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Authors: Alfredo del Barrio

La reliquia de Yahveh (50 page)

BOOK: La reliquia de Yahveh
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John cogió aire, él tampoco entendía los súbitos cambios de humor de Marie, tan pronto le iluminaba con su pelo rubio, sus ojos celestes y su pacífico rostro anaranjado, como le acosaba con sus demasiado insistentes objeciones. John se preguntaba si no sería que Marie, en el fondo, le odiaba por alguna cosa que él había hecho o dicho sin darse cuenta.

Y así era un poco, aunque no por lo que había hecho sino por lo que no hacía.

John, paciente como siempre, trató de recuperar el texto de Sheshonk y defender sus hipótesis ciñéndose más al tema como requería la rígida y severa directora de la expedición.

—Bueno, según el testimonio de nuestro faraón, Nefiris, además de sacerdotisa de varios cultos mistéricos y de dominar todas las artes mánticas y vaticinadoras de su tiempo: los augurios con los urim y los thummin, los sueños y la astrología; era, igualmente, toda una científica. Según Sheshonk, también estaba versada en otras artes más corrientes para nosotros, empíricos habitantes del presente, pero no menos pasmosas y ocultas en aquellos lejanos días del pasado: la astronomía, la historia, las matemáticas, la geometría, la medicina, la arquitectura y la química. Creo que hay que reconocer que Nefiris era una mujer de lo más completa.

Todos buscaron el párrafo que acababa de glosar el inglés y no tardaron en encontrarlo.

—¿Qué son los
urim y los thummin?
—se interesó extrañado Alí ya que era la primera ocasión en la que había oído mencionar esos extraños términos.

—Eran una especie de objetos que portaban los sacerdotes hebreos para usarlos como procedimiento de adivinación, otro más de los muchos que había por la época y que parece que interesó considerablemente a Nefiris si es mencionado en las paredes de esta tumba —explicó John abundantemente—. No hay muchos detalles en la Biblia sobre la naturaleza de esta técnica de predicción, pero parece ser que los
urim y thummin
eran unas piedras de colores que llevaban insertas en su pecho los clérigos judíos del más alto rango. Seguramente eran como mínimo tres, significando "sí", "no" y "no hay respuesta" o alguna otra cosa parecida. Lo más probable es que el sacerdote hiciese algún tipo de operación con ellas para contestar a las cuestiones que se le fuesen presentando o para emitir augurios sobre los más diversos temas.

Marie, esta vez, no dijo nada porque no tenía ni idea sobre ese asunto y estaba empezando a avergonzarse de sus salidas de tono anteriores, así que John continuó con su exégesis.

—En el texto de Sheshonk hay un par de referencias a la magia negra, ésta última bastante más intrusiva, manipuladora e inclinada a la utilización de métodos
contra natura.
La magia blanca creía que hombres y divinidades estaban sujetos a unas mismas reglas de juego que ambos debían respetar, pero los hechiceros más insolentes y audaces amenazaban incluso a los propios dioses con su destrucción si se atrevían a desobedecerles.

—Vaya, pues sí que iban con poder por la vida —se asombró Alí.

—Pues en Egipto —aseguró John— abundaban este tipo de nigromantes, de ahí el numeroso panteón existente. Los colegios sacerdotales no dudaban en esgrimir sus facultades para enfrentarse a otros dioses rivales y dejar bien claro que el mago qué tenía más poder era el que llevaba la razón.

—Vaya dioses más peleles —dijo Marie desdeñosa.

John la miró, curiosamente la francesa se sonrojó y apartó la mirada rápidamente, como arrepentida de lo que había dicho o del despectivo tono con el que se estaba dirigiendo a su compañero. Tan inquieta estaba que al recoger su café se le vertió un poco en la mesa. Tal vez los nervios venían del abuso de la excitante bebida pensó el inglés, que había visto como la francesa llevaba ya tres vasos consumidos.

—Antes los dioses no eran tan poderosos —dijo John sin perder su imperturbabilidad de ánimo—. De hecho eran la viva imagen de los hombres, con sus virtudes y sus defectos.

—Ahora comprendo porque en la antigüedad un hombre, más si era faraón, podía ser tenido por una auténtica divinidad —opinó Alí mientras se rascaba con ganas la cabeza.

—Sí, antes las esferas de lo divino y de lo humano estaban bastante más cercanas de lo que lo están ahora —reconoció John.

La conversación era muy reveladora e interesante y Marie empezaba a estar arrepentida de mostrar esos continuos arrebatos de niña malcriada que podían ser interpretados como meros celos profesionales por parte del resto de los oyentes. Ahora, rendida, se prometió que no volvería a interrumpir a John dijese lo que dijese.

—Una de las alusiones a la magia negra se refiere concretamente y curiosamente a la misteriosa reina de Saba —puso de manifiesto John mirando de reojo a la francesa—, una soberana y un país del que todo son conjeturas.

