La reliquia de Yahveh (41 page)

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Authors: Alfredo del Barrio

BOOK: La reliquia de Yahveh
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John sabía de casos en los que la muerte prematura del monarca, antes de que su regio refugio para la eternidad estuviese concluido, había motivado que sus herederos no se molestasen en acabar la obra o no se preocupasen demasiado por revestirla con materiales de la calidad adecuada.

Los años empleados en la edificación de una tumba decente eran considerables, sobre todo teniendo a las pirámides como ignominiosos modelos, como inalcanzables ejemplos de lo que verdaderamente tiene que ser la sepultura de un dios. Los faraones trataban de acercarse lo más posible a las proezas arquitectónicas de sus antepasados; pero, por supuesto, no todos podían permitirse el lujo de hacerse una tumba con forma de poliedro para que sus huesos descansasen rodeados de toneladas de granito y mármoles. Eso requería mucho oro y, aunque en Egipto se vivía para la muerte, no todo el mundo podía costearse un enterramiento lo suficientemente ostentoso como para no sonrojar a las vigilantes pirámides.

Además de por fallecimiento anticipado, la grandiosidad de algunos proyectos de mausoleo terminaban inacabados por falta de fondos, y eran bastantes los faraones que, muerto el padre, continuaban la tumba del progenitor para inhumarse ellos mismos en ella, olvidándose de su ancestro o cediéndole una habitación marginal en el complejo. Otros monarcas, más prácticos y menos respetuosos, se limitaban a desahuciar a la momia inquilina de algún pretérito y dinásticamente ajeno panteón para ocupar, sin ningún escrúpulo, su puesto, incluso su ataúd.

Aunque la falta de medios no impedía la falta de ganas de pasar a la posteridad. Hasta la Dinastía XIII, mil años después de la pirámide de Keops, se siguieron levantando en Egipto puntiagudos mausoleos. Claro que los últimos eran bastante menos prominentes en altura y esplendor, las pequeñas pirámides posteriores se construían con bloques expoliados de otras construcciones, o se usaba solamente piedra en su cara externa rellenándose con humildes cascotes todo su interior, eso cuando no se levantaban directamente en ladrillo. Aun así, muchas de ellas, no conseguían terminarse. No, no era nada fácil convertirse en el feliz propietario de una tumba decente.

John esperaba que a Sheshonk no se le hubiese acabado el presupuesto, aunque no lo creía dada la magnitud del tesoro que había debido capturar en la saqueada Jerusalén. Desde luego, con todo el oro de Salomón habría tenido suficientes medios económicos para construirse su propio establecimiento mortuorio y, dado su dilatado reinado, el tiempo suficiente para acabarlo. Sus descendientes de la Dinastía XXII no tuvieron tanta suerte a juzgar por lo que se había descubierto hasta ahora de ellos.

A pesar de todo, el escabroso, tosco y sucio callejón por el que andaba John desmentía las supuestas larguezas del dios-rey Sheshonk I.

No obstante, todo tiene fin y termina por acabarse alguna vez. La tendencia se había invertido, ahora parecía que el pasillo se ampliaba paulatinamente, sin ninguna estridencia pero claramente. John lo sabía por el ángulo que formaban sus brazos con su cuerpo, ya que sus manos seguían tanteando las paredes conforme transitaba.

Hubo un momento en el que ya no era viable tocar ambos muros a un tiempo y otro en el que le fue imposible seguir avanzando por el monumento. Una pétrea mampara le cerraba el paso, y ésta sí que estaba decorada, pródigamente decorada.

Aunque no fue lo único que llamó la atención del inglés en este tramo final del pasadizo, una escalera de peldaños de piedra que empezaba en el suelo y moría en el techo, sin finalidad o utilidad aparente, ocupaba más de la mitad del corredor, justo un par de metros antes de llegar a la lápida que lo sellaba.

John miró la escalera un instante, tratando de adivinar su función, pero al no encontrarle ninguna dirigió sus ávidos ojos a la que prometía ser una fuente más inmediata de satisfacciones. Alborozos científicos y artísticos parecían manar a borbotones de la losa que hacía las veces de supuesta puerta a otra nueva estancia de la siempre inesperada sepultura de Sheshonk.

La lujosa y bruñida piedra caliza que cerraba el camino contrastaba exquisitamente con la grosera fábrica del paraje que conducía a ella. Inserta, había esculpida una majestuosa imagen del faraón, con torso de frente y cabeza y pies de perfil, con las dos coronas del Alto y Bajo Nilo en su cabeza, una mano pegada al cuerpo, como sujetándose la blanca túnica a un costado, y la otra extendida, con un círculo o globo muy grande, tanto como un balón de playa, sostenido levemente en su palma vuelta hacia arriba.

