Read La reliquia de Yahveh Online
Authors: Alfredo del Barrio
—Está bien, yo pondré lo mismo entonces —declaró John.
—Sí mejor —sancionó Marie—, seguro que tu país y el mío se intercambian la información.
Terminaron de enviar los mensajes y apagaron los equipos informáticos. Hubo entonces un instante de vacilación compartida, por una parte nada tenían que seguir haciendo allí, pero no querían irse ahora que estaban solos. Ninguno de los dos encontraba una excusa para explicar la situación y prolongar por mucho más tiempo el momento.
John seguía mirando a Marie con expresión aturdida y ésta hacía como que no se daba cuenta, como que observaba, remolona, algún recóndito detalle de la cabina del vehículo.
De pronto el inglés, imbuido de una súbita energía del todo ajena a él, se levantó y se situó detrás de la francesa, muy cerca de ella, terriblemente cerca, pero aún sin tocarla.
Marie temblaba en su disimulo. Algo iba a pasar.
De pronto, los dos Zarif vigilantes aparecieron silenciosos por una esquina del camión y se quedaron parados, mirando fijamente a los dos europeos.
John se sobresaltó, como el sonámbulo que despierta en un sitio bastante alejado de su cama. Se despidió de Marie apresuradamente y más apresuradamente todavía se recogió en su tienda de campaña y en su saco de dormir.
La francesa, algo decepcionada, también dejó su sitio libre a los Zarif que, evidentemente, habían descubierto que la caja del camión era un acogedor lugar para pasar una tranquila noche de vigilancia.
La noche pasó rápida, como cuando se tiene un cansancio infinito, y el día empezó pesado, con el insidioso sol castigando inclemente a sus esclavos, los mortales, ya desde los primeros momentos de su reinado.
Alí apenas había dormido durante la noche. Sabía que la jornada de hoy se presumía de excavación en toda regla y no sabía si podría soportar estar en primera línea de desescombro. Eso le había desvelado un tanto, aunque ya tenía decidido lo que iba a hacer: tratar de mantenerse lejos de los nuevos túneles con cualquier excusa que se le presentase.
Sus miedos, que creía irracionales e infundados, producto únicamente de la traumática experiencia sufrida hace años, se veían confirmados por negras e incuestionables certezas. Cada vez controlaba menos sus emociones.
La tienda cocina volvía a llenarse con los indolentes exploradores de secretos ajenos. Hoy había cierta pereza en el ambiente, ocasionada, tal vez, por haber tenido que trabajar ininterrumpidamente durante una semana entera. El cuerpo se rebelaba y reclamaba ese día de fiesta que le debían.
Primero Osama, después Marie y detrás John, se encontraron desayunando con Alí en el interior de la instalación culinaria. La francesa aprovechó, fiel a su vocación organizadora, para dictar el plan de trabajo de hoy.
—El día se promete intenso —empezó diciendo para justificar la retahíla de tareas que pronto saldrían de su boca.
John, Alí y Osama, en apática postura y con soñolienta expresión en su cara no parecían los más indicados para sufrir el urgente día que aseguraba Marie, aunque el café todavía no había tenido tiempo de obrar su efecto vivificador.
—Empezaremos a perforar un túnel horizontal por esa trampa de tierra a ver si damos con alguna cámara secreta o alguna galería de piedra. Eso claramente lo harán los trabajadores. Yo misma y algún voluntario nos encargaremos de dirigir los trabajos.
A John le apetecía pasar con Marie una jornada en tan estrechos y acogedores tránsitos subterráneos, a punto estuvo de ofrecerse voluntario, pero sabía que él tenía que encargarse de otras tareas más perentorias y así lo expuso al comité.
—Yo debería filmar esos nuevos jeroglíficos que hemos encontrado y traducirlos enseguida, todo lo que pueda decirnos Sheshonk sobre sí mismo y sus megalómanas visiones creo que puede ser vital para el buen éxito de nuestro negocio.
—Muy bien —consintió Marie—, tú John te encargarás de traducir el texto del pasillo.
Marie esperaba todavía su voluntario y lo lógico hubiese sido que, al autoexcluirse John, Alí cumpliese con sus obligaciones de codirector de la excavación. Pero el egipcio no decía nada, evitaba con todas sus fuerzas el mirar a los ojos de Marie e intentaba ocupar ambas manos y toda su atención en seguir removiendo el mareado azúcar de su vaso de café.