—Es extraño —dijo Alí con una mano en la barbilla—, en la tradición musulmana también se considera a la mítica reina de Saba como una consumada hechicera de la peor especie. Se la conoce con el nombre de Bilqis y las leyendas árabes también coinciden en que estuvo rondando al sabio rey Salomón, buscando sin duda casarse con él; pero los espíritus guardianes del monarca, para impedir que le sedujera con sus negras artes, le aseguraron que la pretendida reina escondía un secreto bajo su larga falda: que tenía las piernas cubiertas de pelo y que sus pies eran realmente pezuñas de asno. Por lo visto, ella misma se traicionó y reveló su velluda y equina condición al subirse las enaguas cuando confundió el reluciente suelo de la sala del trono de Salomón con un brillante estanque lleno de agua.

El tema de la reina de Saba era también apasionante, pero John prefirió no introducir más leña mágica al fuego no fuese que lo usaran para quemarle por hereje bajo la férula del tribunal inquisitorio presidido por Marie.

—Bueno —continuó el inglés—, el caso es que Nefiris, menospreciando la feliz vida matrimonial que llevaba con su esposo en un Egipto pacificado, parece que ardía en deseos de volver a Jerusalén, no tanto para ayudar a su olvidado hijo Roboam como para llevarse los secretos del Arca, que siempre le estuvieron vedados por su condición de mujer en la machista institución sacerdotal hebrea.

—Sí, los instintos maternales no debían pesar mucho sobre ella, ya que al final Yeroboam se quedó con la parte del león del reino israelita —asumió Alí.

—Algo así dan a entender las inscripciones —admitió John—. Sea como fuere, a Nefiris le salió bien la jugada y conquistó Jerusalén con la ayuda de su marido, el faraón Sheshonk, que en esta segunda parte de su vida parece perder bastante protagonismo a manos de su hermana y esposa.

—Debía ser una mujer de armas tomar —determinó Alí.

El detective arqueólogo pasó la página de su traducción impresa, gesto que fue imitado por los otros tres contertulios.

—El siguiente paso de la reina fue acabar con todos los que conocían el secreto del Arca y llevársela consigo a Egipto, junto con el resto de los tesoros de Salomón. No me extraña que la tradición del Arca de la Alianza casi desapareciera totalmente de la Biblia a partir de esa fecha.

John emitió el último pensamiento más para sí mismo que para el resto de los oyentes.

Nadie dijo nada, así que siguió comentando la transcripción de los jeroglíficos, él también empezaba a sentirse bastante cansado ya, no quería ni mirar el reloj.

—Según estos escritos, Nefiris logró descubrir los secretos mágicos del Arca de la Alianza gracias a sus numerosos conocimientos y los utilizó, infructuosamente por cierto, con un ejército rebelde que se sublevó en el sur del país, una región que no debía estar muy apaciguada.

Éste era el momento que pacientemente había esperado Osama para intervenir, para sonsacar alguna información más a los arqueólogos, para aclarar los verdaderos poderes del Arca.

Si era cierta la hipótesis de John, sí el Arca ocultaba la fórmula, mágica o no, de alguna arma química o biológica, al egipcio se le acababa de complicar una misión que en un principio parecía ser una mera rutina. Trató de actuar con tacto.

—Nefiris era ciertamente poderosa, ¿pero tanto como para hacerse cargo del mando de un ejército entero? —comentó el teniente.

—Desde luego —sancionó John—, con el currículum que tiene Nefiris, debió ser una notable eminencia en su tiempo; además, según estos jeroglíficos, ha sido la constructora de esta tumba, incluidas todas sus trampas, no hay que olvidarlo.

—Y, esas tropas rebeldes, ¿quiénes eran? —preguntó Osama despacio, tratando de llevar, poco a poco, a los investigadores al cenagoso terreno que quería pisar.

—Sin duda debían ser fuerzas protocusitas, nubios y etíopes —contestó de nuevo Alí—, quizá el germen de lo que luego fue la Dinastía XXV de Kush en el siglo VIII antes de Cristo. Por el año 1000 a. de C. debían estar todavía despertando a la civilización.

—Es curioso que Sheshonk y Nefiris condujesen a Menelik a esa provincia — comentó Marie en voz baja.

—A pesar de derrotarles no debían tenerlas todas consigo —opinó Alí que había escuchado la consideración de la doctora—, seguramente creyeron que si Menelik fracasaba en el intento de apaciguarlos se lo quitarían de encima de una vez por todas y que si, por el contrario, lograba asentarse en ese territorio contribuiría al proceso de colonización de su población, parece que fue más bien lo segundo que lo primero.

A Osama no le interesaba que los egiptólogos se enfrascaran de nuevo en sus eternas discusiones históricas sobre personajes que a él no le decían nada. Después de estudiar un momento la parte final de la traducción impresa que les había procurado John, contraatacó con otra pregunta.

