dio lectura a otro de los pasajes que traía previamente marcados:

Por eso, en el año quinto del rey Roboam subió Sisaq, rey de Egipto, contra Jerusalén —por haber prevaricado contra Yahvéh—, con mil doscientos carros y sesenta mil jinetes, y con un ejército innumerable que vino con él de Egipto: libios, sukíes y etíopes. Se apoderó de las ciudades fortificadas de Judá y llegó hasta Jerusalén.

(2Cró 12, 2-4)

Osama, vio la oportunidad de regresar al asunto que le interesaba y no la dejó escapar.

—Parece que Sheshonk, Nefiris y Yeroboam temían un enfrentamiento directo con los hebreos, ¿no es así? —solicitó el militar disimulando su creciente fascinación.

—Pues eso parece —convino el inglés—, según las propias palabras de Sheshonk, Nefiris quería evitar a toda costa un enfrentamiento directo porque el Arca debía ser un arma irresistible, capaz de poner en fuga un ejército incluso bastante superior al que por entonces poseían los egipcios.

—¿Por qué tanta precaución? ¿Qué es lo que temían del Arca? ¿Qué clase de arma podía ser? ¿De defensa o de ataque? —Osama no acababa de formular una pregunta cuando otra era empujada a salir de las cavernas de su garganta.

—No tengo ni idea del tipo de amenaza que suponía el Arca para un ejército entrenado como el del faraón —reconoció John—, aunque estas nuevas inscripciones dan alguna pista más a lo que ya se sabía sobre ella.

—¿Qué es lo que se sabía sobre el Arca? —preguntó de nuevo un Osama que se estaba poniendo bastante inquisitivo.

—Se sabe sólo lo que establece la Biblia —dijo el inglés algo críptico para prolongar el suspense.

Pero John sabía que pronto el militar sería complacido en sus vehementes requerimientos de información, porque era una pregunta de la que tenía ya preparada la respuesta de antemano, muy bien preparada.

La sugerencia de Sheshonk de que el Arca fue un instrumento para vencer a los enemigos no era ninguna novedad para cualquier conocedor de la Biblia. Los ejércitos de Israel siempre llevaban el Arca de la Alianza a las batallas, con el claro objetivo de que el parcial Yahvéh les ayudase a derrotar a los contrincantes con su excelso poder. Aunque nunca se supo si meramente era un amuleto o talismán que daba suerte y fuerza moral a los hebreos o, verdaderamente, había algo más.

Al mismo tiempo, había otro detalle que siempre llamó la atención de los estudiosos: no podía cargar con el Arca cualquier persona, ni siquiera el sagrado objeto podía ser tocado por alguien ajeno a la clase sacerdotal levita, si esto ocurría el sujeto en cuestión caía fulminado inmediatamente.

Con todo lo que había desentrañado de la biografía de Sheshonk, a John ya no le cabía ninguna duda en las sospechas que llevaba madurando durante todos estos días: el Arca era un arma de gran poder, y de un poder material, no meramente religioso o espiritual.

El inglés se había quedado igual de perplejo que Osama con las nuevas revelaciones de Sheshonk en las que se refería, sin lugar a dudas, que el Arca era un artilugio que se usaba como ingenio de guerra y, como buen investigador, había recopilado, después de terminar con la traducción y antes de salir del camión para cenar, todos los pasajes que había podido encontrar en la Biblia que mencionaban algo de este complicado asunto.

Maquinalmente, John sacó otra hoja de uno de sus bolsillos. El folio mostraba un buen número de párrafos cuidadosamente anotados.

El inglés creyó que era el momento indicado para satisfacer la declarada curiosidad de Osama y, también, la de Alí y Marie que, aunque no la revelaban, de igual forma sentían el mismo cosquilleo.

John pasó a leer, sin ningún tipo de aviso o advertencia a sus compañeros, varios párrafos del Antiguo Testamento.

Cuando el Arca se ponía en marcha, decía Moisés: Levántate, Yahvéh; que tus enemigos se dispersen, y huyan de tu presencia los que te odian.

(Núm 10, 35)

Llegaron los filisteos y se desplegaron por el valle de Refaím. Entonces David consultó a Yahvéh diciendo: ¿He de subir contra los filisteos? ¿Me los vas a entregar en mis manos? Yahvéh respondió a David: Sube, porque ciertamente te los voy a entregar en tus manos. Fue, pues, David a Baal-Perasim y allí los derrotó. Exclamó entonces David: Yahvéh ha abierto una brecha en mis enemigos delante de mí como brecha que abren las aguas.

(2Sam 5, 18-20)

No subáis, porque Yahvéh no está ya en medio de vosotros; no os expongáis a los ataques de vuestros enemigos. Porque los amalequitas y los cananeos están ahí, ante vosotros, y caeréis a espada, porque os habéis apartado de Yahvéh, y Yahvéh no estará ya más con vosotros.

Ellos, sin embargo, se obstinaron en subir a la cumbre de la montaña; pero ni el Arca de la Alianza de Yahvéh ni Moisés se movieron de en medio del campamento. Los amalequitas y los cananeos que habitaban en aquella montaña, bajaron, los derrotaron y les hicieron huir a la desbandada hasta Jormá.

(Núm 14, 42-45)

John calló. El silencio era total; fuera, en el desierto, tampoco se oía el más leve sonido que rompiese la dramática pausa que imprimió el británico antes de volver a retomar la palabra.

—Bueno, no he podido revisar toda la Biblia, no he tenido tiempo material, pero creo que con estos pasajes que he encontrado queda puesto de manifiesto que el Arca servía para que las fuerzas enemigas se dispersaran —interpretó el detective—. Parece que actuaba abriendo una brecha en sus filas y que, cuando el Arca no era llevada al campo de lid, los israelíes eran indefectiblemente derrotados. Además, por esa época se conocía al dios de los hebreos con el revelador apelativo de
Yahvéh Sebaot,
que significa
Señor de los Ejércitos.

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