La francesa se imaginaba por qué, había visto muchas veces esa maniobra en sus alumnos, sobre todo cuando se disponía a preguntar alguna lección. Sabía que a Alí le pasaba algo en los sitios cerrados y no quería atosigar al egipcio, así que le libró de su apurada situación.
—Creo que lo mejor es que Osama se ocupe también de dirigir los trabajos conmigo —arguyó Marie con autoridad—, él conoce mejor a los
fellah
y le harán más caso que a mí, ¿de acuerdo?
—Sí, sí, de acuerdo —accedió Osama un poco desconcertado, no esperaba una participación tan activa en la excavación.
—Tú Alí, te quedarás fuera y vigilarás que la tierra que saquemos no contenga ningún resto de interés.
Marie había salvado la comprometida situación brillantemente y Alí se lo agradecía infinito. No obstante, algo de desazón le quedó por dentro al egipcio, sospechaba que la francesa se había mostrado tan solícita con él por sus claras muestras de debilidad en anteriores afanes. Se sentía avergonzado. Pero, ¿qué importaba?, dentro de unos pocos días volvería a su rutinario y cómodo trabajo de funcionario y no volvería a ver nunca más a los dos europeos. Lo primordial hasta entonces era intentar mantener la calma y para eso necesitaba imperiosamente esquivar todo tipo de actividad que se desarrollase en el subsuelo.
Pronto llegaron los trabajadores y esta vez la cuadrilla se mostraba completa.
Los
fellah
se pusieron a descargar sus atiborrados vehículos con toda clase de traviesas, tubos, trozos de vigas y piezas diversas, de metal y de madera. Seguro que habían dejado sin existencias al chatarrero de su pueblo.
Marie no estaba muy conforme con la poca calidad de los aparejos que harían de soporte y encofrado de los túneles, pero no creyó conveniente diferir los trabajos porque el utillaje no satisficiera sus expectativas.
La francesa, con Osama como traductor, explicó a los obreros lo que quería que hiciesen: un túnel en línea recta lo suficientemente grande como para que el Arca, si conseguían desenterrarla al fin, pasase convenientemente por la oquedad. Por supuesto, este detalle del Arca no lo mencionó a los tensos
fellah,
que veían, desazonados, como hoy sí que deberían arrimar el hombro.
Todos se pusieron manos a la obra. Primero llevaron los tablones y barras que servirían para trabar el armazón de los túneles al pasillo del acuático desfile, aunque Marie vigiló para que los obreros descargaran los atavíos sin tocar sus pintadas paredes, sería un crimen dañarlas.
Al final, después de un corto periodo de prueba y error, la organización de la partida fue la siguiente: Ahmed, el más versado en el oficio de la albañilería y, decididamente, el más experto obrero de toda la brigada, manejaría la taladradora y sería el que abriría el agujero; Amir, su hermano, sería el encargado de apartar la tierra desgranada y sacarla fuera usando capachos hechos con juncos; detrás vigilarían Marie y Osama, que además se ocuparían de montar los puntales y soportes que aseguraban la estabilidad de la mina; los trabajadores más jóvenes, Ramzy y Husayn, se encargarían, uno de transportar los capazos sacados por Amir y trasladarlos con una carretilla por el largo pasillo, y el otro de subirlos por los dos tramos de escalera; ya en el exterior, Alí, que también colaboraba en la ardua tarea, se dedicaba, como último eslabón de la cadena, a acarrear las espuertas hasta la escombrera situada muy cerca de la puerta y allí vaciarlas.
Cada vez que descargaba el cesto, Alí miraba atento por si encontraba algún objeto de interés, algún trozo de cerámica, alguna cuenta de collar, pero la tierra que hasta entonces habían evacuado estaba limpia, no parecía contener nada de mínimo valor arqueológico.
La organización resultaba perfecta y avanzaban en la excavación a pasos agigantados. La arena no estaba excesivamente compactada, al revés, era sorprendentemente blanda y poco consistente si se tenía en cuenta la enorme mole de roca que debía soportar por estar justamente debajo del macizo montículo donde se encontraba ubicada la tumba. Parecía como si la presión de las toneladas de material que tenía por encima no la hubiesen afectado lo más mínimo a lo largo de los siglos. Otra cosa que llamaba la atención es que era bastante negra, más parecían partículas de aluvión o tierra sedimentaria, muy semejante al limo que se depositaba en las orillas del Nilo, que sílice del desierto. No era lo que se esperaba en un tipo de suelo como aquel.