El cartucho no dejaba lugar a dudas sobre la figura que representaba el bajorrelieve, pero había más jeroglíficos, bastante similares, en su talla y contenido, a la primera inscripción que había visto John de la tumba, aquella que le habían mostrado en Londres y que le había traído hasta aquí, todavía no sabía si felizmente para su gloria como arqueólogo, o para su infortunio, desdicha, incluso muerte en acto de servicio. Sólo el tiempo sabe ciertas cosas y mejor que únicamente las sepa él.

El inglés trató de descifrar los nuevos pictogramas a la luz de su celada luminosa.

Tú, el que miras y lees absorto,

Te acerques por el camino largo

O vengas por el camino corto,

Turbas a Sheshonk en su letargo.

¡Deja mi reino!, a eso te exhorto,

No quieras que sea tu fin amargo.

Vuelve raudo al incierto desierto

O por los principios serás muerto.

John dio un respingo cuando leyó la primera línea, parecía que el propio Sheshonk se dirigía a él. Tanto había pensado en el faraón en los últimos días que casi creía conocerle, pero no hasta el punto de tener que oírle en persona, aunque sea en su imaginación. Si la inscripción hubiese rezado:
John, tú que miras y lees absorto,
tampoco le hubiese extrañado lo más mínimo, hasta ese punto estaba inmerso en la atmósfera creada por el antiguo monarca egipcio con sus trucos de prestidigitador y sus frases rimbombantes.

Claro que lo que seguía tampoco contribuyó precisamente a tranquilizar su alma. Otra amenaza al que se atreviese a violar su tumba. John se sentía como si estuviese haciendo algo malo. Le vino a la mente la primera y única vez que le quitó dinero a su padre, lo necesitaba para irse al cine con unos amigos y ya había terminado de dilapidar su asignación mensual. Se sintió tan mal durante la proyección que ni siquiera pudo gozar de la película. Aunque su padre nunca echó de menos la calderilla a John le parecía estar viéndole ahora mismo, vestido de egipcio, con mirada adusta, sosteniendo una gran bola que simbolizaba la pureza del sol, o una gran moneda robada, en una de sus manos.

El inglés bizqueó, ver el rostro de su padre en la efigie de Sheshonk era claro indicio de agotamiento físico y mental. Tenía que salir de allí, no aguantaba más tiempo entre tinieblas.

A pesar de todo, todavía le quedaba un resquicio de lucidez, tanta como para comprender que las escaleras que se encontraban a su espalda no habían sido construidas por accidente o por fallo en los planos. En esta tumba no había error posible. Seguro que conducían a algún sitio y lo del
camino largo
y el
camino corto
de la inscripción le hacían sospechar al detective a dónde enfilaban sus olvidados peldaños.

Examinó la piedra del techo, donde iba a morir la escalera. Dio un par de golpes con su puño cerrado, seguidamente repitió la misma operación con varias losetas contiguas. Sonaban diferente. Haciendo fuerza con sus piernas y brazos, con su espalda arqueada como único punto de apoyo, empujó la piedra que quedaba justo encima. Ésta cedió a la primera, no era muy gruesa. Un hueco vertical se descubrió encima de su cabeza.

Miró enseguida a través de la negrura, pero lo único que consiguió fue cubrirse del polvo y la arena que desprendía el orificio. Se apartó un momento, tosiendo. Sus pulmones estaban al límite de su capacidad de resistencia.

Cuando las partículas calmaron un poco su escandalizado baile volvió a introducir su tronco en el hueco. Los peldaños continuaban otro metro y medio a través de la cavidad recién abierta, hasta morir en un segundo techo. Repitió la misma operación. Tocó la piedra con sus manos, después con sus nudillos. Ésta no sonaba a hueco, aunque John tenía una certeza, que detrás de la misma había otra cámara, y tenía una necesidad perentoria, salir lo más pronto posible de allí.

Se puso en cuclillas entre el antepenúltimo escalón y la losa. Allí era donde su cuerpo podría efectuar la mayor fuerza del que era capaz. Empujó la piedra con su espalda y sus costillas. Era muy pesada, sin embargo se movía.

Tuvo que concentrarse para realizar un segundo intento. Esta vez el techo cedió y el polvo volvió a obstruir sus fosas nasales y su garganta, que jadeaba por el esfuerzo.

Había logrado desplazar la maciza mole hasta obtener una nimia rendija. Cuando recobró algo de energía trató de apartar un poco más la piedra, aunque con poco éxito, estaba exhausto y casi no podía respirar.

Se sentó en la escalinata tratando de poner en orden sus ideas. El bloque era demasiado pesado para un hombre solo; pero, por otra parte, no quería volver a recorrer, si podía evitarlo, el lúgubre pasillo por el que había llegado hasta allí. El traje de buzo le estaba robando la vitalidad. Se levantó decidido, haría un último intento y, si no conseguía nada, emprendería el camino de regreso. No había más opciones.

Sacó un brazo por la grieta tratando de hacer palanca con el hombro. Nada, la masa no se movía. Ya iba a darse por vencido.