—No comprendo muy bien la orden que dio Nefiris sobre el Arca cuando estaba en plena batalla con esos cusitas, ¿a qué se puede referir eso de desplegar el Arca que pone aquí?

Todos a una, volvieron a revisar los papeles. Esta vez fue John el que trató de despejar las incertidumbres del teniente. Antes de eso, intentó visualizar la escena descrita en las paredes de la tumba: cuatro veloces soldados con el Arca a cuestas, corriendo entre las filas enemigas y sembrando la más absoluta confusión allí por donde pasaban, tanta como para hacer retroceder a un ejército entero de rudos combatientes. Era difícil de imaginar, pero avanzó una respuesta acorde con lo que ya había propuesto antes.

—Creo —dijo el inglés algo titubeante—, que con lo de desplegar el Arca el texto se refiere a armarla, a manipularla para que algún humo envenenado saliese de ella. Luego los cuatro infantes, posiblemente con máscaras o inmunizados al veneno, se ocupaban de que las tropas enemigas respirasen esas nefastas bocanadas de gas.

John dejó de hablar.

Era increíble que unos hechos tan antiguos se hubiesen producido de una manera tan prodigiosa. Todos trataban de pensar, pero a nadie se le ocurría una alternativa a las hipótesis del inglés que, al mismo tiempo, casase con lo narrado por Sheshonk.

Ante el silencio, más silencio. Hasta que alguien se atrevió a romperlo.

—¿Y ese Shu que menciona el texto? —preguntó de improviso Osama—. ¿Quién es?

—¡Ah! Es cierto, teníamos que haber supuesto que tú no tienes por qué saber quién es Shu —respondió precipitadamente John—. Es el dios egipcio del aire, del viento, el cuarto principio, la cuarta trampa que seguro nos espera ahí abajo.

Alí, a pesar que el cansancio le daba poco margen para sentir otras emociones, se intranquilizó y se conmovió visiblemente en cuanto John mencionó la palabra "trampa".

El inglés, ajeno a las congojas del conservador, continuó tratando de explicar a Osama la parte que no entendía del relato.

—Lo que quiere decir Sheshonk aquí es que Shu, el viento, cambió de repente y la nube de Yahvéh cubrió al ejército de Nefiris haciendo una buena escabechina entre los soldados egipcios. La victoria de Nefiris fue ciertamente pírrica.

—Entonces, ¿es probable que también nosotros nos encontremos con Shu en la tumba de Sheshonk? —dijo Osama con algo de temblor en la voz.

—Seguramente, pero antes tendremos que ocuparnos de Tatenen y terminar de penetrar en su trampa de tierra —respondió el europeo.

Marie y Alí, al igual que John, también sabían lo de Shu y también habían imaginado que esta deidad estaría relacionada con el cuarto principio y la, hipotética, cuarta trampa.

Shu, en el panteón egipcio, personificó tradicionalmente al viento y a las nubes, a la atmósfera que se encuentra entre el cielo y la tierra, a la respiración y al último aliento del difunto. Se le consideraba responsable de todos los fenómenos meteorológicos y era el dios sustentador de la bóveda celeste. Solía representársele como un hombre que lleva en la cabeza una pluma de avestruz o como un hombre con cabeza de león en su manifestación animal. Era un dios bastante hostil para con los seres humanos, como refrendaba la fiera bestia con la que se le acostumbraba a relacionar.

—Creo que no estaría de más conseguir unas máscaras antigás —propuso Osama muy en su papel de jefe de logística del campamento.

—Pues sí, creo que es una estupenda idea —opinó Marie—, más vale que estemos prevenidos.

—Mañana iré a por ellas a El Cairo —afirmó el oficial que era incapaz de sacudirse la mirada severa y el semblante rígido, cariacontecido, que había exhibido durante toda la noche.

John se levantó y abrió la puerta de la tienda para tirar el café, ya frío, que casi no había probado. Todos aprovecharon ágilmente la pausa parlamentaria inducida por el movimiento del inglés para dar por finalizada la reunión. Era muy tarde y todos estaban física y mentalmente agotados.

—Parece que has traído la lección muy bien aprendida —dijo Marie, mordaz, poniendo una mano en el hombro de John para palmearle la espalda mientras salían ambos de la tienda cocina.

—Hago lo que puedo y no creas que es fácil imaginar tantos disparates. La verdad, no se me ocurren explicaciones mejores y tú no me ayudas mucho — contestó el inglés defendiéndose.

John pensó, algo molesto, que los papeles que se habían autoadjudicado la francesa y él mismo al comienzo de la expedición, él de sarcástico incrédulo y Marie de seria y cabal cabeza pensante del yacimiento se habían invertido casi por completo en los últimos días. Ahora la escéptica irreverente era su compañera y él más parecía un viejo profesor, fastidiado por la insensatez de sus alumnos, que el descreído detective que solía huir de cualquier responsabilidad que pudieran encomendarle como del fuego del infierno.

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