John, por su parte, dedicó las primeras horas de la mañana a grabar con la videocámara de Alí las filas de jeroglíficos que seguidamente se dedicaría a traducir. Solamente fue molestado de vez en cuando por la carretilla de Ramzy, que para trasladar su arenosa carga pedía paso a veces de forma un tanto brusca.
Cuando tuvo todo filmado salió al exterior para no molestar más a los dinámicos obreros en su áspero quehacer. El inglés se introdujo en la cabina del centro de mando con ruedas, tendría que usar algún ordenador del camión para volcar en su disco duro las legiones de signos que había grabado.
No tardó mucho en hacerlo y en empezar a traducir; pero, inexplicablemente, no conseguía concentrarse en la tarea, y eso que los nuevos textos se prometían apasionantes. Había algo que reclamaba despóticamente su atención, algo que debería haber hecho ya y que no había tenido ocasión de realizar por falta de tiempo. Tardó en recordar qué era.
Por fin descubrió lo que le inquietaba, sacó el primer dibujo que había confeccionado de la tumba de Sheshonk y lo estudió por un momento. Había algo en los trazos del plano que le intranquilizaba, aunque todavía no sabía qué podía ser.
Se dispuso a completar la proyección con los nuevos trechos de corredores y escaleras que habían recién descubierto el día anterior.
—¡Maldita sea! —emitió para sí mismo ya que no había nadie alrededor.
En cuanto terminó el dibujo salió corriendo a detener los trabajos de excavación.
Marie se resistió en un principio a parar la buena marcha de las labores de zapa y mina, ya casi llevaban 15 o 20 metros excavados. Simplemente se limitó a dar un descanso a los obreros y salió de mala gana con John a la superficie, quería que le diese más detalles sobre esa imperativa necesidad de suspender las obras.
El inglés la llevó, casi corriendo, hasta la caja del camión. Una vez allí le enseñó, resuelto, el mapa que acababa de bosquejar hacía unos escasos instantes.
—Éste es el plano con todo lo que hemos descubierto hasta ahora —dijo algo nervioso.
Marie, más tranquila, pero aún bastante fastidiada, lo examinó detenidamente por unos segundos, pero no reparaba en ningún detalle que le llamase la atención.
—¿Y bien? ¿Qué se supone que tengo que ver? —preguntó de forma altanera.
—¿No te das cuenta? —preguntó apremiante el inglés.
—No veo nada —reconoció Marie.
—¡Si seguís excavando en línea recta perforaréis las galerías del entramado de Hapi, las que estaban llenas de agua, inundando por completo la tumba, caeréis en la trampa escondida dentro del artificio de la tierra! —exclamó John de un tirón.
Marie observo el dibujo con otros ojos, esta vez más brillantes y perspicaces.
—¡Vaya! ¡Es cierto! —exclamó—. Si continuamos cavando horizontalmente nos daremos de bruces con el laberinto del agua.
Miró satisfecha a John. Les había librado de un completo desastre en el que incluso podían haber llegado a perder la vida.
—Gracias John, desde luego lo tuyo es hacer de detective —emitió Marie cantarina.
—De nada, de nada —dijo John intentando sacudirse el moscón del agradecimiento.
Pero Marie insistía.
—Voy a tener que invitarte a cenar cuando acabemos con esta excavación, me siento como una princesa que no para de ser rescatada por el apuesto príncipe — declaró Marie traviesa, como quien no quiere la cosa, a sabiendas que la declaración no podía ser más cursi, ridícula y engolada, con más delito si cabe porque la afectada frase no era espontánea, sino que se la había preparado mentalmente para soltársela al inglés en cuanto se le presentase una ocasión propicia.
John se quedó sin saber si lo que le decía Marie era una mera fórmula de cortesía francesa o si realmente hablaba en serio en lo de la invitación a cenar. No dijo nada porque nada podía decir, su lengua estaba paralizada por una timidez de plomo.
Marie se disponía a lanzar una nueva ráfaga de insinuante provocación a las ya tambaleantes defensas de John, pero la aparición por la puerta del camión de los algo indecisos Alí y Osama impidió la continuidad del ataque frontal.
La directora les expuso a los egipcios el descubrimiento que acababa de realizar John. La tierra era otro engaño preparado por el faraón para escarmentar a los incautos saqueadores que se hubiesen atrevido a horadar su trampa. Siguiesen el ángulo de inclinación que siguiesen, al final tropezarían con una piedra y, al retirarla creyendo haber localizado una nueva cámara, lo que de verdad encontrarían sería una inesperada muerte por ahogamiento.
Como siempre, Osama planteó la gran pregunta.
—¿Y ahora qué hacemos?