De improviso, vio asomar otro par de manos que trataban también de deslizar la piedra. John se sobresaltó, pero no se asustó. Tenía fundadas esperanzas de que esa escalera no podía llevar a otro sitio que no fuese al exterior.

—¿Quién eres? —preguntó desde dentro.

—Soy Gamal.

Lo primero que pensó John fue que había ido a parar a la tienda cocina del campamento, pero nada más lejos de la realidad. El cocinero, después de preparar y tener lista la comida de hoy había ido a curiosear a la entrada de la tumba a ver si veía algún rastro de sus comensales. No preguntó a John que quién era él porque había reconocido la voz del inglés, a pesar de que su inflexión sonaba terriblemente cansada.

—Ve a buscar ayuda Gamal —dijo en un suspiro.

Los dos obreros egipcios de la escuálida cuadrilla que se había presentado a trabajar ese lunes no tardaron mucho en aparecer. En un par de minutos movieron la losa con ayuda de Gamal y de un alucinado Alí que también se había acercado al ver el agitado corrillo de gente.

John salió y miró a su alrededor. Estaba en la antecámara de la tumba, la que habían tenido que despejar porque estaba llena de tierra, la que quedaba a continuación de la primera puerta de entrada a la sepultura, la que estaba inmediatamente después de la primera inscripción de Sheshonk, aquella donde les avisaba que
el atajo está debajo.

El detective de Scotland Yard tuvo que reírse por fuerza. Decididamente, y a pesar de su profesión, lo de las pistas nunca había sido su fuerte, aunque el sospechoso se las dejase por escrito, bien grandes, grabadas a cincel en un bloque de piedra.

Los
fellah
no se impresionaron demasiado por ver a un submarinista surgir de la tierra, los occidentales hacían cosas tan inauditas para ellos que habían perdido el sentido del asombro. Sin embargo, la cara de Alí era muy distinta, expresaba de todo menos indiferencia.

—Pero, ¿de dónde sales? —espetó mientras daba ligeros golpes en la espalda de John para tratar de calmarle una risa que se había convertido en una grave tos seca acompañada de expectoración de corpúsculos de polvo.

El inglés le explicó todos los detalles de su peripecia a Alí. Éste se alegró exteriormente por el logro científico obtenido por la expedición, de la que él también formaba parte; y se turbó interiormente por la contrariedad que suponía este éxito: tener que seguir explorando lo que había detrás de la última puerta que había descubierto su compañero. El resultado de la suma de contentos y enojos fue una casi total apatía del egipcio ante los sucesos que le refería su desastrado compañero.

El agotado submarinista quería quitarse su empalagoso traje, pero tenía su atuendo donde se suponía que debía haber emergido y donde se suponía que aún debían estar esperándole Marie y Osama. Ya llevaba dos o tres horas de teórica inmersión, por lo que, estimaba, seguro que estaban otra vez considerablemente preocupados por él.

Evidentemente, los dos habrían supuesto que el explorador había dado con un sitio provisto de aire respirable; pero, aun así, John se creyó con el deber de avisarles personalmente de que había salido ya a la superficie. Además, de esta forma, podría recuperar su ropa y calzado y, de paso, explicarles la buena nueva con la esperanza que mostrasen más entusiasmo que Alí, que cada día, a juicio de John, estaba incrementando más y más su introversión.

A pesar que seguía descalzo se adentró en los entresijos de la tumba de Sheshonk para ir al encuentro de sus dos camaradas. Estos tramos no estaban más limpios y no eran menos desagradables de transitar sin zapatillas que los que acababa de recorrer, pero, al menos, este polvo era polvo conocido.

Al ir descalzo no le oyeron llegar. Osama seguía al pie de la grúa, como si apenas se hubiese movido en todo ese tiempo, Marie estaba tumbada escudriñando el pozo, aunque era imposible que pudiera ver dónde empezaba el agua.

—No hace falta que mires más, ya estoy aquí —dijo John de improviso.

Osama giró rápidamente la cabeza y, del susto, se aferró todavía más a los hierros del elevador. Marie se volvió aún tumbada y se llevó una mano al corazón en un claro acto reflejo. Quiso ponerse de pie para acercarse a ver a John, pero lo hizo tan rápido que se resbaló, a punto estuvo de caerse por el agujero de nuevo, aunque solamente se dio un blando golpe en su parte más postrera.

—Pero ¿de dónde diablos sales? —rugió Marie casi repitiendo la primera interjección que le había lanzado Alí unos minutos antes.

John estaba tentado de soltar alguna frase irónica, la situación era perfecta, aunque viendo los espasmos de nerviosismo de Marie y su cercanía a la boca del pozo optó por algo más suave y directo, tan suave y directo como podía ser la pura verdad.

—He encontrado una bifurcación de la tumba que lleva al exterior —dijo tratando de calmar a la doctora y de ayudarla a levantarse.

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